Las Crónicas de El Gráfico

Más que mil palabras (sobre Muhammad Ali): el campeón

A los setenta años, el gran campeón mundial de boxeo sigue siendo el número uno en el mundo del deporte y también en el de la publicidad.

Por Martín Mazur ·

09 de octubre de 2012
Nota publicada en la edición de octubre de 2012 de El Gráfico 

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DOS PERSONAS. UN CAMPEON. Zaire. Vietnam. Rumble in the Jungle. The Fight of the Century. Mariposas que flotan y abejas que pican. Todo aquí, condensado en este patio de dimensiones similares a las de un cuadrilátero, pero con colores cálidos que poco tienen que ver con los altos contrastes de luces propios de un ring.

Estamos en el patio de la casa de Muhammad Ali, en Phoenix, Arizona. La toma pertenece a una producción publicitaria de la firma Louis Vuitton. El campeón está ahí, a la vista de todos, pero en realidad hacen falta uno, dos, como máximo tres segundos para divisarlo. El campeón de la foto no es Ali, sino el niño en musculosa, con guantes del tamaño de su cabeza y la mirada desafiante enfocada al horizonte.

Some stars show you the way, dice el aviso. Algunas estrellas te muestran el camino. Y completa: “Muhammad Ali y una estrella naciente”. La estrella naciente se llama Curtis Muhammad Jr –conocido como C.J.– y es el nieto del boxeador más grande de la historia.

C.J. es hijo de Laila, que también fue campeona mundial y se retiró en 2007 con 24 peleas y 24 victorias. Un año más tarde, cuando nació Curtis, Laila dijo: “Por cómo pateaba, estoy segura de que este chico será un atleta”. El tiempo le va dando la razón.

En la historia del boxeo y en las páginas de El Gráfico, Carlos Irusta ha visto y repasado todas las caras y todos los gestos. Por eso le consultamos sobre la autenticidad de la expresión de C.J. La primera reacción es de sorpresa. “Esa mirada es la de alguien que está esperando por salir a boxear. Un gesto así no se puede forzar. Este chico ya se muere de ganas por subir al ring. Está sacando pecho, con los hombros bien altos. Y la mirada, si te fijás, es muy parecida a la que tenía Ali en sus fotos de juventud”, confirma Irusta.

Los guantes que lleva son un detalle simbólico. Podría tenerlos puestos Ali en lugar de su nieto, y la mirada de campeón igual seguiría estando en la cara del pequeño C.J., que en el momento de la foto ni siquiera había cumplido los 4 años de edad.




LA PRODUCCION ESTUVO a cargo de la famosa fotógrafa Annie Leibovitz, que durante décadas retrató a grandes personajes de la historia moderna. En este caso, la misión fue entrar a la casa del más grande de todos, The Greatest. Una misión compleja pero superada. La paz que transmite Ali no deja ningún rastro de su lucha contra el Mal de Parkinson, enfermedad que le detectaron en 1984. Las gigantescas manos apoyadas sobre sus piernas, nudillos que explotan y músculos intactos, certifican el campeón que fue. Pero en esta foto Ali no es el boxeador, sino el abuelo.

Vale repasar años de imágenes que se atesoran en el archivo de El Gráfico para confirmar que no hay registrada una expresión así en su carrera. Incluso en fotos de reposo y tiempo libre, el hombre deja ver la tensión de la próxima batalla o la picardía de su última humorada. Aquí, no. Ni Cassius Clay primero ni Muhammad Ali después habrían prosperado con esa sonrisa de Mona Lisa y ese gesto diáfano y apacible, signo de quien ha transmitido todo y se enorgullece de eso.

En la imagen, no hay puntos de contacto físico entre el nieto y su abuelo, salvo por un pie gigante y otro diminuto que se cruzan formando una simbólica V, casualmente letra integrante del logo de una de las marcas más imitadas del mundo.

En 2010, la Coalición Internacional Anti Falsificaciones y la revista The Economist calcularon que las imitaciones ilegales de grandes firmas movían 600 mil millones de dólares al año. Marcas como Louis Vuitton tienen un equipo de artesanos que trabaja cada producto a mano, pero también otro equipo más grande de abogados, para rastrear y destruir cada pieza falsa. Aun así, hay muchas más falsificaciones que originales de Vuitton dando vueltas por el mundo. Muchas son burdas. Otras, más logradas, logran engañar a los no entendidos. Lo curioso es que falsificaciones y originales retroalimentan la marca y logran fortalecen su status.

Ali también sigue ganando dimensión gracias a sus imitadores. No a los que buscan falsificar su merchandising para vender productos falsos (que también existen), sino a los que quieren emular su estilo o ser como él, aunque nunca vayan a lograrlo. Desde hace tiempo, las campañas de publicidad de LV comenzaron a cimentarse en personajes originales e irrepetibles, integrantes de la campaña Core Values (valores primordiales). Pasaron Mikhail Gorbachov, Bono, Keith Richards, Francis Ford Coppola o Michael Phelps. Pocas de esas campañas –quizás solo la de Gorbachov– tuvieron el impacto mundial de la de Ali, definitivamente consagrado como un hombre sin tiempo, que bien ganado tiene el mote de deportista del siglo.




EL DUEÑO DE LA megacompañía a la que pertenece Louis Vuitton, LVMH, es el cuarto hombre más rico del mundo. Recientemente cobró notoriedad por querer nacionalizarse belga para evadir impuestos en Francia. Agraviado por políticos, denostado por el público que sueña con tener alguno de sus productos de lujo, Bernard Arnault comprobó que no toda publicidad es buena. Pero algunas, como esta de Ali, sí. Tiene el valor infinito de hacernos olvidar que se trata de un aviso publicitario.
Consumimos el momento, no el producto. Ali no está abrazando el bolso. Su nieto no está saliendo de él. Del bolso no salen cinturones ni coronas de otros tiempos. El bolso está a un costado, tirado en el piso. Es lo último que se mira. Un acompañante. Casi como el sillón.
La acción se centra en los dos personajes. El campeón que está a punto de salir a pelear y el guía que no le saca los ojos de encima. A un boxeador nada le importa más que el horizonte. A un abuelo nada le importa más que su nieto.
La foto es como una matrioshka, esas muñecas rusas que esconden sus propias miniaturas adentro. Ali parece estar mirando precisamente eso.

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Por Martín Mazur