Las Crónicas de El Gráfico

1934. Un vuelo fugaz por la casa del fascismo

En pleno auge del profesionalismo, Argentina concurrió al segundo Mundial en la Italia de Musssolini con un equipo totalmente amateur y lo pagó carísimo: la eliminaron en el primer partido.

Por Redacción EG ·

12 de mayo de 2018

Si hubiera que resumir en pocas líneas lo que significó el Mundial 34 para Argentina, podría decirse que una Selección amateur viajó 13.000 kilómetros, pasó más tiempo en alta mar que en tierra italiana, jugó con dignidad un solo partido y regresó a Buenos Aires envuelta en la misma indiferencia que había provocado su partida.

Pero el segundo Mundial estuvo muy lejos de la bucólica indiferencia de nuestro medio. Porque se duplicó el número de federaciones interesadas y se jugaron las primeras eliminatorias de la historia. Y por las disímiles reacciones provocadas por la ostensible manipulación de ese torneo de parte de Benito Mussolini, Il Duce, quien lo utilizó descaradamente para promocionar el régimen totalitario que oprimía a Italia, conocido popularmente como fascismo.

Hasta el 8 de octubre de 1932, cuando el Congreso de la FIFA celebrado en Zurich aprobó la candidatura italiana, Mussolini había visto un solo partido de fútbol en su vida. Pero sabía que era un espectacular conductor de pasiones y no dudó en valerse de él para sus fines políticos. Se hizo explicar las reglas del juego, puso el aparato propagandístico del fascismo al servicio del Mundial y hasta eligió al técnico de la selección azzurra, Víctorio Pozzo.


Imagen El saludo facista de los jugadores italianos antes de la gran final. Fueron campeones y salvaron el pellejo.
El saludo facista de los jugadores italianos antes de la gran final. Fueron campeones y salvaron el pellejo.



Mientras Il Duce alimentaba su delirante sueño de reconstruir una suerte de Imperio Romano, el egoísmo de los clubes más poderosos jaqueaba la salud de la Selección Argentina. Desde la irrupción del profesionalismo, en 1931, las instituciones fuertes de Buenos Aires se nuclearon en la Liga Profesional de Fútbol y abandonaron a la Asociación Amateur, que poseía la afiliación a la FIFA. Fuertes como nunca, los clubes se negaron a ceder a sus grandes figuras, argumentando que habían invertido demasiado dinero como para enviarlos a una extensa travesía marítima de ida y vuelta. Consecuencia: Argentina concurrió al Mundial con un equipo integrado por jugadores amateurs, de inferior jerarquía a la de quienes sí pudieron integrar ese plantel, como Antonio Sastre, José María Minella, Carlos Peucelle, Herminio Masantonio o Bernabé Ferreyra, por nombrar a un puñado.

Dos semanas antes de embarcarse rumbo a Europa, el técnico italiano Felipe Pascucci, residente en la Argentina, juntó al plantel en Buenos Aires y comenzó a practicar. La mitad eran jugadores porteños, el resto venía del interior: Santa Fe, Chaco, Mendoza, San Juan…

Un sanjuanino, precisamente, sacó pasaje para el Mundial en una de las últimas pruebas, desarrollada en cancha de Racing ante el equipo local. José Nehín, más conocido como el Turco, entró en el segundo tiempo y marcó demasiado bien a una figura como el Chueco García. Además de capacidad para defender, demostró velocidad para pasar al ataque y un buen remate de media distancia. Condimentos que, sumados a su personalidad, lo llevarían a convertirse en el capitán de la delegación que partió silenciosamente en el buque “Athenia”.

Antes de zarpar, convocados por el diario La Razón, los jugadores escribieron un mensaje para los hinchas, donde agradecían un apoyo que, en realidad, no se había manifestado claramente: “En el instante de partir para Roma, donde nos espera el altísimo honor de representar al football argentino en el campeonato mundial, saludamos a los compatriotas y les prometemos que, en la medida de nuestras fuerzas, sabremos corresponder en el campo de la lucha a la simpatía y a la confianza con que nos acompañan espiritualmente.”


Imagen El seleccionado argentino amateur que cayó 3-2 ante los suecos. Arriba: Pedevilla, Belis, Freschi, Nehín, Urbieta Sosa, Arcadio López. Abajo: Rúa, Wilde, Devincenzi, Galateo e Irañeta.
El seleccionado argentino amateur que cayó 3-2 ante los suecos. Arriba: Pedevilla, Belis, Freschi, Nehín, Urbieta Sosa, Arcadio López. Abajo: Rúa, Wilde, Devincenzi, Galateo e Irañeta.



En realidad, nadie se había conmovido por la partida. Todo lo contrario: imperaba el más profundo de los escepticismos. Para el ambiente futbolístico, no tenían la más mínima chance. Y eso quedó claramente expresado en la carta que Nehín escribió para el diario sanjuanino Tribuna durante la escala en el puerto de Santos: “Nosotros, los chacareros, les vamos a demostrar a los profesionales que también somos argentinos en el torneo de Roma.” En esa escala brasileña tuvieron su única “práctica de fútbol”, un livianísimo amistoso ante los marineros de a bordo...

Mientras Argentina cruzaba el Atlántico, el torneo entraba en clima. Por extraño que parezca, el país organizador tuvo que jugar la eliminatoria, que Italia ganó por nocaut en el primer round. Goleó 4-0 a Grecia en Milán, y los griegos, deprimidos ante semejante cachetazo, renunciaron a jugar la revancha. Un episodio tan curioso como que Estados Unidos y México dirimieran su cupo en la mismísima Roma, apenas tres días antes del partido inaugural del Mundial, con victoria para los norteamericanos por 4-2. Y otra curiosidad insoslayable fue la voluntaria ausencia de Uruguay, el campeón defensor, todavía dolido por el escaso nivel de adhesión que los europeos habían mostrado ante el torneo que los orientales habían organizado cuatro años antes.

Increíble pero real: los organizadores decidieron que la primera fase fueran ocho llaves con eliminación directa. Poco menos que una falta de respeto para equipos como Argentina y Brasil, que corrían el riesgo de viajar larguísimos días para disputar un solo partido.


Imagen El arquero sueco Rydberg carga contra el capitán argentino Alfredo Devincenzi, jugador amateur de Estudiantil Porteño.
El arquero sueco Rydberg carga contra el capitán argentino Alfredo Devincenzi, jugador amateur de Estudiantil Porteño.



El sorteo determinó que la Selección debiera medirse en el estadio Littorale, de Bologna, contra el poderoso equipo de Suecia, integrado por varios jugadores de enorme jerarquía, animadores del torneo profesional italiano. Dicho en pocas palabras, no había equivalencias. Un conjunto amateur y sin demasiado entrenamiento enfrentaba a jugadores de elite, en impecable estado físico y técnico. Y allí, como testigo privilegiado, estaba Luis Elías Sojit, transmitiendo el primer partido en vivo desde Europa para la radiofonía argentina. Partidos son partidos, diría Perogrullo. Y ese Argentina-Suecia no fue la excepción. Cuando la pelota de tiento empezó a rodar, parecieron esfumarse las diferencias potenciales a favor de los europeos. Con mucha entrega y amor propio, el mix entre porteños y chacareros desplegó un fútbol más que digno, al punto que Argentina estuvo dos veces arriba en el marcador, en el arranque de cada tiempo. Belis puso el 1-0 y Galateo el 2-1, pero Jonasson estampó el doble empate. Recién sobre los veinte minutos finales se notó la declinación de los argentinos. Suecia presionó y llegó una y otra vez, hasta que Kroon, a diez minutos del final, venció las manos del arquero chaqueño Freschi con un remate de media distancia. Era el amargo telón para la segunda participación argentina en un Mundial, aunque nuestro país dejaría un sello más auspicioso por otro camino…

Con la finalidad de edificar un equipo campeón, el técnico italiano no dudó en fichar a cuatro argentinos que actuaban en el medio local: Luis Monti, Enrique Guaita, Atilio Demaría y Mumo Orsi. Ellos y el brasileño Guarisi se transformaron en el toque de distinción de una selección que jugaba con una presión que bien podía medirse en toneladas: lograr el título para satisfacer el pedido de Mussolini. Digamos que las visitas de Il Duce a la concentración distaban mucho de ser simpáticas o relajantes. Solía despedirse con una frase que quedó patentada en la historia: “Y ya saben: si no ganan la Copa, ¡crash!”,  decía al tiempo que se pasaba el dedo índice por el cuello. Una amenaza que él y su deplorable régimen concretaban con una tenebrosa naturalidad en toda Italia. Cada vez que escuchaba eso, Luisito Monti, el mismo que había sufrido amenazas de muerte defendiendo a Argentina en Uruguay 30, maldecía su paradójica suerte: “¡Qué desgracia la mía! Hace cuatro años me mataban si ganaba y acá me van a matar si perdemos…”


Imagen Una escena de la final entre Italia y Checoslovaquia.
Una escena de la final entre Italia y Checoslovaquia.



Por suerte para Monti y sus compañeros Italia pasó sin problemas a Estados Unidos, salió ileso de la tremenda doble batalla con España, eliminó con un gol de Guaita al equipazo de Austria y llegó a la final con Checoslovaquia. Para variar, la noche anterior recibieron a Mussolini y escucharon su “charla técnica”: “Si los checos son correctos, nosotros seremos correctos. Pero si nos quieren ganar de prepotentes, el italiano debe dar un cazote y el adversario caer… Buena suerte. Y a no olvidarse de mi promesa: ¡crash!”. Semejantes palabras eran un símbolo de la impunidad fascista. Los checos sabían que su suerte estaba echada. Por las buenas o por las malas, sería muy difícil que obtuvieran el título. Se pusieron en ventaja a veinte del final, absorbieron el empate y entregaron hasta la última gota en el alargue, donde Schiavio metió el agónico gol del campeonato.

Al final lo tiñó el bochornoso protagonismo de Mussolini. Le entregó la Copa al capitán Combi y se quedó a su lado cuando un grupo ataviado con las camisas negras fascistas le daban otra más grande, con la leyenda “Coppa del Dulce”. El arquero italiano no pudo despreciarla y terminó haciendo equilibrio con un trofeo en cada mano, mientras Mussolini le arrebataba el espacio estelar a Jules Rimet. Fue el oscuro epílogo para un torneo que Argentina despreció. Para el Mundial que lo obligó a viajar 13.000 kilómetros para jugar 90 míseros minutos.