Eduardo Sacheri

LECCIONES DE PIANO. UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

Otro texto inédito de Eduardo Sacheri, autor de varios libros de cuentos y novelas, como "La pregunta de sus ojos", que llegó al cine y ganó el Oscar bajo el título "El secreto de sus ojos".

Por Redacción EG ·

13 de febrero de 2013

  Nota publicada en la edición de febrero de 2013 de El Gráfico

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Cuando estaba en segundo año del secundario se me ocurrió convertirme en pianista para enamorar a las chicas. Debo confesar que en aquella época yo era un tanto proclive a los proyectos faraónicos. Me dejaba llevar con facilidad por la fantasía, y compensaba mis numerosas inseguridades imaginando un futuro –cercano, tangible, palpable– en el que lograba alcanzar metas heroicas y complicadas. Si lo pienso a la luz de la madurez, creo advertir cierta ingenuidad en algunos de esos proyectos, cierta cándida confianza en que, consiguiendo “ALGO”, logrando “ESO”, las barreras que se alzaban entre la felicidad y mi persona iban a derrumbarse con júbilo y con estrépito. No temo que el lector me acuse de simplote y facilista. Y no lo temo porque yo mismo me acuso de ambas cosas.

Esta tendencia a confiar en hazañas de dudoso mérito, que me abriesen de par en par el porvenir, puedo rastrearla desde mi más tierna infancia. Recuerdo, por ejemplo, que en la Nochebuena de 1974 me obligué a dar una vuelta manzana completa, saltando sobre el pie derecho, bajo la consigna de “si no me caigo en toda la vuelta, Papá Noel me va a traer el revólver de cebita que le pedí”. No sé si fui capaz de la proeza, o si en algún momento cambié de pie de apoyo. Pero el desafío rindió sus frutos, porque el gordo de traje polar se portó de maravillas esa noche y depositó, sobre el falso abeto del comedor, un revolver de seis alvéolos que metía un batifondo de exterminio en cada disparo.

Cuando llegué a la adolescencia mantuve la costumbre de esos íntimos desafíos, pero cambió la materia: ya no me interesaban los revólveres a cebita, sino el amor de las mujeres. Sin ir más lejos, me pasé buena parte de séptimo grado planificando el ingreso al Liceo Naval. No lo hice porque me interesara la carrera militar, sino porque estaba convencido de que, vestido con el uniforme de cadete, ninguna jovencita de Castelar iba a resistirse a enamorarse de mí hasta la más recóndita de sus células. Finalmente el proyecto del Liceo no prosperó (no me preocupaban tanto los exámenes de ingreso como la dieta para bajar de peso que debería seguir si quería superar la prueba física). Pero me quedó esa especie de vicio por asociar una epopeya descabellada con el amor inminente de las mujeres de mis sueños. Y así es como, en segundo año del secundario, alumbré la teoría de que los poetas y los músicos tienen a las mujeres comiendo de la palma de su mano.

Según mi mamá, yo tenía un oído musical privilegiado. Y la imagen de mí mismo, agazapado sobre el instrumento, enérgico, concentrado, sentado sobre el alto taburete, el ceño fruncido, un mechón rebelde cayéndome sobre la frente, me seducía de tal modo que no podía concebir que a las chicas no les sucediera lo mismo.

Cuando le conté a mi madre mis proyectos musicales ella saltó de alegría. Claro que mantuve en secreto que el fin último de mi futura carrera de concertista era levantar minas. Me pareció mejor que creyera que lo mío era puro amor al arte. Y mi madre reflotó su hipótesis de mi privilegiado oído musical y prometió averiguar con las vecinas para que le recomendaran una profesora.

Unas semanas después yo me encontraba, un martes a la hora de la siesta, frente a la puerta de la que sería mi profesora de piano. No recuerdo su nombre, pero sí que era alta, de rasgos severos, ojos claros y una edad indefinida entre los sesenta y los doscientos veinte años. Su casa olía a comidas que en mi casa no se comían, o a una cera distinta para los pisos. O a las dos cosas. El piano estaba en el living de su casa y yo, que entraba por la puerta de la cocina, debía atravesar varias habitaciones y calzarme los patines al llegar a la sala, porque los pisos estaban encerados con paciencia de relojero.

Las primeras clases anduvieron bien. Versaron sobre ponerle un número a cada dedo, ubicar las siete octavas que tenía ese piano, aprender a ligar las notas en largas escalas ascendentes y descendentes, con la mano derecha en las escalas agudas y con la mano izquierda en las escalas graves y así sucesivamente. Lo cierto es que aprendía rápido, hasta el punto de que llegué a sospechar que tal vez mi mami, con ese desmesurado elogio de progenitora había acertado. El único motivo de inquietud lo tuve una tarde en la que mi profesora me señaló un magullón a medio cicatrizar que yo tenía cerca del codo izquierdo. Con ojos entrecerrados de sospecha me preguntó qué me había pasado. Evitando mayores precisiones, respondí “Gimnasia”, con ese laconismo que me caracterizaba a principios de la década del 80. La profesora frunció un poco los labios, aceptó mis dichos y murmuró algo así como “Cuidado con esos dedos, Sacheri. Cuidado con esos dedos”.

Yo tragué saliva y continué con mis escalas, bajo la atenta mirada de la pedagoga. Me cuidé bien de decir, porque podía ser chico y tímido, pero no idiota, que en realidad me lo había hecho jugando al fútbol y jugando como arquero, que era lo que yo hacía en esa época. Creo que alguna vez he comentado algo al respecto, de manera que no los voy a aburrir. El hecho es que pasé la adolescencia bajo los tres palos, supliendo con arrojo, reflejos y voluntad lo que me faltaba de talento. Tal vez para cualquier persona con dos dedos de frente, ser arquero y ser pianista eran ocupaciones antitéticas. Pero yo no estaba dispuesto a elegir. Una me gustaba mucho. Y a la otra la consideraba la llave maestra para seducir mujeres, según expliqué al principio. De manera que no iba a permitir que me vinieran con disyuntivas.

En alguna cena familiar mi madre había deslizado que, tal vez, mi carrera de pianista no era del todo compatible con mi puesto en la cancha. Pero yo le aseguré que siempre atajaba con guantes (era verdad), que me cuidaba mucho las manos (era mentira), que puesto a elegir entre evitar un gol y preservar el físico siempre optaba por lo segundo (era más mentira todavía) y que me importaba mucho más aprender piano que jugar al fútbol (era tan mentira que ahora me da mucha vergüenza reconocerlo, mamá, perdoname). Pero ¿qué adolescente no se siente un poco, o “un mucho”, omnipotente? Terminé segundo año y entré a tercero. Y porque estaba pegando el estirón, o porque el número de granos en mi cara tendía a disminuir, o porque mi cuerpo estaba dejando de asemejar un pequeño barril de ron de barco pirata o porque sí, las chicas empezaban a considerarme, al menos, un ser humano al que se podía saludar y con el que se podía mantener una conversación. Claro que yo lo atribuía, sin demasiado basamento científico, a mi más que promisoria carrera como concertista. La verdad es que me gustaba tocar el piano, aunque me aburría sobremanera tener que practicar una vez, y otra vez, cada uno de los ejercicios. En mi casa, por supuesto, no teníamos piano, y yo tenía que ir a practicar a lo de la profesora. La mujer no ponía la menor objeción a que yo ensayara en su casa. El problema es que ella podía oírme perfectamente desde la cocina. Y más de una vez, cuando después de aporrear durante un buen rato las teclas blancas y negras me disponía a hacer mutis por el foro, la buena señora me frenaba en seco, fruncía el ceño, detenía el empanado de las milanesas sobre la mesada de la cocina y con un sucinto “Falta práctica, Sacheri” me devolvía al ejercicio de Schumann.

Y así marchaba la vida, conmigo pasando a cuarto año, cuando tuve la mala fortuna de jugar ese partido de morondanga, en la clase de Gimnasia, contra los de quinto tercera. Si algún profe lee esta columna le ruego que no me corrija eso de “Gimnasia”. Ya sé que la materia se llama Educación Física. Pero el profesor petiso, morocho y haragán que debía darnos clase en el Dorrego, en aquellos años, no daba nada, salvo lástima. Así que dejémoslo en Gimnasia y gracias. Nos tiraba una pelota de fútbol para que nos masacrásemos sanamente entre cuarenta en una cancha de quince por quince, y se retiraba a descansar a un costado.

Y ahí, en ese partido tonto, uno de esos cotejos que no valen nada, una tarde de otoño que más me hubiera servido quedarme en mi casa, no tuve mejor idea que arrojarme en medio de un revoleo de patas a embolsar un centro rasante. Hasta ahí, todo normal. Pero quiso mi mala estrella que uno de los rivales, aunque la pelota descansaba mansita entre mis manos, me pusiera una patada feroz en la mano derecha. Ustedes no pueden saberlo, pero detuve durante veinte minutos la escritura de esta columna intentando recordar el nombre del imbécil. Sería una dulce venganza escracharlo en las páginas de El Gráfico. Pero por más esfuerzo que hago, no lo consigo. Baste entonces aclarar que era gordito, con pecas, estatura mediana, pésimo jugador. Ojalá te lleguen mis maldiciones, turro. Ojalá que sí. Pero no nos vayamos de tema. No creo que el fulano me haya pegado de mala leche. Calculo que lo hizo de puro imbécil. Y pasó lo que tenía que pasar. Mi dedo meñique derecho hizo un sonido raro, como “chack”, o como “toc”, y me produjo un dolor de incendio, y yo pegué un alarido de rabia y de miedo, porque me imaginé que acababa de fracturarme el dedo.

El profesor, viendo peligrar su descanso, se acercó a ver qué había pasado. Me palpó la mano con aires de entendido y diagnosticó “No tenés nada, pibe”. Y siguió el partido. En los días siguientes, mi dedo meñique fue tomando un aspecto monstruoso. Como si tuviera vida propia, aumentó su tamaño hasta un diámetro bastante superior al de mi pulgar, perdió toda movilidad y adquirió una tonalidad morada con vetas de verde topacio y azul volcánico. Cumplida una semana no quedó más remedio que asistir al hospital, y la radiografía no dejó dudas: fractura desplazada de primera falange del meñique derecho. Lo de “desplazada” es casi un eufemismo: los pobres huesos de mi pobre dedo quedaron formando la señal de “camino bifurcado”, pero en blanco sobre negro radiográfico, en lugar de los tradicionales negro y amarillo de los carteles de Vialidad Nacional.

Por supuesto, me enyesaron. Y por supuesto, mi profesora me recibió con el rostro consternado. Yo supuse que iba a decirme “No te preocupes, Sacheri, volvé cuando te saquen el yeso”. Pero lo que me dijo fue “Qué problema, Sacheri. En fin, vamos a aprovechar para practicar solfeo”. Y yo, que había pensado que el infierno era el castigo a los pecadores una vez fallecidos, me encontré alzando la mano sana en un rítmico zarandeo para marcar el compas de las interminables cadencias de sol-fa-si-do-do-do, fa-si-do, fa-si-sol, o cosa por el estilo.

En los pocos descansos que la prusiana disciplina de mi tutora consideraba menester administrarme, me urgía a abandonar la práctica del fútbol. “Es así, Sacheri, el fútbol o el piano”. Yo la escuchaba, sumiso, sin atreverme jamás a confesarle que el accidente en cuestión me había sucedido jugando de arquero. Confesarle eso habría sido casi como ponerme de pie sobre el taburete y aliviar mis necesidades sobre su piano, tal el tamaño de la afrenta. Mejor el silencio. El silencio y la paciencia. Que al fin y al cabo, lo único grave era esa tortura del solfeo.

Pero quiso mi mala fortuna que nos tocase jugar un desafío contra cuarto octava, un sábado de esos. Por supuesto, yo no tenía la menor intención de perdérmelo, aunque tuviese que jugar de defensor o mediocampista. De manera que ahí me fui, con mi yeso, al mejor estilo René van de Kerkhof en la final del 78, y guai de que me dijeran algo. Pero cuando nuestro arquero suplente se comió un gol pavote no pude con mi impaciencia y retorné a mi puesto natural. A mis compañeros les pareció lo más normal del mundo, y acordamos que alguno se mantuviera cerca para despejar los rebotes, porque con el yeso hasta el codo no iba a poder embolsar el balón.

Y ahí estuvo el problema. En lo de embolsar. Para tirarme al piso el yeso no era un estorbo tan grande, si uno tenía la precaución de caer sobre el otro brazo o sobre el codo de ese. Pero al no poder flexionar la muñeca ni los dedos, no tenía manera de aferrar la pelota. Casi todo el partido la cosa anduvo. De hecho, lo terminamos ganando con cierta comodidad. Pero en un centro lastimero que estos tipos tiraron a la desesperada no tuve mejor idea que ir con las dos manos arriba, con la idea de descolgar el centro al mejor estilo Carlitos Goyén (el arquero del Rojo en esos años). Pero como no podía doblar una mano se ve que me taré y la otra no me respondió. El caso es que la pelota me pegó, de punta, en el dedo mayor de la mano izquierda. Era una pelota dura, pesada, que encima estaba muy inflada. Y mi dedo medio de la mano izquierda soltó un siniestro “chack”, o tal vez “toc”, que me erizó los pelos de la nuca.

Y yo, mientras en el piso me retorcía de dolor (me retorcía, pero no me podía agarrar la mano herida con la otra mano, porque la tenía enyesada), me retorcía también de pánico pensando cómo iba a decirle a mi vieja que no sólo la había desobedecido en cuanto a jugar al fútbol enyesado, sino que había jugado al arco. Y si sobrevivía a la tempestad de la furia materna, me quedaba el tifón de la cólera de la profesora de piano, cuando advirtiera que no me quedaban brazos no digamos para tocar las teclas, sino ni siquiera para alzar durante el sol-fa-si-la-sol del maldito solfeo.

Esta vez no demoramos una semana en ir al hospital. Con mi dedo medio izquierdo ya en dimensiones de morcilla (y color al tono, por supuesto) enfilamos otra vez para el Santojanni. El médico me miró con conmiseración. Supongo que su mirada quería decir “Todo imbécil puede ser aún más imbécil”, y me dio la orden para la radiografía. La buena noticia era que mi dedo mayor izquierdo no estaba fracturado, aunque tenía un esguince de Padre y Señor nuestro. La mala nueva fue que, de todas maneras, iban a enyesármelo.

Salí del hospital sintiéndome un robot miserable, caminado con las dos manos enyesadas, y anticipándome a las burlas que mis amigos iban a dedicarme. No sólo parecía un Playmobil, sino que mi dedito mayor apuntaba al horizonte en un ademán lleno de procacidad. Pero lo peor no iba a ser la burla de mis amigos.

Lo peor fue presentarme en lo de mi profesora de piano. Cuando toqué la puerta (calculo que apreté el timbre con el codo) ella salió al porche, me miró de hito en hito, abrió muy grandes esos ojos fríos que tenía, y me soltó un discurso directo y conciso. “Sacheri, te dije que era el piano o el fútbol.”
Yo sabía que me iba a encontrar con esas palabras. O con otras muy parecidas a esas. Por eso me adelanté, le pedí disculpas y le tendí como pude, con la torpeza de mis dos manos enyesadas, los billetes para pagar las clases de ese mes. La saludé, me di vuelta, salí a la vereda y no volví nunca más.
Un par de semanas después me sacaron el primero de los yesos. Por supuesto que le prometí a mi madre que no iba a jugar al fútbol hasta que me sacaran al segundo. Y por supuesto mentí. Eso sí, me mantuve lejos del arco hasta que terminaran de desenyesarme.

Al final de todo el asunto, el dedo meñique de mi mano derecha mantuvo, desde entonces, una extraña deformación a la altura de la rotura. El otro dedo, por suerte, sanó sin dificultad. Pocos años después dejé el arco definitivamente, para aventurarme en el caos feliz del mediocampo. De todas maneras, mi madre sigue diciendo, para mi pública vergüenza, que debí haber seguido estudiando piano, porque tenía un oído musical privilegiado. Y yo, como en el fondo soy un niño bueno, prefiero callar la verdad, y darle la razón.
En cuanto a la tarea de enamorar mujeres, verdadero motor de toda mi aventura como concertista, siguió siendo una tarea ardua, compleja, y raramente coronada por el éxito. ¿Será por eso que terminé dedicándome a la escritura?

Por Eduardo Sacheri