Eduardo Sacheri

"ELECCIONES". UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI

Un análisis profundo del “pan y queso”, aquel cruel método de selección donde “quedar rezagado a los últimos lugares, nos coloca en una situación de angustia y desasosiego, cuando no de pura e inabarcable tristeza”.

Por Redacción EG ·

14 de febrero de 2020

 Alguna vez Alejandro Dolina, en sus “Apuntes del fútbol en Flores”, hizo notar la importancia que tiene el momento de “la pisada” en la integración de los equipos, en el fútbol amateur. Hablaba Dolina de ese momento fatal en que comprendemos, con atroz exactitud, el lugar que ocupamos en el grupo de futbolistas, según seamos elegidos entre los primeros o entre los últimos. Y hablaba también de cómo a veces uno puede privilegiar otros criterios –la amistad, por ejemplo– a la hora de elegir a los varones que habrán de acompañarlo.

Más allá de la profunda belleza literaria de esos “Apuntes” de Dolina –los invito calurosamente a leerlos–, me quedo pensando en esta cuestión de elegir y ser elegido, cuando de fútbol se trata. Es cierto que la elección incluye una calificación exhaustiva e inapelable de quiénes somos, futbolísticamente hablando, dentro del grupo. Y quedar rezagado a los últimos lugares, durante la selección, nos coloca en una situación de angustia y desasosiego, cuando no de pura e inabarcable tristeza.

Creo que existe, en este terreno, una situación todavía peor, si se me permite. Y es esa que se produce cuando el partido ya comenzó, y exhibe un trámite enormemente desparejo. El plazo para que el grupo defina que “hay afano” a favor de un equipo no es uniforme, y depende del grupo y de las dimensiones de la cancha. Si es un fútbol 5, y a los diez minutos de partido van 7 a 0, puede decretarse el “hay afano”. Si es un fútbol 11, creo que un buen momento para detener las acciones es a los veinticinco minutos con el 4 a 0.

Claro: en el fútbol amateur ganar es importante, pero mucho más importante es divertirse. Por eso no se sigue jugando si el “afano” es demasiado evidente. Al menos, se le ofrece al equipo que va perdiendo la posibilidad de introducir un par de cambios. Puede que los circunstanciales derrotados prefieran, por dignidad, quedarse así como están, aunque se coman una docena de goles. O puede que acepten la oferta, como para que el día o la noche no terminen siendo un fastidio para todos los involucrados. Ahí es donde se produce la más terrible de las escenas. Desde el equipo que va ganando por goleada se le dice a uno de sus miembros “Pasá para allá”. Bien. Ese tipo puede sentirse reconfortado. Se lo valora tanto que se cree que su aporte puede cambiar profundamente las cosas. El problema es el paso siguiente. Porque lo que corresponde es que, ahora, un miembro del equipo goleado cambie de lado, hacia el equipo goleador. Y la lógica es absoluta: debe pasar el peor de todos. La frase “Y vos, Fulanito, pasá para el otro lado” es la que nadie quiere recibir. Es un certificado de defunción futbolística. Si nos dicen eso somos, sin lugar a dudas, el perro más perro de los que juegan en esa jauría.

Y todavía puede ser peor. Porque a la frase “Y vos, Fulanito, pasá para los ganadores” puede levantar una protesta airada por parte de estos últimos. Algo al estilo de “Pará, pará, Fulanito no. Mejor dame a Menganito”. ¿Qué puede llevar a los ganadores a semejante reparo? El temor a que, ahora, el “afano” lo tengan los que venían perdiendo. En otras palabras, que Fulanito es tan, pero tan, pero tan perro, que los ganadores temen que les desbarate la suerte. Fulanito lleva sobre sus espaldas una especie de peste, y los dos equipos empiezan a pujar, pero no para contar con él, sino para sacárselo de encima. Si Fulanito tuviese algo de autoestima, después de semejante trauma, tendría dos caminos abiertos ante sí: abandonar el fútbol o enrolarse en la Legión Extranjera. O ambos: abandonar primero el fútbol y enrolarse, después, en la Legión Extranjera. Pero mi experiencia me dice que los Fulanitos que pueblan los potreros de la patria suelen tener una autoestima bastante más elevada que sus méritos técnicos. Se consideran unos incomprendidos, unos adelantados a su tiempo, y, en consecuencia, se dejan zarandear en el mediocampo entre un equipo que los desprecia y otro que los detesta, hasta que una frase viene a solucionar el embrollo: “Probemos así. Llévense a Fulanito ustedes y, si así tenemos robo, nos lo devuelven”. Insisto: no sé de qué modo puede Fulanito volver a jugar la semana próxima.

Pero vuelve.

Hay otro dilema en la elección de los jugadores: qué hacer con “los nuevos”. A menudo pasa que el número de jugadores se completa con algún desconocido. Sobre todo, cuanto más veterano es el grupo. El número de lesiones es directamente proporcional a los años acumulados, de manera que, si no es por H es por B, pero siempre te falta alguno. Los grupos más organizados se aseguran de traer a algún conocido para reemplazar a los lesionados. Los menos, se limitan a convocar a alguno de los que pululan por ahí, con cara de “acá estoy disponible, si me necesitan”.

Si al nuevo lo trajo alguien, los encargados de armar los equipos le preguntan qué tal juega el desconocido. Y luego, por supuesto, tamizan la respuesta de acuerdo a las habilidades futbolísticas del que lo trajo. Porque ahí está el quid de la cuestión. Supongamos dos situaciones de presentación de jugador nuevo, traído por dos sujetos de calidad futbolera bien disímil, siendo el sujeto A “el Chapa” un buen jugador, y siendo el sujeto B “el Tony” un burro hecho y derecho.

Situación A, al nuevo lo trajo el Chapa. Como es un buen jugador, se confía en su criterio. De modo que si el Chapa te dice que es bueno, contás como que es bueno. Si el Chapa frunce el gesto y menea la cabeza, lo ponés en la categoría de “más o menos”. Y si el Chapa abre mucho los ojos y pone cara de “traje lo que pude”, al nuevo lo ubicás último en la lista y le ofrecés jugar al arco.

Situación B, al nuevo lo trajo el Tony, siendo el Tony, como se informó previamente, un paquete. En este caso, lo que diga el Tony con respecto al nuevo no sirve para nada. ¿Por qué? Simple: siendo el Tony un matungo, todo lo que sea de matungo para arriba reviste, para nuestro informante, la categoría de “Es buen jugador, no creas”. Es como medir el Aconcagua con la regla de la escuela. O medirte el dedo meñique del pie con una cinta métrica de veinte metros. Quiero decir: no hay patrón de medida. Si el Tony es, al fútbol, lo que este columnista es a la astronáutica, sus valoraciones son de utilidad nula. O peor, porque puede ser que el nuevo sea apenas menos horrible que el propio Tony y que el mencionado Tony, maravillado, nos lo describa como una cruza entre el Beto Alonso y Juan Román Riquelme. Y con la primera pelota que toca advertimos nuestro error y nos queremos morir. Pero en fin.

Hay una situación más temible para los electores, que es cuando tienen que seleccionar al personal nuevo entre los “merodeadores”: esos que no tienen partido propio y se acercan al ajeno por si consiguen jugar. No tengo nada contra esta clase de futbolistas, y más de una vez nos puede haber tocado el triste papel de acercarnos a un partido ajeno a ver si nos invitan. Pero convengamos que el procedimiento entraña sus riesgos. Primero: ¿por qué el “merodeador” no tiene partido propio? Porque ha venido con la familia a comer un asado y ahora quiere disfrutar un rato de sano esparcimiento con gente de su edad. Error, amigos míos. Si se comió un asado, no lo queremos en nuestras filas. A duras penas conseguimos jugar a algo parecido al fútbol con el estómago ligero. Cargando con un kilo de carne y achuras más el fernet y el vino: ¿qué nos puede aportar este advenedizo? Es verdad que puede pasar que el advenedizo no esté ahí para un asado, sino porque se llegó hasta las canchas a jugar otro partido, más temprano, y que haya prolongado su estancia en el lugar por el solo hecho de dejar pasar la tarde. Y que se trate de un jugador, digamos, más o menos en serio. Error otra vez: si ya jugó puede ser que esté agotado, y encima ya se enfrió. Por lo tanto, a los diez minutos se desgarra el aductor y nos deja con uno menos. O no está agotado, porque juega con las manos en la cintura en cuatro metros cuadrados del sector ofensivo, y esa clase de sátrapas no nos sirven para nada. En otras palabras, desconfíe, estimado lector, de los advenedizos. Por supuesto que hay mil leyendas que hablan de “el desconocido que vino y la rompió”. Pero por cada una de esas leyendas dispongo de mil recuerdos contantes y sonantes de “el desconocido que era más malo que la droga”. De manera que, por mí, paso, señores.

Por último, un par de recomendaciones para los que tienen que elegir, cuando hay que hacerlo entre desconocidos. La vestimenta suele ser un buen indicio de “tipo que juega” y de “tipo que no juega”.
Sugiero desconfiar siempre del tipo que te viene con pantalón y camiseta del mismo club. Pantalón sólo, o camiseta sola, pasa como “soy hincha de…”. Pantalón + camiseta es un disfraz. Botines con tapones de aluminio: salvo que se haya llovido todo, y que la cancha esté sembrada con kikuyo de Eslavonia (o cosa así, disculpen, pero no conozco variedades de pasto), el tipo que viene con tapones de aluminio a jugar en esta cancha mugrienta que es pura tierra con alguna mata de yuyo, y dura como cemento para más datos, o es un asesino serial o es un paspado que no tiene ni idea. O ambas cosas. El resultado es que, por criminal o por infeliz, va a lastimar a alguno.

Por la contraria, algunos detalles del atuendo que pueden anunciar a un buen jugador: que te venga con una camiseta muy, pero muy, pasada de moda. No tiene señales de desgaste, pero porque son esas camisetas de los noventa que eran pura fibra y dan un calor de infierno, pero no se rompen nunca. ¿El tipo la usa y le queda bien, más o menos holgada? Perfecto. Significa que estos años estuvo jugando al fútbol, y no adobándose a sí mismo como un chancho. O al menos hizo ambas cosas, con cierto equilibrio.

Otro detalle: vendas. El tipo que, antes de jugar, saca las vendas del bolso, cruza una pierna sobre la otra y empieza a enrollar suave, metódicamente, la venda sobre sí misma, para después vendarse hasta la altura del tobillo tiene, al menos, un pasado. Y en este universo de matungos en el que nos movemos, tener un pasado no es poco.

Por último: botines gastados, preferentemente sucios. Significa que el tipo los usa con cierta frecuencia. No es que acaba de comprárselos con el único fin de que lo invitemos a jugar.
Indicios. Se me dirá que son escasos y falaces. Es cierto. Pero no creo que haya otro modo de conocer el alma humana y, lo que es más importante, la conexión que existe entre el alma y los pies.

 

Eduardo Sacheri (2013)