Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: treinta abriles

Un aniversario puntual condujo al cronista hacia el túnel del tiempo y lo envió a una época más romántica del fútbol y del periodismo. Años sin celular ni internet, sin promedios ni tribunas con pulmones, en los que todo parecía más puro y artesanal.

Por Elías Perugino ·

25 de mayo de 2012
Nota publicada en la edición de mayo de 2012 de El Gráfico 

Imagen CANCHA de Tristán Suárez.
CANCHA de Tristán Suárez.
La tarde del 16 de abril de 1982 fue gris, algo brumosa y bastante fría para ser otoño. Lógico: el cambio climático y la capa de ozono [1] todavía no tenían chapa en el centimil de los diarios de hace 30 años. Estábamos en plena Guerra de Malvinas, aunque todavía no se había disparado un solo tiro. “Si quieren venir, que vengan”, había dicho el desquiciado de Galtieri, y los ingleses aún estaban viniendo.
Con el viento enrojeciéndole las mejillas, el muchacho se tomó el 306 -un destartalado bondi rojo que iba de Puente La Noria hasta Spegazzini-, y se bajó a la altura de la estación de Tristán Suárez, en plena Ruta 205, una trampa angosta, ondulante y sin banquinas. El muchacho caminaba sin rumbo con un botinero que contenía una birome azul de trazo grueso, un anotador flamante y una radio portátil con auriculares marca Crown. Buscaba una cancha y no la encontraba. Sabía que quedaba cerca, porque Tristán tenía diez cuadras por veinte, pero no la divisaba. Cancha, para el muchacho, era sinónimo de tribunas altas e imponentes, que debían emerger como dinosaurios de cemento por encima de la silueta lánguida de un barrio de quintas y casas bajas. Pero Tristán Suárez [2]  no era un club para esos estadios portentosos. Tardó en encontrarla porque la canchita de entonces tenía el mismo rectángulo de césped que hoy, pero apenas circundado por una minúscula platea oficial, que ocupaba menos de un tercio de un lateral y de casualidad si se divisaba por detrás del inmenso eucaliptus [3] que reinaba en la vereda. El resto del estadio era un desolador decorado de pasto y alambrado olímpico, más pasto y una casona con techo de chapas agujereadas que quedaba detrás de un arco, y que resultaron ser los vestuarios.

Tristán recibía a Muñiz por el torneo de Primera C y el muchacho no solo se aprestaba a cumplir con su primer trabajo profesional, sino también con el segundo. Vivir en Monte Grande, bien lejos del Obelisco, al final tenía sus réditos. Nadie quería ir “hasta el campo” para ver un partido de fútbol y entonces apareció la oportunidad doble: cubrirlo para La Verdad –pequeño y entrañable periódico de Ezeiza- y también para Radio Antártida, hoy Radio América. Ahí se complicaba la mano. El texto de La Verdad se podía escribir esa noche a máquina y se entregaba el domingo al mediodía en la casa del director, luego de otro paseo de ida y vuelta en el desvencijado 306. Pero para salir en la radio se necesitaba un teléfono. Un teléfono, en aquella cercana pero distante época sin celulares, handies ni computadoras, era un aparato gris con vivos blancos de ENtel [4], o un pesado adminículo más negro que un gato negro.

Tristán Suárez era un club tan modesto que ni teléfono tenía. Para hablar a la radio, para que el operador lo enganchara en la transmisión y para adivinar cuando le daban el pase -el retorno era bajísimo y con más frituras que en la cocina del Palacio de la Milanesa -, había que salir de la cancha. Salir y caminar dos cuadras hasta la casa de un directivo, que sacaba el teléfono por la ventana del living-comedor y lo depositaba en la mesita de granito del porche. Si el partido era un aburrido cero a cero, no había drama. Se podía disfrutar sin apuro de los sándwiches de queso y salame que preparaba el bueno de Don Rocco, el papá del técnico de Tristán, para agasajar a los cinco cronistas (uno de Crónica, uno de Radio Rivadavia, uno del diario lomense La Unión, uno de La Nación y el que hacía el doblete de La Verdad y Antártida). Pero si pasaba como ese 16 de abril, cuando Tristán ganó 4-0 con goles en los minutos 24, 55, 69 y 87, no solo había que olvidarse de la gaseosa y del manjar en pan francés, sino del partido mismo, porque no quedaba otra que caminar de ida y vuelta para llegar al bendito porche, rogar que el directivo hubiera dejado encerrado al perro negro que siempre ladraba cuando tocaba salir al aire, esperar un huequito en el relato de Ricardo Stecconi [5] y gritar bien fuerte… “¡Gol de Tristán Suárez!”.

Pocas cosas más frustrantes para ese cronista que escuchar, a mitad del regreso, el lejano grito del gol siguiente, que obligaba a llegar al estadio a las corridas, subir la escalera de a dos escalones, apelar a la generosa información que pasaba el de Crónica –un privilegiado que podía ver los 90 minutos enteritos–, descender la escalera de a tres escalones, correr hasta el porche, eludir al perro, respirar hondo para que no se notara la voz agitada y esperar el retorno minusválido para gritar otro gol, otra vez gol.

Hoy, treinta abriles después, al muchacho lo asalta cierta nostalgia de aquel tiempo que creía pasado y que, de repente, a fuerza de un aniversario redondo como la pelota, se le resucitó en el corazón. Nostalgia de aquel tiempo mesozoico donde los botines eran viril e invariablemente negros. Cuando los goles se gritaban con la boca abierta y las venas henchidas, sin que a nadie se le antojara apartar al compañero que venía para el abrazo como si se tratara de un ser despreciable, ni mucho menos ensayar coreografías “pachanescas“, ni besar anillos, tatuajes, antebrazos, muñecas o seis escudos distintos en el desarrollo de una carrera. Aquel tiempo de un buen diez en cada equipo [6], de tribunas sin pulmones, de punteros-punteros que no aceptaban con sumisión el vergonzante bautismo de “extremos”, de árbitros sin barniz de cama solar, de un técnico por año en cada club, de camisetas bien parecidas a las originales, de más amagues a puño limpio que violencia explícita. Años de todos los partidos a la misma hora, de torneos largos, de Metro y Nacional [7], de procesos de cuatro años en la Selección, de entrenadores sin un protagonismo desmedido, de “¡Informaaaa la vooooz del estadio!”, del jingle de Proveeduría Deportiva [8] y el infaltable de “¡El Grááááficoooo!”.

Aunque parezca que sí, el hombre que fue aquel muchacho no cree que todo tiempo pasado fue mejor. No. Hay que admitir: creció la infraestructura de los clubes, la televisión ofrece un sabroso banquete de fútbol globalizado, los preparadores físicos y la medicina deportiva optimizaron las prestaciones de los jugadores, el fútbol se transformó en una de las industrias que más familias alimenta en el mundo y, esencialmente, la pasión por el juego se incrementó, incluso creando anticuerpos para combatir el virus de los representantes buitres, las garras de la violencia y la absurda farandulización del ambiente. Todo eso es verdad, aunque al hombre que fue aquel muchacho hoy lo domine una profunda nostalgia, que tampoco sabe tan mal. De vez en cuando, mirar para atrás y escarbar en el tiempo ayuda a crecer, a galvanizar las raíces y a reafirmar una identidad. Pasaron treinta abriles. Y la peor noticia es que no volverán.

Por Elías Perugino

TEXTOS AL PIE


[1] Situada en la estratósfera, la capa de ozono fue descubierta en 1810. Actúa como filtro protector de las radiaciones nocivas del sol.

[2] Conocido popularmente como “el lechero”, el Club Social y Deportivo Tristán Suárez se fundó el 8 de agosto de 1929. Actualmente cuenta con un estadio para quince mil espectadores y juega en la Primera B Metropolitana.

[3] Perteneciente a la familia de las mirtáceas, existen alrededor de 700 especies de árboles de eucaliptos, cuyo nombre significa “bien cubierto”, en griego.

[4] ENtel (Empresa Nacional de Telecomunicaciones) nació en 1948 con el nombre de Teléfonos del Estado y desapareció como empresa pública en 1990.

[5] Notable relator de “Fútbol con estilo”, Ricardo Stecconi hoy es una de las figuras de la programación de Radio City Campana (FM 91.7).

[6] En 1982 la rompían jugadores como Bochini, Sabella, Ponce, Carlos López, Babington, Cañete, Gasparini, Brindisi…

[7] Entre 1967 y 1985 se jugaron simultáneamente el Campeonato Metropolitano (a partir del verano) y el Torneo Nacional (en los últimos cuatro meses de la temporada).

[8] El viejo jingle decía algo así como “Proveeduría Deportiva tiene de todo, todo, todo, para el deporte/Proveeduría Deportiva…/Caza, pesca, motonáutica…/Fútbol, básquet, camping…”




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