Las Crónicas de El Gráfico

Más que mil palabras (sobre la guerra en Somalia): el perímetro

Una imagen premiada nos transporta a las calles de Somalia, donde se arriesga la vida por jugar.Un texto de Martín Mazur.

Por Martín Mazur ·

19 de marzo de 2013
 Nota publicada en la edición de marzo de 2013 de El Gráfico

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CUANDO EN EL BASQUET se habla de un tiro desde el perímetro, la referencia nada tiene que ver con un literal perímetro de tiro. Pero como demuestra esta imagen tomada desde lo alto de un estadio en Mogadiscio, Somalia, el perímetro no necesariamente tiene que ver con la línea para marcar tres puntos. 

Allí, entre las siluetas que se cuelan en la zona pintada, está Suweys, que con sus 19 años capitanea a su equipo. Suweys, como el resto de esas siluetas imperceptibles, es una mujer. Sí, básquet femenino en una nación sometida a una ley con espíritu talibán.

Desde arriba la observan hombres armados como el de la foto, desganados o aburridos, esperando quizás un día o una noche, para ajustar la mira y disparar. El aparente desgano puede ser similar al de esos leones que se ven bostezando a pocos metros de sus presas. Hasta el día en que les da hambre. Pero Suweys, que le saca más de una cabeza al resto de sus compañeras, admite que lo único que quiere es encestar. Aunque ponga en riesgo su vida en cada partido.

La foto, tomada hace un año por el danés Jan Grarup, forma parte de un reportaje que ganó el premio World Press Photo 2013, en la categoría historias deportivas.

No hace falta haber estado allí para darse cuenta de que un disparo no sería algo inesperado. Los muros están llenos de agujeros. Y no son producto de la erosión ni de las tormentas de arena. Son tiros. Algunos de los agujeros son igual de grandes que las cabezas de los espectadores. Allí no sólo se disparó con rifles de asalto.





CADA DOBLE Y CADA  y cada triple es una puñalada a los cultores del régimen fundamentalista islámico que gobierna el país, para quienes los derechos de la mujer nada tienen que ver con el básquet ni con el deporte, con los festejos ni con las sonrisas. Aquí, las mujeres han sido lapidadas por mucho menos. Como el caso de Asha, que con 24 años fue acusada de adulterio y murió apedreada en 2008. Luego se comprobó que en realidad tenía sólo 14 años y había sido violada por tres integrantes del clan reinante en la ciudad. La última lapidación que trascendió internacionalmente fue en octubre del año pasado.

A Suweys y sus amigas las amenazan de muerte todo el tiempo. Algunas provienen de las milicias al-Shabaab, como el soldado de la foto. Otras son de defensores del régimen. Pero también las amenazan algunos hombres de sus propias familias. “A mí no me importa lo que digan. Lo que más me hace feliz en el mundo es jugar al básquet, porque allí olvido todos mis problemas”, le dijo Suweys a Grarup.

Su única preocupación cuando entra a la cancha es si su compañera se desmarca a tiempo, si le van a tapar el tiro o si quedó mal parada para defender. No piensa en los disparos que pueden llegar desde el perímetro. El otro perímetro.

Las jugadoras llegan hasta el pequeño estadio, ubicado a cuatro kilómetros del centro de Mogadiscio, envueltas en velos y vestidos largos según la ley del hiyab, que expresa que debe cubrirse la mayor parte del cuerpo femenino. Quienes usan burka tienen el rostro totalmente oculto, salvo por esa delgada línea que les deja los ojos a la intemperie. Otras eligen la cara descubierta y también se animan a liberar parte de su espalda, pero nada más. Suweys es una de ellas: entre sus atuendos, en un anaranjado incandescendente, se le adivina una camiseta alternativa del Milan. Tiene estampado el 10 de Robinho.

Como describe Grarup, “las mujeres tienen que ser muy discretas a la hora de decir que juegan al básquet. En Somalia es considerado anti-islámico ver a una mujer haciendo deporte”. Y dentro del sectarismo religioso, todo lo catalogado como “anti” equivale a ser un enemigo de muerte.





EL JUEGO O LA VIDA Cada día que se presentan a entrenar, las mujeres se ven obligadas a considerar esa doble alternativa. Sin contar con algunas propuestas más “contemplativas” que la ejecución, como la de mutilar la mano derecha y el pie izquierdo de las mujeres que practiquen deportes.

El vestuario tiene unas viejas pesas y una cortina enrollada que sirve para que las jugadoras se cambien de ropa. Tienen uniformes de Somalia y pantalones Adidas tipo pescadores. En un costado de la cancha también hay arcos movibles, señal de que, a veces, habrá que hacerse valer si hay futbolistas en espera. Con las camisetas y los pantalones varios talles más grandes, y los pañuelos firmemente ajustados sobre las cabezas, en una primera mirada el sexo de las participantes pasa inadvertido. Claro que las miradas son mucho más inquisidoras una vez sabido que todas las tardes, las mujeres se entrenan allí.

Desde el cemento donde juegan se pueden ver los techos de los edificios linderos, derruidos por los combates al punto de dejar al desnudo partes de su interior. Imágenes tan propias de Beirut, Gaza y Sarajevo, salvo por la particular arquitectura somalí, que recuerda el estilo nacido bajo la dominación italiana, fusionado con las reminiscencias persas y árabes de otros siglos.

Somalia lleva más de dos décadas consecutivas de padecimiento extremo y actualmente sufre una de las peores crisis alimentarias de su historia, con más de 3 millones de personas con riesgo de morir por desnutrición, prisioneras también del avance de los extremistas vinculados al espíritu talibán. La esperanza de vida asciende a apenas 48 años. Doce de cada 100 chicos mueren al nacer. Los que viven, en realidad sobreviven.

Allí donde cayeron los helicópteros Black Hawks estadounidenses, donde saquearon los cargamentos de comida custodiados por la ONU, donde se pasearon los Señores de la Guerra en sus autos de oro puro y donde se detonan cines o mercados para adoctrinar a sobrevivir con miedo. Allí, justo allí, en la capital más peligrosa del mundo, hoy, todavía, existe la posibilidad de entrar a una cancha de básquet. Y soñar con que el partido no termine nunca. Y si termina, al menos que no sea por un tiro desde el perímetro.

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Por Martín Mazur