Eduardo Sacheri

CALLATE, GORDO. UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

En otra entrega exclusiva, el autor cuenta su experiencia de presenciar Rayo Vallecano - Real Madrid y las inevitables y ricas comparaciones con la Argentina.

Por Redacción EG ·

21 de enero de 2013

 Nota publicada en la edición de enero de 2013 de El Gráfico

Imagen
La cancha del Rayo Vallecano tiene un aire a la de Argentinos Juniors. Está en un barrio, lejos del centro de Madrid, y las calles aledañas son tranquilas. Además, tiene tribunas sólo en tres lados de la cancha. Siguiendo con la comparación con la cancha del Bicho, en lugar de la calle San Blas y sus árboles lo que hay es un paredón y un edificio, y la gente se asoma a los balcones a mirar el partido. Y en eso se parece a la de Ferro. Qué cosa, eso de que uno siempre compara con lo que conoce.

Desde el centro de Madrid se llega en subte. Como quien va desde Plaza de Mayo hasta Caballito, estación más, estación menos. Subo las escaleras tratando de acostumbrarme a los ruidos, a los olores. No son los míos, claro. Faltan las humaredas de los puestos de choripán y el ruido de los bombos. Sin embargo, hay mucha gente en los alrededores del estadio. Toman cerveza en un par de bares y kioscos que están en la vereda de enfrente. Están llenos de gente, y eso me llama la atención, porque en la Argentina, para evitar los robos, los negocios cierran las rejas y atienden a través de ellas. Pero ahí, no. Entro a comprar una Coca de medio litro, para ver el asunto más de cerca. Me cuesta un euro, es decir, seis mangos. Bastante mejor que los quince que te cobran por un vaso de gaseosa adulterada en las canchas nuestras.

El Rayo juega contra el Real Madrid, y me cruzo con hinchas de los dos equipos. La proporción de camisetas es, más o menos, nueve del Rayo por cada una del Real. Van y vienen, despreocupados, alrededor de la cancha, mezclados, sin agredirse ni nada.

Me quedo quieto un rato para apurar la Coca, porque supongo que me harán tirar la botella antes de entrar, en el cacheo. A mi lado hay una señora mayor, de unos setenta años. Trajecito sastre, zapatos de taco, cartera haciendo juego. Combato mi timidez y le pregunto si va a ver el partido y me dice que sí, que no falta nunca. Y mirando con un poco más de atención, veo que hay mucha gente mayor, diseminada por ahí, esperando para entrar. Evidentemente, ir a la cancha no es un entretenimiento de riesgo, destinado especialmente a la gente joven apta para los apretujones, las corridas y los empellones de la Guardia de Infantería. A la cancha del Rayo va cualquiera. Incluso un adolescente japonés que llega, colgada del cuello, una cámara fotográfica con un teleobjetivo de treinta centímetros, que debe costar una fortuna equivalente a los alimentos necesarios para paliar el hambre mundial por varios meses. Me siento un poco tonto, yo que dejé el anillo de casado y el reloj en el hotel, por miedo a los choreos.

En la puerta de acceso me aguarda otra sorpresa. No hay cacheo. Una señora mayor me corta el talón de la entrada y me pide, eso sí, que deje el tapón de la gaseosa en un cesto de basura. Me excuso y me dispongo a apurar lo que me queda de líquido y me explica que no hace falta. Insiste con que simplemente le quite la tapa, que con eso es suficiente.

Subo las escaleras hasta la platea alta. Qué cosa. Eso de subir los escalones grises de cemento y, de repente, toparse con el verde furioso de una cancha de fútbol que refulge con el último sol de la tarde. Eso es igual de lindo en cualquier cancha, en cualquier país del mundo, me parece.

Fila cinco, asiento cuatro. Ahí me voy, ahí me encuentro, ahí me siento. En la popular, en cambio, la gente espera el partido de pie, sin hacer caso de las butacas. Tuve un largo debate íntimo, antes de sacar la entrada, el día anterior, sobre si sacar una popular o una platea. 40 euros la popu. 60, 75 y 80, las plateas. Descartadas rápidamente las más caras, hago la conversión correspondiente. 240 mangos la popu, 360 la platea alta. Me dije que muy pocas veces en la vida –tal vez nunca más– iba a tener la chance de ver un partido de fútbol en Europa. En un rapto de inconsciencia compré la platea. Puesto a elegir entre ver el calor de la hinchada, “los ultras” como les dicen allá, y ver mejor a esas superestrellas del Real, opté por la segunda opción. Estoy viejo, supongo.

Ahora, ya sentado en mi butaca, y resignados mis trescientos sesenta mangos, presto atención a los cantos. En general son más “recitados” que cantos. Sueltan una frase, hacen palmas, sueltan otra, palmas otra vez, para llevar el ritmo. De repente, me emociono al reconocer un cantito argentino. Es ese con música de Sergio Denis, cuyo estribillo dice algo así como “hoy querida mía, hagamos el amor con alegría”, y que es un hit perpetuo de las canchas nuestras. “Te quiero tanto”, se llama la canción. En Vallecas, la cantan con un “Vamos, Rayo, vamos, ustedes pongan huevos, que ganamos”, etc. Y yo no puedo evitar cierto orgullo argentino por nuestra influencia en la lírica mundial.

Los dos equipos hacen el calentamiento previo sobre el césped, media cancha para cada uno. Mensaje de texto de mi hijo, pidiéndome que le saque fotos a Cristiano Ronaldo. Como mi teléfono celular es de la época de la guerra de Troya, por más que enfoco y aplico el zoom, obtengo una imagen pésima, borrosa, en el fondo de la cual hay una manchita con dos piernas. Una pena, esta tecnología. Me vendría bien una cámara como la del japonés de más temprano, me lamento.

Cuando los jugadores del Madrid se encaminan al túnel para cambiarse, algunos hinchas del Rayo se aproximan a gritarles un poco. Pero no hay manga, ni alambrado, ni escudos policiales. Un par de gritos y listo.

Los equipos salen juntos para el partido. De nuevo los del Rayo cantan la de Sergio Denis. Alzo el cogote para mirar alrededor. Casi toda la gente que me rodea tiene camisetas o bufandas del Rayo Vallecano. La voz del estadio recita las formaciones. Silbidos para los del Madrid, acentuados cuando lo nombran a Mourinho. Dos palmadas cortas y rítmicas después de cada apellido de los locales. Di María es titular e Higuain va de suplente. El Chori Domínguez juega de arranque con los de Vallecas.

El partido empieza parejo, y yo opto de inmediato, a la hora de aplaudir, por el Rayo. Un poco por esta tendencia que uno tiene por simpatizar con el más débil. Y otro poco para llevarle la contra a mi hijo, con quien empezamos una fuerte polémica a través de los mensajes de texto. El Chori distribuye juego en el mediocampo. Pone un par de pases profundos para un delantero alto, jovencito, con pinta de rústico. Alonso está bien plantado de cinco en el Madrid. Cristiano espera bien pegado a la raya, apenas más allá de la línea del mediocampo. En un par de piques, lo deja pagando al marcador de punta. Mala señal, me digo, porque ya estoy convertido en un hincha del Rayo. Me reprendo por semejante toma de partido. Debería estar preocupado por Independiente, que no levanta cabeza y que viene de empatar con Quilmes. De hecho, seguiré preocupado por el Rojo, pero encima le sumo la preocupación inútil de que, con Di María, Cristiano se hace un picnic con el 4 y con el 2.

Dicho y hecho. A los quince minutos, Ronaldo manda un pase profundo por la banda izquierda, desborde de Di María frente al marcador de punta que queda con las piernas hechas una trenza, Benzema la toca a la red y uno a cero.

Tengo un sobresalto cuando el gordo que está sentado a mi derecha salta de su butaca y festeja el gol del Madrid. Lo grita y se abraza con su vecino. “Callate, gordo”, me digo para mis adentros. A ver si la cosa se pone brava y termino cobrando. Pero no pasa nada. Más allá, otro grupito festeja. Unas filas arriba, otros más. La gente del Rayo ni mosquea. Sacude la cabeza, sí, contrariada. Mi vecino de la izquierda se queja de lo lento que es el marcador de punta. Coincido con él, un poco porque sí y un poco para que advierta, por mi lamento, que no tengo nada que ver con el gordo que le acaba de festejar el gol en la cara. Que nunca está de más ser precavido, me digo. No tardo en recibir las burlas de mi hijo, que me gasta desde casa, en nuestro perpetuo conflicto Real Madrid–Barcelona.

El Rayo busca el empate. El Chori conduce. ¿Es impresión mía, o aún este equipo modesto y pequeñito de las afueras de Madrid intenta jugar con la pelota contra el piso y buscando a un compañero? Lo comparo con el dolor de ojos que me provoca, en general, el fútbol nuestro. Y como no quiero convertirme en el típico argentino envidioso de lo que en la patria no se encuentra, no sigo con esa línea de pensamiento.

El Madrid mete un par de contras terroríficas, pero el arquero resuelve bien. El gordo del Madrid sigue festejando cada avance, y yo sigo pidiéndole tácitamente que se calle y se quede sentado, porque sospecho que tarde o temprano va a agotar la paciencia de los locales. Casillas resuelve un entrevero en el área y termina el primer tiempo. Mi hijo, que me tiene definitivamente alquilado, sigue gastándome por mensaje de texto. Me prometo, al volver a Buenos Aires, secuestrarle el celular por tiempo indefinido.
Cuando los equipos vuelven a la cancha para la segunda mitad, un nene de diez, doce años, se pone de pie para aplaudir a Cristiano Ronaldo. Es gordito, flequilludo, con cara de pocas luces. Candidato a que lo gasten, a que lo manden callar, a que le digan algo por esa devoción por el odiado ídolo visitante. Pero no pasa nada. Otra vez, y van cincuenta, no pasa nada. Los cientos de hinchas del Rayo aceptan que el pibe es del Madrid y que tiene ganas de aplaudir a su héroe. Y cada cual sigue en lo suyo.

En la popular, los “ultras” despliegan una pancarta criticando a Esperanza Aguirre, hasta hace unos días alcaldesa de Madrid. Ella es de derechas, y Vallecas es un barrio socialista.

El Rayo sigue buscando, tiene un par de aproximaciones, y el Madrid se para de contra. En una de esas contras, el árbitro cobra un penal dudosísimo. La gente del Rayo se indigna de pie. El gordo festeja por anticipado, también de pie. Cristiano lo patea con clase y pone el dos a cero. El gordo vocifera. Ahora sí, me digo. Ahora lo embocan. Y de paso, me ligo un par de piñas de rebote. “Así, así gana el Madrid”, corea la hinchada del Rayo, denunciando la prepotencia de los ricos. Pero lo gritan hacia la cancha, hacia el equipo vestido de blanco. No se lo gritan al gordo. Y el gordo, por su parte, no se indigna con el grito. Cada cual hace lo suyo, es decir, lo que quiere y lo que tiene ganas, y lo que siente y le sale.

Al Madrid le anulan un gol. El Gordo se queja. Mi vecino de la izquierda, con su bufanda del Rayo, le explica que estuvo bien anulado. El gordo insiste. El otro también. Sacuden la cabeza, y dan por zanjada la discusión. Por supuesto no van a ponerse de acuerdo. Pero, otra vez, no pasa nada. Son dos tipos mirando el mismo partido, separados por una butaca –ocupada por un pelado argentino que, en esto sí, les tiene una envidia desbocada–. Y pueden hablar de fútbol y seguir mirando.

La gente del Rayo sigue alentando. Gritan “se puede”, entre palmas, como hacen ellos. El Chori se va reemplazado y aplaudido. Mi hijo me gasta por lo bien que Cristiano pateó el penal. Nobleza obliga, le contesto que tiene razón.

Entra Higuain. Con espacios, Cristiano refuerza el picnic por el lado izquierdo. Le sirve un gol hecho al Pipita, que le pega desviado. Cristiano se da vuelta, hace un gesto de fastidio con los brazos. “Lo manda en cana”, digamos, y yo me anoto una razón más para que el virtuoso portugués me caiga un poco peor cada día. Tres minutos después se da la inversa. Centro bajo del Pipita, y Cristiano con todo el arco libre la hace rebotar en el palo. Higuain lo aplaude, de todos modos. Bien, Pipita. Enseñelé, a ese maleducado.
Los del Rayo aprovechan la chambonada de Cristiano. Al unísono, le gritan “Ton... to. Ton... to”, con un ritmo una sincronización envidiable. Diez, doce veces. Después lo cambian por “Tris... te. Tris... te”. Otra decena. Al final, para mi alegría, lo cambian por “Me... ssi. Me... ssi”. Me apresuro a mensajearle la circunstancia a mi hijo. Algo de revancha, después de todo.

Termina el partido y los del Rayo aplauden. Los del Madrid se incorporan, satisfechos. En cinco minutos se vacían las tribunas. Claro, acá no hace falta que la policía encierre a los locales, como si fueran bestias de la selva, para alejar y poner a salvo a los visitantes.

Me tomo el subte donde están, naturalmente, todos mezclados. Y no puedo evitar cierta envidia del modo en que esta gente convive y se tolera. Y la tristeza de que nosotros no sepamos hacerlo.
Corrijo. En realidad no es que no sepamos. Alguna vez supimos. Hace veinte años la gente podía convivir en una tribuna. Y gritar los goles. Y salir de la cancha al mismo tiempo. Y mezclarse afuera del estadio, antes y después de los partidos. Pero lo perdimos. En algún momento, por imbéciles, nos convencimos de que el amor era “el aguante”, y que el único trato que merece el que es distinto es la burla, la violencia y del desprecio.

No me interesa que las canchas argentinas tengan la asepsia de los quirófanos, ni que la gente mire los partidos con la admiración circunspecta del público de la ópera. Pero sí quiero ir a una cancha donde las señoras grandes puedan ir con tacos y con cartera, y los pibes puedan aplaudir al que se les dé la gana, y pueda cruzarme con los policías sin temor a un bastonazo nacido de la desconfianza o el resentimiento.
Si fuese así, si fuésemos capaces de convivir como gente, me banco cualquier cosa. Hasta el vaso de gaseosa aguada a quince mangos. Hasta esos matungos que te hacen doler los ojos, porque no pueden poner dos pases seguidos. Hasta esas sucesiones de ocho cabezazos y catorce despejes a dividir, mirá lo que te digo.

Por Eduardo Sacheri