Las Crónicas de El Gráfico

El escape, más que mil palabras sobre un amistoso en zona del ISIS

Juega el equipo de azul contra el equipo de rojo. Hay un tiro libre. Y hay muchas cosas más.

Por Martín Mazur ·

03 de octubre de 2016
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Escenas de la vida deportiva es un cuento de Fontanarrosa que describe magistralmente los preparativos de un partido de sábado a la tarde que nunca ocurrirá.

Tiene la anatomía costumbrista de todos los cuentos del Negro, con una descripción minuciosa de los rituales previos, y una conexión prodigiosa entre los personajes: está Jorge, que enrolla las vendas prolijamente valiéndose del paragolpes del auto; está Pepe, el que trae la pelota que todos los otros se habían olvidado; está Tito, el que demora una eternidad en cambiarse; está el Ruso, que se olvida de reservar la cancha; está Miguel, el que osa hablar de los relevos en ataque mientras los otros discuten de mujeres; el que no está es el Flaco, porque tuvo que viajar a Córdoba y los dejó pagando, y sin él también falta el inflador, clave en el desenlace del relato.

Con humor, el genial escritor rosarino desanda el transitar antes de jugar (en este caso, no jugar) un partido cualquiera.

Al ver las escenas de esta foto, es difícil no pensar en un Escenas de la vida deportiva pero adaptado a los cuentos más fantásticos de Fontanarrosa. En esta cancha no hay vestuarios, y los jugadores también se cambian junto a los autos, estacionados en posición privilegiada a lo largo de la línea lateral.

El escenario del partido es de por sí difícil de creer: una hendidura en el terreno rocoso y árido, casi una excavación en el medio del desierto. Detrás de uno de los arcos, la roca oficia de frontón. Es, obviamente, un lugar que da sensación de cobijo. También de guarida. Es una cancha secreta, oculta bajo la línea de la superficie y en el medio de la nada, con demarcaciones perfectamente trazadas en cal, con árbitros y asistentes, con público y tensión propia de una final. Casi un partido irreal.

 

Como en tantos otros partidos de tantos otros lugares, juega el equipo de rojo contra el equipo de azul.

No tenemos idea de lo que está pasando en los alrededores, pero sí sabemos lo que pasa en la cancha. Hay un tiro libre para el equipo azul. El arquero de los rojos se desespera desde el segundo palo: en la barrera quiere cuatro, cua-tro, y quiere que se queden ahí, que no se muevan más, según marca claramente con la mano arriba.

Ubicados en la puerta de la medialuna, los cuatro de la barrera dan algunos pasitos adelante, lo que provoca la queja del hombre parado frente a la pelota. Aunque no es el verdadero pateador quien se está quejando: todo indica que será el zurdo, brazos en jarra y concentrado como un rugbier antes de ejecutar la conversión, el que en definitiva pateará al arco. A ese no se lo saca nadie.

El árbitro no quiere saber nada con la distancia de la barrera. No hay spray para trazar una línea, pero sí hay tierra y para trazar líneas, basta con una marca hecha con el pie. Hay tanta tierra, de hecho, que en algunos primeros planos, la que desde arriba parece ser una prolija cancha de fútbol en arcilla, en realidad se transforma en una pista de rally. Un pisadero de polvo rojo que debe astillar los pulmones en cada inhalación.

No hay posibilidad alguna de que esta jugada termine en un centro. Sí, es cierto: cada tanto, en algún lugar del mundo, un equipo arma una jugada preparada a tres bandas en una obra maestra de la distracción y las cortinas, como aquel gol de Zanetti a Inglaterra en Francia 98. En lugar de patear al arco hay un toque corto, los dos que aparecen al fondo arrastran marcas, el otro que espera en el vértice del área pica en diagonal y la pelota le llega bombeada por encima de los contrarios, para dejarlo mano a mano con el arquero. La foto de por sí tiene ribetes escenográficos de fantasía, pero así y todo no hay ninguna chance de que algo tan fantástico como esto pase aquí. El juez de línea mide perfectamente la línea del offside. No hay agarrones porque nadie está esperando un centro, ni una jugada de laboratorio. El área grande queda totalmente libre, como si se tratara de un penal, más que de un tiro libre. Están todos esperando ver si el pateador zurdo elige arriba o abajo, izquierda o derecha.

En una cancha sin tribunas, el público se aloja en la tribuna imaginaria de uno de los lados, junto a los autos. Antes del partido, según refleja el fotorreportaje completo de la agencia AFP, jugadores y público compartieron té sentados junto a las combis en las que llegaron. Por suerte ya no les da el sol y la temperatura de la tarde se situó por debajo de los 30 grados, según marca el pronóstico del día del partido entre el equipo azul y el equipo rojo. Para el público hay abundancia de sillas de plástico blancas, apilables y fácilmente transportables.

El otro lado del campo queda reservado para los miembros oficiales de cada equipo, con camisetas violeta y lila. Pero allí también están las motos. Cuatro motos al borde de la línea, preparadas para arrancar en cualquier momento, pero que mientras tanto no dejan de oficiar de butacas preferenciales para sus ocupantes.

 

El tren de la vida es un crudo filme de 1998 que se vale del recurso del humor para contar la tragedia del Holocausto. Basado en una leyenda urbana de un pueblo ruso que desaparece en un tren errante, con sus integrantes disfrazados como prisioneros judíos y jerarcas nazis que los transportan a un campo de concentración como estrategia para el escape. Con la farsa como lenguaje y la música del compositor habitual de Kusturica, la tragedia del Holocausto queda de lado lo más posible, hasta el cruel regreso a la realidad inevitable.

Todos los elementos de la foto de equipo azul contra equipo rojo dan cuenta de algo similar: un partido montado como un escenario circense, como si la realidad no existiera.

La fecha certifica que la postal característica de un partido de sábado a la tarde, correspondió efectivamente a un sábado a la tarde. Pero mientras en el resto del mundo, la salida entre amigos o al club tiene un contexto de naturalidad, de certeza entre la ida y el regreso a casa, aquí está presente el peligro. Sólo un elemento de la foto lo certifica: la construcción de material que se ve semidestruida en el horizonte. Bombardeada.

El partido en la cancha secreta se juega en plena guerra civil. Se omitieron, hasta donde fue posible, locación geográfica y nombres propios. Estamos al sudeste de Siria, a kilómetros de la frontera con Irak. Juegan el Daraa y el al-Shuula, azul y rojo. No es una final, sino un amistoso. El fotógrafo es Mohamad Abazeed.

Es territorio del ISIS. También es tierra de una de sus mayores derrotas, que dejó a más de 40 terroristas apilados en imágenes que impresionan. Las dos aldeas cercanas fueron testigos de masacres a civiles, especialmente a mujeres y niños. No hay mujeres y niñas en esta foto.

En el encuadre tampoco aparecen los fusiles ni los combatientes kurdos, en uniforme militar, que esperan a un costado. Este partido es una pausa, un escape, antes de volver al mundo real que espera a todos, árbitros, jugadores, público y asistentes, apenas subiendo la cuesta.

Por Martín Mazur

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Nota publicada en la edición de septiembre de 2016 de El Gráfico