Las Crónicas de El Gráfico

La bandera, más que mil palabras sobre un atleta refugiado, en Río

La particular historia de uno de los atletas que se ilusionan con competir en los Juegos de Río como refugiados. En la favela donde viven lo llaman Hulk: se transforma a la hora de pelear.

Por Martín Mazur ·

31 de agosto de 2016
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Algunos deportistas no buscan hacer historia, sino escapar de ella. Uno de ellos es Popole Misenga, quien llegó a Río de Janeiro en 2013, para disputar el Mundial de judo. Sin saber nada sobre Brasil, mucho menos conocer el portugués, pidió asilo para poder escapar a las atrocidades que se vivían en su país.

Cuando Misenga tomó la decisión de quedarse en Río, sabía que el deporte que tanto amaba quedaría de lado. Difícilmente iba a poder volver a vestirse de blanco en otra competencia.

Jamás lo imaginó, pero tres años después de aquella bisagra en su vida, Misenga formará parte de los Juegos Olímpicos, como parte del grupo de refugiados que competirán en representación de la bandera del COI.

Una ruta impensada rumbo al momento que todo deportista sueña, aunque su ilusión era sobrevivir. El conflicto en el este de la República Democrática del Congo (oxímoron desde la denominación misma) dejó más de 5 millones de muertos y muchos más desplazados, refugiados y sin hogar. Si bien se decretó la paz, las matanzas continúan. Es la guerra más sangrienta del Africa moderna.

A Misenga le mataron a su madre. Su hermano desapareció. “Vi demasiada muerte, demasiada guerra. Aunque se declaró la paz, los militares aparecen sólo para matar, especialmente antes de las elecciones. Yo sólo quería mantenerme al tanto y dedicarme al judo”, le dijo al diario The Guardian.

El día que asesinaron a su mamá, en Bukavu, él escapó a tiempo y pasó varios días dando vueltas solo en la selva, hasta que lo rescataron y lo llevaron a la capital, Kinshasha. Tenía apenas 6 años.

Como muchos otros huérfanos, lo hicieron aprender judo para poder disciplinarlos. Seis años atrás, Misenga ganó la medalla de bronce en el Sub-20 de su continente. Pero no había nada para celebrar. Ante cada derrota, la regla era pegarles y dejarlos encerrados en celdas. A veces, hasta por dos días. Y sin comida. La brutalidad de los métodos hacía crecer gladiadores, más que deportistas.




Después de estar casi dos años sin competir, cuando a Misenga lo invitaron a entrenarse en Río, los judocas brasileños se encontraron con alguien sorprendentemente agresivo. La ferocidad es un buen atributo en las artes marciales, pero Misenga se pasaba de la raya del deporte a la de una cruenta lucha callejera.

“El trato que recibían los judocas en el Congo era inhumano. Aquí, desde que vino a entrenar con nosotros, el ambiente es muy cordial, pero hubo que superar los problemas iniciales, enseñarle la diferencia entre practicar y competir”, cuenta el entrenador brasileño Geraldo Bernardes, quien ya condujo a Brasil en 4 Juegos Olímpicos.

“Mi único objetivo era entrenar, entrenar, entrenar. Estaba obsesionado con ganar y eso hacía que me sintiera triste y nervioso”, recuerda Misenga. Cuando le dieron el uniforme y el cinturón, nadie esperaba encontrarse con un rompehuesos.

“El chico era brutal, muy brutal, lesionó y lastimó a muchos deportistas. Venía de una escuela que les enseñaba ganar a cualquier precio”, admite Bernardes. Jamás nadie le había inculcado el deporte como la comunión de un grupo de atletas que buscan los mismos objetivos. Así, el africano pasó de ser un lobo solitario a alguien que sabe convivir en una manada.

“Soy un guerrero, pero acá aprendí que estoy entrenándome con amigos. Es muy distinto al judo que aprendemos en Africa, pero ahora estoy más a gusto con el estilo brasileño. Técnicamente aprendí muchas cosas que ni siquiera sabía que existían, y que era lo que le faltaba a mi judo”, le reveló Misenga al sitio oficial de Río 2016.

Vive en la favela Bras de Pina, en Cinco Bocas, al norte de Río de Janeiro. Allí conoció a Fabiana, una brasileña con la que se casó y con la que tuvo a un hijo, Elías, de 15 meses. “Es fuerte, será un gran peleador”, dice. Todos los días, Popole Misenga le dedica entre cuatro y cinco horas de viaje al ida y vuelta hasta Jacarepaguá, para practicar con el resto del equipo brasileño en el gimnasio Reação. Su categoría es de hasta 90 kilos. Adoptado por la Confederación Brasileña de Judo (con 19 medallas olímpicas en su historia), recibe uniformes, comida, transporte y asistencia médica. Su compatriota Yolande Mabika también se entrena con el equipo femenino brasileño y sueña con representar la bandera olímpica en los Juegos de Río, que se disputarán en agosto.

Deportivamente, Masinga también se ilusiona con el fuego olímpico que aparece en el horizonte, pero humanamente sabe que dio el paso trascendental el día que decidió no volver a su país, que tiene una media de vida de apenas 48 años. “Representaré a todos los refugiados, no a mi país ni a ningún otro. Y ganaré una medalla por ellos”, repite decidido. Esa será su bandera.




“Estos atletas no tienen país, no tienen bandera, no tienen himno. Les ofreceremos un lugar en la Villa Olímpica con el resto de los atletas de las delegaciones, una señal de atención para que el mundo logre entender la magnitud de la crisis”, declaró Thomas Bach, presidente del COI.

El de Misenga y Mabika parece un cuento de hadas, pero hace tres años, la decisión que tomaron fue altamente riesgosa, con pocas posibilidades de éxito. Pedir asilo no es mandar un email. No es levantar la mano. No es llenar un formulario y esperar una respuesta. Es correr, escapar tratando de no ser visto y ya no mirar atrás. Eso es lo que hicieron ellos. Los delegados de su país les habían robado los vouchers de comida para la competencia. Se sintieron despojados y huyeron a una favela donde vivían varios africanos. Sin nada, sin plata, sin plan, sin futuro, pero en libertad. Le llevó poco tiempo convertirse en un personaje popular de su barrio. A Popole le dicen Hulk, el hombre bueno que se transforma a la hora de pelear.

Aun así, Misenga no vive del judo y tiene que rebuscárselas para vivir. La lógica sería haber escrito “sobrevivir”, pero sobrevivir es otra cosa. Y Misenga lo sabe mejor que ninguno.

Por Martín Mazur

Nota publicada en la edición de julio de 2016 de El Gráfico
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