Maradona y El Gráfico

EL GOL INMORTAL

Por primera vez en 35 años, la epopeya de Diego frente a Inglaterra en el Mundial de México se recuerda y se recrea sin su creador. Aquí, Daniel Arcucci recuerda y recrea cómo lo hizo Diego para escribir sus memorias. Y por qué desde aquel día, el gol de Diego, el gol y Diego, fueron inmortales.

Por Daniel Arcucci ·

22 de junio de 2021

“¡Este, este fue mi mejor partido en el Mundial de México!”, grita Diego Maradona, y empieza a describirlo antes de que las imágenes corran frente a él, en el gigantesco televisor que adorna uno de los cuatro livings de su casona en Palm of Jumeraih, la famosa palmera que es barrio en Dubai.

Es el jueves 7 de enero de 2016, despunta el año en el que se cumplen 30 redondos de aquel fabuloso logro y no, no está hablando, todavía, del partido contra Inglaterra. Para él, el mejor fue contra Uruguay: “Tendríamos que haber ganado seis a cero, seis a cero… Vas a ver, vas a ver todas las llegadas que tenemos. Una que me anulan a mí, una de Pasculli, otra de Burru, una de Valdano, otra más… Son seis, vas a ver”. Cuando termina el partido, encerrado en un pen drive y definición lejana al HD, viene el resumen y, sí, son seis llegadas. “¿Viste, visteeeeee?”, vuelve a gritar Diego.
Con el ánimo por las nubes, muestra orgulloso lo bien que está (lo bien que estaba), lo bien que juega (lo  bien que jugaba). Se acerca Grabiela, la cocinera, para preguntar que quiere cenar. “Carne con puré”, responde, sin sacar la vista de la pantalla, que sigue repitiendo jugadas. No se ha comido todavía, en la casa Maradona, pero hay sensación de panza llena, de recuerdos plenos.

En el camino hacia el comedor, con la música del “ñac,ñac” de sus ojotas de goma sobre el piso de mármol, dice, entusiasmándose con el libro “Así ganamos la Copa” que estamos escribiendo y cronológicamente acaba de pasar los octavos de final en su memoria: “Dani, tenemos que hacer un párrafo para el futuro del seleccionado argentino”.Le respondo que eso está previsto para el último capítulo. Durante la cena, se le ocurrirá una frase que será ideal para el cierre, antes de la palabra fin: “Y después de Messi, ¿qué?”, se preguntará, una preocupación tan genuina como vigente.

Un par de semanas antes, todavía en Buenos Aires y en plena Nochebuena de 2015, en el jardín de su casa de Villa Devoto, sobre la calle Cantilo, había pronunciado, tal vez sin quererlo, la frase que sería ideal para el comienzo, primera línea de aquellas memorias. Micrófono en mano, hablando ante su familia como si lo hiciera ante un estadio colmado, había dicho: “Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a los ingleses y uno de los pocos argentinos que sabe cuánto pesa una Copa del Mundo”.

Un par de semanas después, el jueves 8 de enero, el hombre que le hizo dos goles a los ingleses se disponía a recordarlos.

Aquel día, como era su costumbre, amaneció tarde, alrededor del mediodía, y como si la jornada anterior no hubiera existido. De Uruguay, entonces, ya no había ni vestigios, pero sí los había de Jordania, por una fascinante visita reciente. También hablaba de futuros viajes: “Quiero ir al cuerno de Africa, a la parte más pobre. Lo hablé con el Papa”, contaba. También de las ganas de comprarse un barco y de pescar tiburones. Todos esos recuerdos y proyectos los tenía con las patas en la pileta, de cara al sol implacable y junto a una de las lenguas de mar que recortan las imaginarias hojas de palmera que le marcaban límites a su barrio.“A la tarde, a la tarde”, dijo como respuesta a la sugerencia de seguir con el libro, que significaba seguir con… Inglaterra.

En el almuerzo, comió apenas un cuarto de un pescado que lucía muy bien y se quejó por la espinaca, que no estaba salteada, como había pedido, sino hervida. Eso hizo tambalear un poco el buen humor y se percibió la tensión. De pronto, Diego se levantó de la mesa, se fue al baño y, cuando volvió, estaba algo demacrado. Había vomitado. Al ratito dijo sentirse bien, mientras charlaba sobre chistes -no hacía chistes; charlaba sobre ellos- y no dejaba de prestar atención a cómo Federer le ganaba al búlgaro Dimitrov, en Brisbane. La sobremesa se alargó como nunca, se hicieron casi las tres y media de la tarde y empezaba ponerse en riesgo el plan “A la tarde, a la tarde”. A la propuesta de charlar sobre Inglaterra hubo otro no como respuesta: “¿Sólocovó?”, dijo, sin enojo. “A las seis, seis y media, nos sentamos. Y nos quedamos hasta las ocho, ocho y media”.

A las seis y media, sí, bajó. Y en vez de seguir derecho hacia el comedor, como siempre, enfiló hacia la sala, donde ya estaba con todo preparado para recibirlo: TV encendida, cámara de video, grabador, revistas, apuntes, preguntas… La merienda sería allí mismo, trabajando. “Bueno, ya está… Vamos a hablar de Inglaterra, ahora, ¿si?”.  

Y, sí, arrancamos a hablar de Inglaterra, entonces, mientras el partido corría frente a nosotros. Feo primer tiempo, ideal para tratar el tema Malvinas. “Sí, hablamos, pero más hablaron los periodistas. Y nosotros no estábamos enojados con Lineker o con Beardsley… Estábamos enojados con el gobierno que mandó a los pibes a pelear con zapatillas Flecha. Yo respeto mucho a los ingleses”, recordó. “Nosotros nos alejamos de todo el quilombo que querían crear los argentinos, porque si era por los argentinos teníamos que salir con una ametralladora cada uno y matar a Shilton, matar a Stevens, matar a Butcher, matar a Fenwick, matar a Sansom, matar a Steven, matar a Hodge, matar a Reid, matar a Hoddle, matar a Beardsley, matar a Lineker, y, la verdad, no. No era así. Ellos eran sólo nuestros rivales. Lo que yo sí quería era tirarles sombreros, caños, bailarlos, hacerles un gol con la mano y hacerles otro más, el segundo, que fuera el gol más grande de la historia”.

Recién cuando se habían cumplido diez años de aquel gol, en 1996, Diego había confesado en una catarsis, que se convirtió en columna en primera persona con firma al pie para El Gráfico, que había sentido aquello como una revancha, como un pequeño consuelo para las grandes y verdaderas víctimas. Dos décadas más tarde, en una especia de revisionismo emocional que no alteraba la esencia, había perfeccionado ese sentimiento: “Como yo me acordaba perfectamente de aquello, no jugué el partido pensando que íbamos a ganar la guerra, pero sí que le íbamos a hacer honor a la memoria de los muertos, a darles un alivio a los familiares de los chicos y a sacarla a Inglaterra del plano mundial… futbolístico. Dejarlos afuera del Mundial en esa instancia era como hacerlos rendirse. Era una batalla, sí, pero en mi campo de batalla”, reflexionó.

La celebración de los veinte años, en 2006, lo encontró en medio de un Mundial, como un hincha más, cómo no. Venía de disfrutar el 6-0 del equipo de Pekerman sobre Serbia, se había hecho una pasada por Munich para ver jugar a Brasil y la fecha exacta lo encontró levantando una copa de cerveza en un bar de Frankfurt, junto a su hija Dalma y amigos.

Para los treinta, entonces, estaba en su residencia de Dubai, obligado a recordar. Y el relato, por detallado, no tuvo desperdicio. Y hay que ir leyéndolo un segundo antes del desarrollo de la jugada, desde el comienzo. “¿Ves, ves? Es ahí cuando Reid me deja… Se que declaró que tiene pesadillas con eso, que me dejó ir porque era `como un potro salvaje`”.

Y allá se fue él con su recuerdo, mejor dejarlo: “La jugada nace ahí, en el pase de Enrique. Sí, más allá del chiste, el pase del Negro es fundamental. ¿Qué pasaba si le erraba por medio metro, eh, qué pasaba? Yo no la recibía como la recibí y no podía girar como lo hice, para sacarme a dos de encima, a Beardsley y al pobre Reid. 

Imagen Diego en pleno arranque, imparable.
Diego en pleno arranque, imparable.
 

En el giro ya me saco a dos, vayan contando… Enseguida se ve cómo Reid me abandona, cuando yo ya estoy lanzado, corriendo desde la derecha hacia el arco, dos metros más allá de la mitad de la cancha. Entonces me sale Butcher por primera vez. Yo le amago a irme por afuera y engancho apenas para adentro. Pasa de largo, el inglés, que gira y me empieza a perseguir, a perseguir… Yo lo voy sintiendo a él, atrás, a mi derecha, como si me estuviera respirando en la nuca.
Y también los veo a Valdano y a Burruchaga que me vienen pidiendo la pelota por el otro lado, por la izquierda, pero ¡los huevos se la voy a dar, los huevos! Si la pelota la traía yo desde mi casa…
Entonces me sale Fenwick. Y acá quiero hacerle un homenaje a los ingleses. Miren que no soy de regalarle nada a nadie, pero si hubiese sido contra otro equipo, ese gol no lo hubiese hecho, ¡no lo hubiese hecho! Me hubiesen volteado antes, pero los ingleses son nobles. Fíjense, fíjense, la nobleza de Fenwick, que me tira el manotazo, pero no me tira el manotazo en la cara… Me tira el manotazo acá, a la altura del estómago, y cuando me pega acá, es lo mismo que si me acuna como a un bebe. Nada. Ni lo siento, además de la velocidad y la potencia que traía. Pero, por eso digo que si hubiese sido contra otro equipo, quizás hoy no estaríamos viendo este gol. Después me leyeron por ahí que él dijo que estaba condicionado por la amarilla del primer tiempo, que tuvo que decidir en un segundo si hacerme foul o no, y que lo expulsaran. Cuando se decidió, me parece, la pelota ya estaba adentro. También dijo que, si me encuentra, no me daría la mano, pero yo creo que sí, que me daría la mano y hasta un abrazo.
 

Imagen El manotazo de Fenwick no puede detener a Diego que avanza imparable
El manotazo de Fenwick no puede detener a Diego que avanza imparable
 Butcher sí me tira un patadón. ¡No se imaginan lo que fue la patada de Butcher! Me da acá, abajo, a ver si me podía levantar y tirarme a la mierda. Pero yo llego tan armado ahí, tan armado, que cuando la toco tres dedos para mandarla adentro, me importa tres huevos la patada de Butcher. Lo sentí más en el vestuario, el golpe: ¡cuando me miré el tobillo no lo podía creer, lo tenía a la miseria!

Como ya lo dije mil veces, en el momento no me acordé de aquello que me había dicho mi hermano, el Turco, pero sí me dí cuenta que, aunque sea inconcientemente, eso me había venido a la cabeza. Y a los pies. Porque defino como el Turco me había dicho que lo hiciera. Así lo conté, en su momento. Resulta que años antes, en el 80, durante una gira por Inglaterra, en Wembley, yo había hecho una jugada muy parecida, pero muy parecida y definí tocándola a un costado cuando me salió el arquero... La pelota se fue afuera por eso, por nada, cuando yo ya estaba gritando el gol... El Turco me llamó por teléfono y me dijo: “¡Boludo!, no tendrías que haber tocado... Le hubieras amagado, si ya estaba tirado el arquero...” Y yo le contesté: “¡Hijo de puta! Vos porque los estabas mirando por televisión...” Pero él me mató: “No, Pelu, si vos le amagabas, enganchabas para afuera y definías con derecha, ¿entendés?” ¡Siete años tenía el pendejo! Bueno, la cosa es que esta vez definí como mi hermano quería... 

Imagen Shilton ya está en el piso, nada puede hacer, Diego está por concretar el mejor gol de la historia
Shilton ya está en el piso, nada puede hacer, Diego está por concretar el mejor gol de la historia
 Pero la verdad fue que Shilton me ayuda. Lo peor que hace Shilton, como se ve, es que no me tapa nada. A Shilton no le tengo que hacer ningún amague; le tengo que adelantar la pelota nada más... Hizo cualquier cosa menos taparme como un arquero normal. Cuando lo paso, yo ya sabía que era gol: la toco, tac, cortita, tres dedos para que la pelota entre mansita.  Y listo”.
Y listo. 52 metros, 44 pasos, 12 toques, 6 rivales, 10.87 segundos. ¿Qué más?

Como la jugada misma, el tema derivó. “Messi podrá ser más grande que yo, cómo no. Pero cuando el juez marcó el final y le habíamos ganado a Inglaterra con dos goles míos, uno con la mano y el otro gambeteando a todos, me di cuenta de que ya nadie iba a poder hacer algo igual: darle un respiro, un consuelo, a los familiares de los chicos que se habían muerto en la guerra, unos pocos años antes. Eso no se repetirá. Porque no habrá otra guerra mientras no haya otro Galtieri. Podrán hacer goles más lindos, no creo, pero eso no se repetirá… Sí, Messi le hizo uno igualito al Getafe. ¡Las pelotas! ¡Y yo le hice uno a Riestra, también, déjense de joder¡ Que ese parangón de los goles, ese parangón de los goles, lo jode a Messi y me rompe las pelotas a mì”.

Y habló del otro gol, por supuesto, del que nunca se arrepintió. Si hasta le hizo un juicio a un diario inglés que tituló “Maradona, el arrepentido”. Explicó: “Dije que sí, que había sido ‘La Mano de Dios’ porque fue la mano de Dios, no la mía, la que lo metió…”. 

Imagen Diego y la mano de Dios
Diego y la mano de Dios
 

El relato del partido se llevó más de dos horas. Y toda la energía. La merienda se transformó en picada. Y el mate, en vino. Con la panza y el corazón llenos, confesó, en presente eterno: “Es el momento sublime. Ese partido es el momento sublime de toda mi carrera. El que explica por qué los chicos de 10 años, que en la puta vida me vieron jugar, siguen hablando de mí. Porque los padres le cuentan…”.

Y así se seguirá haciendo, hasta el fin de los tiempos, con sobradas razones y con cualquier excusa. Como esta razón, como esta excusa, que da cuenta de que el mito cumple 35 años y por primera vez no está su creador para contarlo. Eso lo hace más emotivo, aunque no más grande. Porque inmortal ya era, el gol de Diego, el gol y Diego, desde entonces.