Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: balas que pican cerca

Si hubieran combatido el flagelo desde un principio, si nadie hubiera celebrado su cultura del aguante, si los verdaderos responsables no se hubieran pasado tres décadas mirando hacia otro lado, esta nota jamás se habría escrito. Pero hubo que hacerlo una vez más.

Por Elías Perugino ·

04 de agosto de 2013
 Nota publicada en la edición de agosto de 2013 de El Gráfico

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Crónica se animó. Podemos discutir si fue correcto o no, si la exhibición de un “documento periodístico” se justifica en todos los casos, si aporta a la solución del tema de fondo o si a esos efectos pesa menos que una pluma. Pero Crónica se animó. En su tapa del lunes 22 de julio publicó la foto del cadáver de Marcelo Carnevale, una de las dos víctimas[1] de la batalla del Bajo Flores, el episodio sangriento que desnudó, por enésima vez, la feroz interna de la barra de Boca.

Carnevale yace en el piso, con el rostro ensangrentado. Tiene abierta una campera con el escudo de Boca –perforada por el disparo que lo mató–, jeans azules y medias claras. Está descalzo, detalle menor si se repara que también está sin vida, sin alma y sin el futuro que tenía hasta un segundo antes de la bala. A su alrededor se desparraman los restos del combate: un centenar de vainas, rastros de sangre, lanzas confeccionadas con los hierros que se utilizan para los encofrados de una obra…

En otros tiempos, esa imagen me hubiera resultado escalofriante, tortuosa, difícil de asimilar. Ahora no. Ahora me resbala. Siento eso y no me gusta. Siento eso y me lo repregunto en un acto de introspección. Y me respondo lo mismo: me resbala. Contemplo la imagen con la misma gelidez con que podría estar observando la foto del nuevo refuerzo de San Lorenzo o de un toro campeón de la Rural. Será por la indignación y el hastío que provocan los barras, será por la acumulación de repugnancia, será por la cantidad de artículos que este y todos los periodistas hemos escrito en los últimos treinta años reclamando soluciones, decisiones firmes, políticas concretas, aniquilación de connivencias, sinceramientos a todo nivel.

En Olé sí. En Olé sí hay una foto que me parte al medio del escalofrío. Está en una página interior, bien valorada pero a un tamaño discreto. No se ve nada. No hay un muerto, ni manchas de sangre, ni más víctimas que un presagio. Es un cartel blanco, con letras oscuras, agujereado por una bala. No es un cartel de “prohibido estacionar” ni una publicidad del shampoo de Cristiano Ronaldo. Es el cartel de entrada del polideportivo del Colegio Marianista, ahí donde hacen gimnasia y practican deportes cientos de pibes, entre ellos mis sobrinas. Y en ese punto se desploman todas las defensas, se diluye la gruesa coraza del escriba profesional. Esa bala barra brava, ese proyectil vengador, atravesó el cartel con la facilidad con que también pudo despedazar a un pibe. La disparó uno de los barras prófugos con la misma impunidad con que lo hubiera hecho cualquiera de los barras muertos.
Y es en ese cruce, en la hipotética intersección de la bala con un pibe del Marianista, o de la bala con un chico del predio de Argentinos o de La Quemita, donde germina la necesidad de escribir lo ya escrito. De recorrer la huella que ya se transformó en hondonada. Aunque canse, aunque duela, aunque tengamos la sensación de escribir y hablar para las paredes.

Decía el Pollo Vignolo en su programa de Fox Sports, con cierto tono de indignación: “Basta con eso de que todos somos responsables. No, señor. Yo no soy responsable. Aunque trabajo en el medio del fútbol, no tengo nada que ver con esto. El periodismo no es responsable”. Y se suscribe. El periodismo, que no es ni la Justicia, ni el Estado, ni las fuerzas de seguridad, denunció y aportó datos desde siempre. Cumplió con su rol. ¿Quién puede decir lo mismo?

A principios de los 90, cuando El Gráfico era semanal y cabalgaba en la calentura de los hechos, se publicaron varias fotografías reveladoras, en las que aparecían los barras en los paraavalanchas, identificados por nombre, apodo y jerarquía dentro de la estructura mafiosa[2]. Algunos de esos personajes todavía pululan en sus células delictivas. Fue un documento novedoso para la época. ¿Pasó algo? Nada.

En la actualidad, un periodista especializado como Gustavo Grabia aportó, a través de sus trabajos para Olé y para TyC Sports, centenares de datos y evidencias. Describió hechos, situaciones y miserias del subsuelo de los barras, asumiendo altísimos riesgos personales. ¿Pasó algo? Nada.
El mismísimo domingo de la batalla, en los 600.000 ejemplares de Clarín salió la nota de Enrique Gastañaga alertando sobre un posible enfrentamiento entre las dos bandas que pujan por quedarse con los negocios de La Doce. “Con el diario del lunes todos somos Gardel”, dicen los funcionarios. Gastañaga les dio más soga: se los escribió en el diario del domingo[3]. ¿Pasó algo? Sí, se mataron a tiros sin que nadie previera nada.

Ya estamos acostumbrados a la balas y a los cadáveres. Tanto como a las expresiones efectistas del día siguiente: “Tarjeta roja para ciertas dirigencias deportivas que siguen protegiendo a delincuentes”, dice la señora Presidente de la Nación, que alguna vez elogió la pasión de los que gritan en los paraavalanchas sin mirar el partido (son los mismos que matan, señora Presidenta); “Los dirigentes crearon un monstruo de mil cabezas y ahora no tienen coraje para sacárselo de encima”, espeta el sorprendido Secretario de Seguridad[[4]; “Nosotros no creamos Hinchadas Unidas Argentinas ni dimos pasaportes”[5], se escuda el presidente de Boca, que antes decía que en su club no había barras y ahora no le dan los dedos para contar muertos.

El Estado reclama el compromiso de los dirigentes. Los dirigentes reclaman el compromiso del Estado. Y mientras la nube de palabras nos conduce hasta la próxima muerte, la sociedad les reclama a ambas partes, por millonésima vez, que se sienten a una mesa y trabajen en conjunto. Que no se pasen la pelota. Que el Estado no les pida a los dirigentes los nombres que ya sabe. Que dirigentes como los de Boca no hagan el chiste de entregar un padrón con 100.000 nombres[6] para ver si les marcan a los 500 que ellos podrían identificar hasta por los lunares de la espalda. A la bomba la activaron los dirigentes deportivos, sindicales y gubernamentales, y son ellos quienes deben desactivarla, les cueste lo que les cueste. Les toca a ellos y a nadie más. No al periodismo, no a los hinchas comunes y genuinos.

Es obligación del Estado impedir que el Fútbol Para Todos se transforme en Fútbol Para Nadie. Es obligación de los dirigentes asumir connivencias, deschavar protecciones, confesar debilidades. Se los exige la sociedad que los ungió democráticamente en sus cargos públicos. La sociedad que por la misma vía puede eyectarlos. Unos y otros no deberían ser ciudadanos con privilegios, sino servidores públicos.

No nos dejen solos. Eso les pide la gente. Porque mientras ellos se enroscan en sus dialécticas evasivas, está partiendo la próxima bala. Que puede ser para otro barra, para un ciudadano común o para uno de los pibes que hacen gimnasia en el campo del Marianista, igual que mis sobrinas.

Por Elías Perugino
NOTAS A PIE

1- Angel Díaz, el otro barra asesinado el 21 de julio, fue lugarteniente de Rafa Di Zeo, el ex jefe de La Doce. Entre otras batallas, participó en el cruce con hinchas de Chacarita en la Bombonera, en 2003.

2- Apenas un ejemplo. En 1994, cuando el jefe de La Doce era El Abuelo, El Gráfico aportaba datos sobre toda la cúpula. Ya pasaron 19 años.

3- Con sólo leer el título (ni hablar del artículo entero), las autoridades podrían haber evitado el cruce que terminó con dos muertos. No se dieron por enteradas.

4- Según Sergio Berni, “los dirigentes alquilan colectivos, dan entradas, participan de la reventa. Con detener sólo a los que tiran del gatillo no hacemos nada”. Muy buenos argumentos para actuar sin vacilar.

5- H.U.A. fue la “barra oficial” durante el Mundial de Sudáfrica 2010. La integraron barras de diferentes equipos. Protagonizaron algunos incidentes y uno de ellos murió en un confuso episodio.

6- Boca remitió a las autoridades un padrón con sus 100 mil socios para que les marcaran a aquellos que debían aplicarles el derecho de admisión. Insólito.