Las Entrevistas de El Gráfico

Miguel Najdorf, una hermosa historia de amor

Un grande del ajedrez argentino y mundial, un hombre sacudido por la vida, víctima de la guerra y su dolor inevitable, un apasionado que jamás perdió la fe. Najdorf recuerda su historia llena de vida.

Por Redacción EG ·

10 de mayo de 2019

Josik había salido unos minutos, a un mandado. Miguel golpeó la puerta, en casa quedaba solamente el señor Friederbaum, el padre de su amigo, engripado tal vez, violinista de la Filarmónica de Varsovia.

Miguel entró. Por hablarle de algo, aquel violinista providencial le preguntó si sabía jugar al ajedrez, y es más, se enojó al escuchar no. Le mostró un tablero. Le habló de las piezas, la reina, los caballos saltarines, las torres macizas, los peones, que siempre son carnada. Y le mostró también el recorrido del alfil astuto, y le contó de la solemnidad y el orgullo del rey.

Una semana después ya no podía ganarle.

—En los primeros tiempos me costó, mi madre llegó a quemarme tableros, libros y piezas. Todo. Decía que me tenían endemoniado, que me quitaban el tiempo. Ella quería verme médico. No lo fui, pero ahora tengo dos hijas que son médicas. Es una manera de darle el gusto, ¿no?

 

Imagen A los 20 años alcanzó la categoría de Maestro Internacional.
A los 20 años alcanzó la categoría de Maestro Internacional.
 

Una semana después ya iba siendo Miguel Najdorf, aunque sólo tuviera 9 años.

Nació en Varsovia, el 15 de abril de 1910. Acaba de cumplir setenta y ocho años. Le advierto, lector, que ésta será, quizás, la última victoria de la cronología; su vida transhumante nos invita al desorden, a Usted y a mí. La Primera Guerra Mundial rozó apenas su sensibilidad infantil, terminó el profesorado de matemática, a los 18 años ganó su primer torneo internacional, fue tercer tablero polaco en las Olimpíadas del '35, se casó, tuvo una hija. Hasta entonces, una vida.

—Yo nací dos veces, sin haber cumplido el requisito de morir.

La segunda fue en Buenos Aires, finales del invierno del '39. Llegó como segundo tablero del equipo polaco, a jugar las Olimpíadas, y unos días después, el 1° de setiembre, Hitler invadía Polonia.

—Allá estaba mi esposa, no pudo viajar conmigo por una gripe. También mi hijita de tres años. Mis padres, mis cuatro hermanos, primos, tíos...

—¿Qué hizo, qué sintió?

—Sentí todo y no pude hacer nada, casi nada. Durante años usé al ajedrez como esperanza, jugaba, reunía dinero, pensaba que si me hacía famoso alguien en Polonia se podía enterar, alguien de mi familia. Me metí en el negocio de seguros, pero también vendí corbatas, golosinas, lo que fuera. En el '46 viajé a Varsovia. No había nadie. Todos habían muerto en las cámaras de gas de los nazis. Mi hijita también.

—Don Miguel, ¿cómo se puede seguir viviendo?

—Si se lucha, creo. Me fui a Nueva York, tenía un tío abuelo en el Bronx. Tomé el subte y vi a un muchacho leyendo un diario polaco, me acerqué, le pregunté y había estado en un campo de concentración. Era de un pueblo chico, cerca de Varsovia. Yo tenía tantos parientes que algunos vivían en ese pueblo, seguimos hablando y fue increíble, él se había casado con una prima hermana mía. Me acuerdo como si fuera hoy, nos bajamos en el barrio de los negros, en Harlem, nos metimos en un café. Éramos los únicos blancos allí, nos mirábamos y llorábamos los dos.

—¿Volvió a Varsovia alguna vez?

—Varias, varias...

—¿Cambió, qué siente cuando la ve?

—Cambió todo, ahora siento y pienso como argentino.

 

Imagen Najdorf jugando a ciegas.
Najdorf jugando a ciegas.
 

Los ojos claros sostienen la mirada, jamás se resignó a la derrota. Tiene rasgos de entereza que deslumbran, lo anunciaban mis apuntes y lo compruebo ahora, frente a él. Hay papeles en su escritorio de ejecutivo en seguros, dos tazas de café y una de té, teléfono, carpetas, ceniceros... Y un tablero de ajedrez, magnético, reposando en la raíz de la ventana, a su izquierda. Y un retrato, atrás, de Capablanca y Alekhine.

—Pregunte, ¿qué más quiere saber? Yo lo ayudo, soy periodista. ¿Lee mi columna en "Clarín'?

—Claro, por supuesto. Quiero preguntarle por qué Capablanca.

—Porque fue el más grande, él y Bobby Fischer. Capablanca fue niño prodigio, a los 6 años campeón nacional de Cuba y a los 13 años, de Estados Unidos. Un genio, un supergenio...

—¿Campeón nacional jugando contra adultos? —Claro, un genio. Jugaba por un don de la naturaleza. Nació en 1888, ahora se cumplen 100 años de eso y me acaban de invitar al torneo homenaje que le hacen todos los años. El primero lo gané yo.

—¿Lo conoció bien?

—Sí, soy el único jugador en actividad que jugó con él. Tenía un golpe de vista excepcional, sabía jugar y vivir.

—Pero dicen que...

—Sí, ya sé. Y es cierto, su manera de vivir lo derrotó, lo vencieron la bohemia y sus propios defectos. Cuando jugó acá el famoso match con Alekhine, se pasaba las horas libres jugando al póquer en el Jockey Club con amigas y comiendo puchero en El Tropezón hasta la madrugada.

— ¿Alekhine?

—También un grande, por supuesto, con una memoria prodigiosa. Y borracho, entraba al Chantecler de la calle Paraná y no salía más. Después, por oportunismo se hizo nazi, cuando murió se le rindió un homenaje durante el torneo de Mar del Plata y yo fui el único que no se puso de pie. No pude.

—Dígame, pero entre nosotros, ¿todos los ajedrecistas son bebedores y mujeriegos?

—La mayoría, es un escape que necesita el intelectual.

—Usted no, por supuesto...

—¿Yo? No, claro. . . Ahora.

 

Imagen Los ojos claros sostienen la mirada, jamás se resignó a la derrota.
Los ojos claros sostienen la mirada, jamás se resignó a la derrota.
 

Me interrumpe, salta de un tema a otro,  me pregunta la edad. "¿Cuarenta y dos? Un pibe, igual que mi hija". Ya soltó la primera carcajada pícara. Ya postergó dos llamadas telefónicas. "¿Sabe jugar al ajedrez?" Percibo una fugaz decepción por mi respuesta. "Dele, pregunte, yo también soy periodista".

—¿Un hombre como Capablanca podría ser campeón hoy?

—No, todos los ajedrecistas son genios y entonces ahora gana el que tiene más concentración, más disciplina y mejor estado físico. Ahora hay que ser full-time. No se puede comparar a Einstein con Aristóteles, cada uno en su tiempo, pero en el ajedrez el profesionalismo marca una diferencia. El que no estudia, y lleva mala vida..

—¿Mala?

—Buena. Mala para el ajedrez.

La conmoción de aquella invasión a su patria, el dolor, la sorpresa, tampoco pudieron derrotarlo. Vendió en 300 dólares su pasaje de regreso a Varsovia y con eso arrancó su segunda vida "sin haber cumplido el requisito de morir", como él dice. Jugaba en el teatro Politeama, Capablanca lo invitó a vivir en La Habana escribiendo una columna de ajedrez para el diario La Marina.

 

Imagen Jugando una simultánea hace casi cuarenta Najdorf es una historia por sí mismo.
Jugando una simultánea hace casi cuarenta Najdorf es una historia por sí mismo.
 

—Pero le hice caso a Roberto Grau. Me dijo: "Miguelito, este país es un paraíso". Me había encontrado con otro polaco, aquí. Le pregunté cómo estaba. "Bien, puchereando". Vivíamos en el City Hotel y no entendí eso de puchereando, cuando lo averigüé no tuve dudas. Pensé, debe ser un buen país, en Polonia decimos "aquí estoy, ganando el pan". Puchero es mucho más que pan. Me quedé.

—¿Le gusta el lunfardo?

—Me encanta, lo hablo en el café, allí me doy el gusto cuando voy a jugar.

—¿Adónde juega?

—En Lavalle y Maipú, o en la Richmond, o en el Club Argentino. Juego unas partiditas todas las tardes.

Habla ocho idiomas. Me corrige: "Ponga así: me defiendo en ocho idiomas". Tiene el record mundial de partidas a ciegas, lo consiguió a fines de la guerra en San Pablo. ¿Le cuento cómo fue? En un gran salón cuarenta y cinco hombres, cada uno con su mesa y su tablero; en otro más chico, vecino, Najdorf. Sin ver los tableros. Alguien le dice qué jugada ha hecho el adversario número uno, él la contesta, y así sucesivamente. Cuando da toda la vuelta regresa al uno, que ya hizo su segunda jugada, y este hombre de memoria increíble la contesta nuevamente. ¿Cómo? Teniendo los cuarenta y cinco tableros en la mente. Y además, de esas partidas, ganó 39, empató 4 y perdió solamente 2. "Lo hacía para que se enteraran en Polonia, si quedaba alguien vivo de los míos".

 

Imagen Tiene el record mundial de partidas a ciegas, lo consiguió a fines de la guerra en San Pablo.
Tiene el record mundial de partidas a ciegas, lo consiguió a fines de la guerra en San Pablo.
 

Don Miguel, ¿por qué sigue compitiendo?

—Porque puedo y me gusta. Mis hijas dicen que tengo que jugar, pero no competir, que a esta edad las derrotas se sufren mucho. Me mandaron a un psicoanalista, me salió bastante salado pero fui. Me dijo lo mismo. Después de un torneo el psicoanalista me llamó y me comentó que yo tenía razón, quería verme otra vez, pero sin cobrarme. En Suiza me pasó algo parecido, un médico quería pagarme si me dejaba estudiar. . . ¿Sabe una cosa que no me pasó nunca en la vida? El dolor de cabeza. No sé lo que es.

—¿Duerme mucho?

—Me levanto a las seis de la mañana. Lo que me mantiene joven a mí es la pasión y el amor por el ajedrez. Me levanto, leo "La Prensa", "La Nación", 'Clarín" y antes de bañarme repaso alguna partida de esas que salen. Sin tablero, no me hace falta. Yo me podría ganar la vida como mago.

—¿Por qué?

—Porque digo ahora voy a dormir quince minutos. . . Me acuesto y duermo. Pregúntele a las chicas qué pasó aquí el otro día. Vino un carpintero, pegó unos martillazos que se oían desde la calle y yo nada, dormía. Podría ser mago. Recuerda todo, nombres, teléfonos, direcciones, situaciones. Pavadas, claro, si uno lo compara con retener cuarenta y cinco partidas simultáneas sin ver los tableros.

—Hábleme de Xavielly Tartakower.

—No sé si fue mi maestro, pero tuvo influencia en mí. Me enseñaba ideas, no jugadas. Decía que los tontos hacen al revés. ¿Sabe quién fue?

—No...

—Durante la guerra llegó a ser asistente del general De Gaulle con el nombre de "coronel Cartier". Estuvo en la resistencia en Francia y en el ataque final. De Gaulle le pidió que se quedara, después, pero no quiso, la guerra había terminado y ahora venía el ajedrez.

 

Imagen “Una vez me invitó a Cuba el Che Guevara y una tarde jugué diez simultáneas. Le digo algunos rivales: en el 1, Fidel Castro; en el 2, su hermano Raúl; en el 4, Camilo Cienfuegos; en el 5, el presidente Dorticós; en el 6, el Che... ”
“Una vez me invitó a Cuba el Che Guevara y una tarde jugué diez simultáneas. Le digo algunos rivales: en el 1, Fidel Castro; en el 2, su hermano Raúl; en el 4, Camilo Cienfuegos; en el 5, el presidente Dorticós; en el 6, el Che... ”
 

El mundo es para él territorio conocido. 'Me haría falta que agranden el mapa', dice. Lo disfrutó, lo recorrió —lo recorre aún—, se sentó frente a frente con Winston Churchill, Nikita Kruschev, el sha de Irán, el mariscal Tito.

—Una vez me invitó a Cuba el Che Guevara y una tarde jugué diez simultáneas. Le digo algunos rivales: en el 1, Fidel Castro; en el 2, su hermano Raúl; en el 4, Camilo Cienfuegos; en el 5, el presidente Dorticós; en el 6, el Che...

—¿Y?

—Al Che le ofrecí tablas y no aceptó. Me dijo: "Con usted gano o pierdo". Le gané a nueve; con Fidel hice tablas, por si acaso...

—¿Nunca puso la política en su camino?

—Ni una vez. Estuve en la casa del Che y ni lo mencionamos, sólo traje unas fotos de su hijita para los abuelos, que vivían en la calle Arenales.

—¿Nunca se lo pidieron, tampoco?

—En Irán. Llegué meses antes de la caída del sha para dar conferencias y jugar simultáneas. Un director de la televisión me pidió que contestara a favor sobre la obra del sha en el país y le dije que no, que no me prestaba a esas cosas. Yo conozco solamente dos palabras: jaque y mate.

Ama la música: Tchaikovsky, Beethoven, Mozart. También el tango y el folklore, pero lo clásico es sedante, compañía. Va al cine frecuentemente, con Rita, su tercera mujer.

—La música es muy importante, y es mutuo. A los grandes genios de la música le gustaba el ajedrez. Y el cine. . . ¿Vio la película de Cher, "Hechizo de Luna"? Se la recomiendo, es una delicia.

No pronunció bien "Sher", más bien fue algo así como "Shei". El exiliado se delata en esa imperfección, aunque sea ciudadano argentino desde 1942, apenas tres años después de su "segundo nacimiento". Y hace un rato, su propia risa lo confirmó. Hablando del médico que quería pagarle para estudiarlo, comentó: "Me quería usar de conejo de Indias".

—De cobayo, le dije.

—Sí, de eso, de caballo... El tema era el cine.

—¿No vio ayer la de los hermanos Schocklender? Qué tragedia. Estoy seguro de que esos dos chicos no mataron a sus padres, algo pasa, no tenían motivos. Este caso va a ser famoso, se va a hablar dentro de 200 años como del caso Dreyfus o lo de Sacco y Vanzetti.

—¿Lee, don Miguel?

—Mucho, y sin anteojos. Pero ahora me cansa un poco. ¿Usted es casado? Vaya con su mujer a ver "Hechizo de Luna".

Vivió unos años en Rosario, como empleado de la compañía de seguros "Sol de Canadá". Jugó al fútbol y al tenis, jugó mucho en Polonia al tenis de mesa.

—Soy un apasionado, me gusta todo lo que sea deporte, siempre empiezo el diario por la parte de atrás. Hace poco estaba en Italia, me enteré que Scioli corría en Cerdeña con la lancha, me tomé el avión y fui a verlo.

—¿De quién es hincha?

—De Newell's, he sido socio cuando vivía allá. El problema lo tengo ahora porque todos mis nietos son de River o de Boca.

—Bueno, más problemas tienen ellos.

—Sí, tiene razón. . . Me hice de Newell's, era muy amigo de. . . ¿Cómo se llamaba?... Creo que murió, famoso...

—¿Pontoni?

—Eso, Pontoni. ¿Cómo se acordó?

Me pregunto lo mismo, cómo me acordé antes que él de algo, que él, capaz de memorizar a primera vista, por ejemplo, una lista de cincuenta nombres en orden alfabético. No sé, lo guardaré como una hazaña.

"El tablero es la vida, uno juega como es. Y yo soy luchador, agresivo, vital”

—Y le digo más, el ajedrez es deporte y necesita del deporte. Kasparov juega al fútbol. Oscar Panno juega al tenis todos los días. . . Mucho.

—¿Qué hombres del deporte significan algo especial para usted?

—Mire, estaba en China, en un pueblo cerca de Pekín, llegamos con mi esposa al hotel, era de noche y un muchacho nos pidió los pasaportes. Chino no hablo, le decía argentino. Argentina, en inglés, y nada, ni idea tenía. Se me ocurrió decirle Maradona y me dio la mano, se puso loco de contento. Otra vez, hace muchos años, me puse a hablar con un médico en Siberia. Me dijo: "De la Argentina conozco tres personas: Fangio, Lolita Torres y usted".

—O sea que Fangio y Maradona...

—Sí, son verdaderos embajadores del país. Y le agrego a Guillermo Vilas y a mi amigo Roberto De Vicenzo. Lo que lamento es el caso de Monzón, es una lástima, me parece un hombre inteligente.

—¿Por qué?

—Porque no ganó su título y sus peleas con los puños, los ganó con la cabeza.

Tiene dos pañuelos, uno en cada bolsillo del pantalón. Los usa, se estira en el sillón, prende mi cigarrillo con el encendedor de mesa. "Fumar no sirve, se pierde tiempo, se lo dije a mi hija cuando empezó. Es como iniciar una partida con Peón 3 Torre Dama". ¿Le cuento cómo se escribe en idioma ajedrecístico? P3TD. Hace su apertura y la mía, me quejo y me da las blancas. "Mueva, haga algo". Atino a deslizar un alfil a posición 2 Rey. Ni lo comenta, ni contesta, ni me pide una nueva jugada. Para él fue suficiente.

—Los ajedrecistas somos vanidosos, buscamos la perfección.

—Pero no existe.

—Tiene razón, gana el que juega un poquito mejor que su rival. En la vida es lo mismo. El tablero es el reflejo de la vida, cada uno juega como es.

—¿Y usted cómo es?

—Agresivo, luchador. Fíjese: Kasparov ataca, Petrosián se defendía, Karpov se maneja en todos los estilos sin ser el mejor en ninguno. Como en la vida.

—¿Qué es el triunfo para usted?

—Algo hermoso, me siento como el actor sobre el escenario, gozo el aplauso.

—¿Y la derrota?

—Duele, el ajedrez me enseñó a perder, a no desanimarme como un estudiante que sale mal en un examen.

—Pero hay derrotas peores.

—Todos perdieron alguna vez. Yo he jugado contra todos los campeones del mundo menos Lasker, con todos gané, entablé y perdí. Sufro cada derrota, pero a la mañana siguiente me levanto tranquilo.

—¿Ahora es igual?

—Sí. Acabo de ser cuarto en un torneo en Buenos Aires, el argentino mejor clasificado. No está mal, ¿no? Y ahora me propongo no bajar del quinto puesto cuando tenga ochenta y cinco años. ¿Qué le parece?

—Que no me contestó sobre las derrotas más duras...

 

Imagen Ama la música: Tchaikovsky, Beethoven, Mozart. También el tango y el folklore, pero lo clásico es sedante, compañía.
Ama la música: Tchaikovsky, Beethoven, Mozart. También el tango y el folklore, pero lo clásico es sedante, compañía.
 

—Siempre fueron si estaba representando a la Argentina. Soy un verdadero patriota, más que muchos que nacieron aquí, y estoy seguro de que éste es uno de los mejores países del mundo. Tenemos una falla: no somos combativos. Pero en el ajedrez lo vamos superando, hay grandes maestros que están viviendo modestamente en Europa, como Barbero, Cámpora o García Palermo, que están luchando. Ya le dije, ahora el que no se sacrifica no puede crecer.

—¿Y por qué piensa que los argentinos no somos combativos?

—Porque no han sufrido lo que sufrimos los europeos, por ejemplo. Yo aprendí, podría ser fakir. El hombre se hace de las lágrimas, no de las sonrisas, y los europeos hemos llorado mucho.

Un tiempo después de su decisión emotiva, ya argentino, se casó con Adela Jusid. En una charla sobre el juego, el amor, la vida y la familia, fue capaz de resumirlo todo. "La timba está en la vida. Conocí a una mujer y me casé a los ocho días, ¿quiere más timba que ésa? Fue un jaque mate pastor." Después Rita, después de la muerte de Adela. Y dos hijas, Mirta y Liliana, que son médicas, sin haber conocido el ruego esperanzado de su abuela polaca, sin haberla conocido a ella.

—¿Cómo sigue su familia, don Miguel?

—Con cinco nietos: Facundo, Ezequiel, Yanina, Alan y Gastón. El único gringo soy yo. Pero mire si seré argentino, uno de los nietos se llama Facundo Ordóñez. Más criollo…

—¿Qué es lo primero que recordaría de su niñez?

—Muchas cosas, y otras trato de olvidarlas. . . Yo solamente me olvido si debo plata.

Se ríe, no lo dice ni siquiera con un gesto, pero quiere cambiar. Su vida es hoy o mañana, ayer solamente para el respeto, el orgullo o la nostalgia que intenta evitar.

—¿Le conté lo que pasó una vez con Perón?

—No.

—Jugábamos en el Teatro Cervantes contra la Unión Soviética, yo era primer tablero y me tocaba con Bronstein, que era sobrino de Trotsky. Bueno, tocan los himnos, se acerca Perón y simbólicamente nueve con mis piezas Peón 4 Rey —le recuerdo: P4R—, una jugada que invita a una partida de lucha. Bronstein era un hombre de iniciativa y el secreto del ajedrez es no darle el gusto al adversario, así que volví la jugada atrás y abrí Peón 3 Dama. Parece que no le gustó y me dice en ruso: "¿Cómo se atreve a cambiar la jugada de su Presidente?" Y yo le contesto: "Este es un país democrático". Mucho después lo encontré a Perón en Málaga, en el hotel Pez de Espada. Acababa de ganarle a Portisch, nos sentamos a tomar café y le conté la anécdota. Me dijo: "Lo felicito, maestro, esto lo voy a anotar".

Mira el reloj por primera vez, son casi dos hora de charla.

—Bueno, vamos, váyanse que me tengo que ganar la vida.

Y ya nos vamos. Le cuento a usted, al pasar, algo que hizo este hombre en 1942, jugando simultáneas en el club Olimpo de Bahía Blanca. Eran 222 partidas y jugó durante 21 horas consecutivas. En un momento, uno de sus rivales, médico, recibe una llamada urgente. Sale, los auxiliares suponen que ha perdido y levantan el tablero. Cuando vuelve a la media hora se desespera, le comentan a Najdorf, y don Miguel lo soluciona: dispone exactamente sobre el tablero las piezas tal como estaban en el momento de la confusión, recordaba cada detalle como en los otros 221 tableros. Ahora está frente a mi asombro.

—Cada vez necesito menos el dinero, pero voy a trabajar hasta el último día.

—Quería preguntarle por Bobby Fischer…

—Lo tengo al lado de Capablanca, jugaba como a la gente le gusta. Los rusos han llegado a la cumbre porque es la meta, su país. Porque la enseñanza del ajedrez es obligatoria y al que descubren genio lo rodean de toda la protección. Yo me quedo con Capablanca porque logró ser campeón desde Cuba, donde no había ambiente ajedrecístico, y con Fischer porque impuso el ajedrez en Estados Unidos. Y porque fue renovador en todo, hasta en la parte económica. Ahora tenemos el Club de Grandes Maestros, en Ginebra, y —como él decía— desde hace mucho queremos ganar como los tenistas, como cualquier gran deportista.

—¿Es cierto que usted apostaba?

—Algunas veces. En Groningen le gané 500 florines a Salo Flohr, él iba a manos de Botvinik, que era el campeón mundial, y yo a mano de Najdorf. Huy. . . Pero ahí pasó otra cosa. . . Nunca la conté, ahora total. . . Tenía que jugar con él y había una holandesa, casada, que me tenía loco. Yo no podía, iba a jugar con Botvinik... Al final me decidí, se lo dije... Me dio una cachetada terrible, se dio vuelta y no la vi más.

Le alcanzaron los últimos minutos para volver a hablar del alcohol y las mujeres como descanso para los intelectuales, igual que la música. Para repetir que la Argentina es un gran país y que él hasta ha subvencionado torneos por amor a la patria y al ajedrez. Para recordar aquella anécdota con Tahl y Botvinik, cuando después de la cena de clausura de un torneo se fueron a jugar partidas pingpong hasta el mediodía siguiente. "Y eso que teníamos varios vodkas encima". Para acordarse de los pintores bohemios en una galería de París que lo invitaron a jugar. "Eh, ni que fuera Najdorf", le dijo uno de ellos. Los invitó a cenar. Para decir otra vez que el ajedrez es ciencia y arte, que para ser campeón hay que dedicarse y en lo posible ser soltero, para explicar así por qué jamás fue el número uno en la estadística mundial.

Nos vamos.

—Por favor, no ponga nada que no dije. Spassky vive en París, pero tiene su familia en la Unión Soviética, una vez le hicieron una nota en Estados Unidos, el periodista puso un montón de cosas contra los rusos que Spassky no había dicho y jamás le renovaron la visa. Hace quince años que no la ve.

Nos vamos, me detiene por última vez, descubre mi omisión.

—Le voy a contar la leyenda más grande del ajedrez: en un pueblo chico de Polonia había un rabino que jugaba, inventaba juga-das. Durante la guerra mataron a todo el pueblo y a él lo salvaron unos fieles, que lo llevaron a Estados Unidos junto con sus tres hijos. A uno de los hijos se lo llevaron los gitanos a Hungría, y después de un tiempo se lo dejaron a un cura. El chico estudió, y fue obispo. También jugaba al ajedrez. Años después hay un congreso religioso en Nueva York, y este joven obispo se pone a jugar con un rabino. Juegan, de pronto el rabino le pregunta: "¿Quién le enseñó esa jugada?" Se miran, uno católico y el otro judío, se descubrió en la jugada que eran padre e hijo...

Nos vamos.

—Chau, chau, váyanse, déjenme ganar la vida…

JOSE LUIS BARRIO Fotos: OSCAR MOSTEIRIN Y ARCHIVO "EL GRAFICO'