Las Crónicas de El Gráfico

La vereda de los sueños

Cuando uno de tus lugares en el mundo se tiñe de tragedia, el corazón se estremece y hasta es posible que el aguijón de la culpa te envenene el alma. Esta es una historia que anuda ilusiones juveniles y una muerte inconsolable sobre las mismas baldosas blancas y azules.

Por Elías Perugino ·

08 de julio de 2016
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“Paren, no se vayan, vamos a charlar”, decía Norberto cuando el cielo rojizo del crepúsculo se rendía ante las primeras sombras de la noche. Como si respondiera a un guión, el farol de mercurio, que pendía de un poste marrón, se encendía justo cuando nos sentábamos en el cordón, listos para hablar de nuestras cosas, tan tontas y tan profundas, en La Vereda de los Sueños. Teníamos acné y las hormonas alborotadas, pero también el miedo suficiente como para soñar despiertos no más allá de la hora de la cena, porque eran tiempos de dictadura y ni los pibes como nosotros estábamos a salvo de la yuta, muy atenta y vigilante para desarticular reuniones públicas después de las 21, mientras las atrocidades se cometían puertas adentro o a diez mil metros de altura.

A la charla la convocaba Norberto, con ese espíritu innato para regar las amistades. Y aunque de a ratos había que tolerarle chistes malísimos e imitaciones bizarras, nos enganchábamos todos: Fabián, Andrew, Gaby, el Flaco, Marcelo, el Negro… Nos creíamos grandes porque ya sabíamos hablar de chicas y de sexo, aunque éramos vírgenes. Nos veíamos adultos porque ya teníamos claro qué queríamos ser cuando fuéramos más grandes todavía: maestro, médico, ingeniero, contador, profe de gimnasia, técnico en refrigeración, periodista… Nos creíamos invencibles e inmortales porque no nos dolía ni un músculo y porque todos, salvo el Flaco, teníamos papá y mamá. Pero éramos frágiles, crédulos, ingenuos. Solo sabíamos soñar.

La mayoría nos conocíamos desde la primaria porque vivíamos en La Vereda de los Sueños y sus manzanas aledañas. No podíamos engañarnos ni hacernos los fanfas. Teníamos frescas las imágenes mutuas calzando Skippy [1] o las Flecha azules; miles de veces intercambiamos efluvios de colonia Pibe’s [2]; nos vimos derrapar torpemente con las Aurorita [3] y hacer de próceres con bigotes de corcho quemado en los actos de la Escuela N° 1, así que nadie podía alardear… Sabíamos todo de todos y mucho más: lo patadura que éramos jugando a la pelota, las veces que habíamos esquivado al chancho en el Roca viniendo de hacer gimnasia en El Jagüel, en qué cine nos dejaban pasar para ver películas de Gloria Guida [4] prohibidas para menores de 18, los intentos ridículos para aprender a fumar, las chicas que nos gustaban y la cantidad de rebotes que nos habíamos comido. En fin: todas las coordenadas que los hombres deben manejar cuando son amigos a los 16 años.

En La Vereda de los Sueños dejamos de jugar a la bolita y a la rayuela, abdicamos en el intento de llenar el último álbum de figuritas, practicamos las técnicas para que la botellita [5] frenara en el lugar indicado y nos cargamos por la pelusa absurda del primer bigote. En La Vereda de los Sueños imaginamos el viaje de egresados a Bariloche, les pusimos puntaje a las chicas que iban a los asaltos [6], planeamos las bromas más geniales y también las más siniestras, y le dimos forma al petitorio para que el Ministerio de Educación de la provincia reconstruyera la escuela que nos habían incendiado en un atentado terrorista. A La Vereda de los Sueños la pisamos en pañales, la corrimos en mil poli-ladron [7], la convertimos en el living de nuestra adolescencia y la dejamos siendo hombres, cuando decidimos irnos a recorrer otras veredas para ser lo que hoy somos.

Sin que la viéramos, mientras pisábamos las baldosas de la adultez más rocosa, La Vereda de los Sueños cambió su maquillaje de payaso gentil por una máscara macabra. Lenta pero inexorablemente, jaqueada por una escalada de violencia que horadó su alma de inocencias y simplicidades setentosas, derrumbó sus pilares bajos para encaramar rejas de altos barrotes. Para instalar alarmas de dudosa eficacia antirrobo y sembrar cámaras de seguridad donde antes colgaban los multicolores llamadores de ángeles. No más chicos desafiándose a un cabeza con la Pulpo. No más vecinos reunidos en la puerta, compartiendo un mate dulce sentados sobre sillas de mimbre. No más nenes de 5 años aprendiendo a andar en la bici con rueditas junto a sus abuelos. No más vecinas intercambiando los chismes del barrio después de hacer las compras, monedero en mano y con las bolsas amontonadas al descuido sobre la vereda. No más pibes como nosotros, sentados en el cordón, bebiendo litros de pomelo Neuss y espiando el futuro por la rendija de una ilusión.

A La Vereda de los Sueños volvimos a verla por televisión el pasado viernes 13 de mayo, bien temprano. Abrimos los ojos y estaba en todas las pantallas: TN, C5N, CrónicaTV, Canal 26, América 24… Rodrigo Espíndola, el jugador de Chicago, se había ido a vivir allí. Mitre al 100, en Monte Grande. Justo ahí, sobre el mismo cordón en que solíamos sentarnos a divagar cuando Norberto decía “paren, no se vayan, vamos a charlar...”. Justo ahí, veinte metros a la derecha de nuestro living de la adolescencia, donde Rodrigo empezó a morirse tras recibir el balazo de un mal nacido, mientras intentaba defender a su familia de una entradera. Justo ahí, sobre el cuadriculado de baldosas albiazules, como lo muestran las cámaras de seguridad gracias a la luz del viejo y noble farol de mercurio que antes nos ayudaba a descubrirles la silueta a nuestros sueños.

Al día siguiente, casi como un extraño, volví a La Vereda de los Sueños. A Rodrigo lo estaban velando diez cuadras más allá. Y para la tardecita se había programado una marcha de vecinos en reclamo de justicia. Detuve el auto a la altura de nuestro cordón y me quedé un buen rato mirando sin ver. La cuadra parecía petrificada. Apenas recobraba cierta dinámica cuando una bocanada de viento obligaba a los árboles a escupir una oleada de hojas amarillas. Por un instante, fantasié con la idea de ver doblar a los pibes que fuimos por la esquina de Dorrego. Después, con ver doblar a los grandulones que ya somos. Pero no pasó. Quizás los demás, como yo, fueron solos en otro momento del día y también esperaron en vano. Andá a saber.

Rodrigo Espíndola, el Rulo, había nacido en Monte Grande. Era un pasajero de La Vereda de los Sueños, como antes lo fuimos nosotros. Por eso el desconsuelo aprieta en la garganta. Nadie perdió más que él. Nadie sufrirá más que su familia. Ninguna justicia será justa mientras no devuelva vidas. Hoy cierro los ojos e imagino a aquellos pibes atravesados por mi mismo dolor. Un día nos fuimos de allí para armar una vida, sin pensar que existiría tanta locura y ese pibe de 26 años, que ni siquiera había nacido cuando nosotros fingíamos adultez. Aun así, es imposible no cargarse con una mochila de culpa. Si nos hubiéramos quedado a cuidarla, en La Vereda de los Sueños todavía estaría soñando Rodrigo.

Por Elías Perugino

Textos al pie

1- Insufribles zapatillas de goma, confeccionadas en una sola pieza, muy poco elegantes y difíciles de soportar en los días más cálidos del verano. Pasaron a mejor vida.

2- Colonia para chicos que hizo furor en los años setenta, paralelamente a la versión para nenas, llamada Coqueterías. Todavía vigentes en el mercado.

3- Bicicletas plegables de rodado 20, todo un suceso en los setenta. Aggiornadas, hoy recobraron su vigencia.

4- Bella actriz italiana, protagonista de filmes picarescos como Enfermera de noche y La colegiala.

5- Juego en el que chicos y chicas se sentaban en ronda, con una botella acostada en el centro. A su turno, cada uno la hacía girar y debía besarse con aquella persona del sexo opuesto que quedara señalada por la boca de la botella una vez que se detenía.

6- Reuniones de adolescentes concretadas en casas particulares. Los chicos llevaban bebidas, las chicas aportaban sándwiches y las actividades eran concretas e irrenunciables: bailar y jugar a la botellita y a verdad-consecuencia.

7- Juego en el que los participantes se dividían en dos grupos (policías y ladrones), en el cual “la ley” debía correr y apresar a los ladrones, que contaban con algún refugio en el cual no podían ser tomados. Muy popular en la calle del barrio y en los recreos del colegio.

Nota publicada en la edición de junio de 2016 de El Gráfico