Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: la mochila de Leo

Ser el mejor tiene sus privilegios, pero también implica asumir responsabilidades y, lo que es peor, aguantar los endosos de un entorno que parece mandado a hacer para la malicia. Por suerte, al protagonista de esta historia no le incomoda cargar con los dardos venenosos.

Por Elías Perugino ·

05 de junio de 2014
 Nota publicada en la edición de mayo de 2014 de El Gráfico

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Mira si hay adoquines en la mochila: Argentina no sale campeón mundial desde hace 28 años, no juega siete partidos en una Copa del Mundo desde hace 24, no gana un título oficial desde hace 21…[1]

Mirá si hay pesas en la mochila: el hincha argentino vive engañando al corazón con las hazañas individuales de sus técnicos y jugadores en el exterior, apenas si aceleró sus latidos con un puñado de vueltas olímpicas de clubes locales en torneos continentales, gracias si se ilusionó con las consagraciones de las Sub 20 y con las dos medallas olímpicas, que no son poco, pero que no te remachan allá arriba, en el podio de la gloria eterna.

Mirá si hay yunques en la mochila: desde México 86 que al maldito embrujo no lo quiebra nadie. Ni la última brazada de Maradona con el potrero bohemio de Basile, ni el omnipotente Passarella con la magia del Burrito Ortega y el mejor Batistuta, ni el compromiso full time del Bielsa más encendido, ni la sabiduría docente de Pekerman en conjunción con la clarividencia futbolera de Riquelme, ni ese cóctel explosivo de Maradona en el banco y Messi en el campo…

Mirá si hay adoquines, pesas y yunques como para que ahora, muy sueltos de cuerpo, hinchas comunes, periodistas matriculados, panelistas indocumentados, chimenteros en picada, voceros del ninguneo, editorialistas de los 140 caracteres, futbolistas con o sin pedigree, ex jugadores carcomidos por la envidia, entrenadores expertos en estacionar colectivos en el área chica, dirigentes que no jugaron a la pelota ni en la Play, y toda la fauna que respira fútbol o respira GRACIAS al fútbol, venga a sostener, esgrimir, sentenciar que Lionel Andrés Messi, también conocido como La Pulga, no será jamás reconocido como uno de los más grandes de la historia del fútbol si no logra salir campeón en un Mundial.

¿Dónde está escrito? ¿Quién sentó jurisprudencia? ¿Desde cuándo y por qué? Calma, respiren tranquilos y relajados, que lo que sigue son oraciones más cortas que la del párrafo anterior. Que quede clarito desde esta misma línea: aunque fracase en Brasil 2014, Rusia 2018, Qatar 2022 y el eventual Neptuno 2026, nada ni nadie podrá bajar a Messi del Olimpo de los Cinco Grandes que ya comparte con Maradona, Pelé, Cruyff y Di Stéfano. Ya jugó en niveles inéditos de velocidad y tecnicismo. Ya consumó hazañas que ni siquiera imaginó Julio Verne[2]. Ya ganó, ganó y ganó títulos sin dejar de bordar arabescos insólitos con esa zurdita vivaz y picante. Ya noqueó récords futboleros que venían envueltos en la telaraña de la historia. Ya demostró que se puede ser un goleador serial sin la contextura física del Coloso de Rodas[3]. Ya colonizó al planeta con su habilidad extraterrestre, con el ejercicio leal de su condición de iluminado, con esa naturalidad para no apartarse jamás de la vereda de la sencillez, ni siquiera en la cima narcótica de la fama.

Sin embargo, los apóstoles del negativismo le exigen más. Le indexan el derecho de admisión a un espacio que ya se agenció sobradamente. Le piden, por ejemplo, que gane el Mundial que no le reclaman (y lo bien que hacen) a Cruyff y a Di Stéfano. ¿Cómo achacárselo al gran Johan, con su incidencia sustancial en la escuela holandesa del Fútbol Total y la Naranja Mecánica[4], con la inoculación feroz de su impronta deliciosa en esa marca registrada que se llama Barcelona? ¿Cómo enrostrárselo a la Saeta, el jugador total antes del Fútbol Total, el alma esencial del madridismo[5]? Pero a Leo, sí. A Leo se lo piden. Que gane el Mundial porque si no, no existe. Que gane el Mundial y que lo gane de taquito, porque si no, es un fracasado. Que gane el Mundial y que lo gane en Brasil, porque además de ganarlo lo debe ganar en tierra enemiga, en una geografía con tradición futbolera, como si en Suecia, Chile y México (donde se consagró Pelé, donde mojó Maradona) hubieran nacido los inventores del juego.

Una cosa es distinguir matices entre el club de los Cinco Grandes y otra, muy distinta, es solicitarle más credenciales a Leo para integrarlo a esa elite. No es líder, dicen. No es líder como Maradona. Y es verdad. El liderazgo de Diego era abarcador y sobrenatural. Era un liderazgo con demasiados tentáculos. Era un liderazgo futbolístico, era un liderazgo temperamental, era un liderazgo carismático, era un liderazgo de poder, era un liderazgo hasta político. Maradona jugaba bestial, guapeaba con los directivos, enfrentaba a la FIFA como un león hambriento, fue la bandera de la Italia oprimida del sur, era un Quijote sin Sancho Panza…

El liderazgo de Leo es más terrenal y, específicamente, futbolístico. Impone respeto desde su juego devastador, a partir de la dualidad que implica ser un engranaje más de un conjunto y, a la vez, una pieza única y determinante. Pero siempre dentro de ese planeta de césped de 110 por 70. Para Messi, el fútbol empieza y termina en el campo, no va más allá de la cotidianidad del barrio privado que es el vestuario. El envase accesorio le resbala, no lo registra, no le quita ni le dedica energía.

Quienes imaginan a Brasil como un campo de batalla plagado de artillería emocional (léase provocaciones del público en los estadios, mala onda en las calles, predisposición arbitral para favorecer al local), ya soltaron la sentencia: “Para ganar en Brasil, Messi debe ser Maradona”. Tal vez imaginen banderas argentinas tajeadas como en Trigoria[6], insultos al himno como en el Olímpico de Roma, un Codesal de ocasión[7] viendo penales inexistentes, un cruce a todo o nada con la selección de Scolari…

Pero si así fuese, si en la coctelera del destino se mezclara lo extradeportivo con lo futbolístico, lo sospechoso con el legítimo mérito de un adversario, Messi no será Maradona. Messi será más Messi que nunca e intentará esquivar los bombazos por esa vía. Es su modo, su estrategia inconciente. Así llegó y así se instaló para siempre entre los Cinco Grandes, lo acepten o no quienes le cargan más lastre a la mochila llena de adoquines, pesas y yunques. En la mochila de Leo nada pesa más que la ambición personal, que el desafío por escribir su nombre en letras doradas una vez más. No es que la historia le resulte indiferente o la desprecie, simplemente que no la necesita como combustible. Le basta con ver la próxima zanahoria.

Por Elias Perugino.


Textos al pie


1- La última conquista oficial de la Selección mayor fue la Copa América 93. Ganó su último Mundial en México 86 y cayó en la final de Italia 90.

2- Escritor francés (1828-1905), autor de varias obras de aventuras y ciencia ficción, como “Viaje al centro de la Tierra”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “La vuelta al mundo en ochenta días” o “De la Tierra a la Luna”.

3- Enorme estatua del dios griego Helios, construida en la isla de Rodas por el escultor Cares de Lindos en el año 292 a.C y destruida por un terremoto en el 226 a.C. Medía alrededor de 32 metros.

4- Así se apodaba a la magnífica selección holandesa de mediados de los 70, dirigida por Rinus Michels, que contaba con Cruyff como intérprete principal. Cayó en la final de Alemania 74. Ya sin Cruyff, Holanda también fue subcampeón en Argentina 78.

5- Di Stéfano vistió la camiseta merengue entre 1953 y 1964. Ganó 8 Ligas, 5 Copas de Europa y 1 Copa Intercontinental. Es presidente honorario del club.

6- En Italia 90, Argentina eligió concentrarse en el complejo deportivo romano de Trigoria. Cierta mañana, la bandera nacional apareció destruida. Nunca se supo quién lo hizo.

7- En la final, el árbitro mexicano Edgardo Codesal cobró un inexistente penal para Alemania, traducido en gol por Brehme para sellar el resultado definitivo: 1-0. Codesal no dirigió nunca más.

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