Las Entrevistas de El Gráfico

2004. Son de Fierro

Mascherano y ¨Lucho¨ González compartían la mitad de la cancha en River y en la Selección. Ambos triunfaron en sus carreras, pero sus comienzos no fueron nada fáciles. Dos pibes que nacieron para triunfar.

Por Redacción EG ·

06 de mayo de 2019

La ima­gen, la pri­me­ra que vie­ne a la men­te cuan­do uno ya se ha can­sa­do de ver­los en cuan­to par­ti­do se dis­pu­ta por el mun­do y al­re­de­do­res, es la del co­ne­ji­to de las pi­las Du­ra­cell. Jue­gan, jue­gan y jue­gan. Na­da pa­re­ce ago­tar­los.

Des­de ha­ce ca­si un año van de la ma­no por to­dos los rin­co­nes del pla­ne­ta, plan­tan­do ban­de­ra en el cen­tro de los cam­pos de jue­go que les to­ca en suer­te. Siem­pre ti­tu­la­res, siem­pre de­ci­si­vos; en el me­dio, por de­re­cha, iz­quier­da o don­de gus­te man­dar; con la ce­les­te y blan­ca o la ban­da ro­ja en dia­go­nal, Lu­cho y Mas­che van re­don­dean­do en es­te 2004 un re­co­rri­do fut­bo­le­ro di­fí­cil de em­par­dar. Se ju­ga­ron to­do (más que los top de Eu­ro­pa), ga­na­ron ca­si to­do (tres tí­tu­los que pue­den ser cua­tro), man­tu­vie­ron una re­gu­la­ri­dad in­fre­cuen­te en es­te fút­bol tan cam­bian­te y se trans­for­ma­ron –por de­ci­sión uná­ni­me de los crí­ti­cos– en los “ju­ga­do­res del año”, a tal pun­to que se ga­na­ron un lu­gar en la Se­lec­ción ma­yor des­de el fút­bol do­més­ti­co, una ver­da­de­ra ra­re­za pa­ra es­tos tiem­pos. Y to­do sin co­no­cer el sig­ni­fi­ca­do de las pa­la­bras “va­ca­cio­nes” y “pre­tem­po­ra­da”.

“De­ja­te de jo­der, es­te año te vi más que a mi hi­jo”, lan­za la pri­me­ra pie­dra Lu­cho, bro­mean­do pe­ro sin aban­do­nar el más es­tric­to sen­ti­do del ca­len­da­rio, ya que el po­bre To­más Gon­zá­lez ape­nas pa­só el año de edad, jus­to el más pro­lí­fi­co y ac­ti­vo de su pa­dre. “Ca­lla­te, que en­ci­ma te ten­go que aguan­tar en la ha­bi­ta­ción de la con­cen­tra­ción”, con­traa­ta­ca el Je­fe­ci­to. No de­be ser sen­ci­llo, por lo me­nos en el ám­bi­to mu­si­cal: en un rin­cón, el de Mas­che, la poe­sía ro­mán­ti­ca de Joa­quín Sa­bi­na y Sil­vio Ro­drí­guez; en el otro, el de Lu­cho, la pe­ga­di­za cum­bia de Nue­va Lu­na.

Imagen Ocho y cinco, imposible no identificarlos, en el Monumental. Compartieron un año excepcional.
Ocho y cinco, imposible no identificarlos, en el Monumental. Compartieron un año excepcional.

“No, la ver­dad es que no­so­tros ele­gi­mos com­par­tir la pie­za tras vol­ver de los Jue­gos –se sin­ce­ra Lu­cho–. An­tes, yo es­ta­ba con Rol­fi, pe­ro se fue y con Ja­vier nos hi­ci­mos muy ami­gos. Yo lo sien­to co­mo uno de los ami­gos que me dio el fút­bol, co­mo Ga­ri­pe y un par más. Es lin­do tam­bién cuan­do uno va a la Se­lec­ción y hay un com­pa­ñe­ro de su club con el que com­par­te tan­tas co­sas”.

Mas­che­ra­no apor­ta un gra­ni­to más: “Nos lle­va­mos muy bien y jo­de­mos to­do el tiem­po en la ha­bi­ta­ción. Y co­mo si fue­ra po­co, tam­bién me lo ten­go que ban­car afue­ra, por­que aho­ra nues­tras no­vias se hi­cie­ron ami­gas y sa­li­mos los cua­tro a co­mer o nos jun­ta­mos en una ca­sa”.

Vuel­ven las mi­ra­das cóm­pli­ces a la ho­ra de las fo­tos. Lu­cho es ex­tra­ver­ti­do, re­ga­la son­ri­sas, lle­va la pos­ta pa­ra ani­mar la pro­duc­ción, mues­tra los dien­tes con do­tes ac­to­ra­les y exi­ge lo mis­mo de su com­pa­ñe­ro. “No pue­do, no me sa­le”, se de­fien­de con re­sig­na­cion Mas­che­ra­no, quien in­ten­ta po­ner ges­to de du­ro en la dis­pu­ta por el ba­lón y no lo con­si­gue.

Jue­gan, jue­gan y jue­gan Gon­zá­lez y Mas­che­ra­no. Aso­mar­se a sus his­to­rias per­mi­ti­rá en­ten­der un po­co más el se­cre­to de sus éxi­tos.

De­ma­sia­do fla­co pa­ra creer

Hi­jo de pa­dre uru­gua­yo y ma­dre chi­le­na, Luis Os­car Gon­zá­lez na­ció ha­ce 23 años en Par­que Pa­tri­cios. Ini­cia­do en el Baby de Uni­dos de Pom­pe­ya, su DT le con­si­guió una prue­ba en Hu­ra­cán cuan­do te­nía 9 años. La rom­pió. “Nun­ca ha­bía ju­ga­do en can­cha de on­ce. En el pi­so ha­bía pie­dras y vi­drios. En una ju­ga­da me hi­cie­ron foul y me cor­ta­ron to­da la ro­di­lla. Di­je chau, no vuel­vo más”. Ob­vio: lo fue­ron a bus­car a su ca­sa y le pro­me­tie­ron cu­ri­tas eter­nas.

Imagen En la Copa América, con la camiseta de la Selección, enfrentando a Alex, de Brasil. Fueron figuras, y el título se escapó en el último segundo.
En la Copa América, con la camiseta de la Selección, enfrentando a Alex, de Brasil. Fueron figuras, y el título se escapó en el último segundo.

En la No­ve­na de Hu­ra­cán em­pe­zó de en­gan­che, en Oc­ta­va fue ca­rri­le­ro iz­quier­do y en Sép­ti­ma Luis So­ler lo pu­so de cin­co. Mo­rre­si lo su­bió a la re­ser­va a prin­ci­pios del 99 en ese pues­to y de­bu­tó el 29 de abril de 1999 con­tra Ra­cing, el club del que es hin­cha. Ju­gó seis par­ti­dos más an­tes de des­cen­der y en el Na­cio­nal B Ba­bing­ton lo pu­so de ocho y fue uno de los es­tan­dar­tes del as­cen­so, con 36 par­ti­dos. Por esos días cum­plió uno de sus gran­des sue­ños: sa­có a sus pa­dres y sus dos her­ma­nos de la pie­ci­ta que al­qui­la­ban en Per­driel y Us­pa­lla­ta pa­ra lle­var­los a un cua­tro am­bien­tes.

“De chi­co no tu­ve la po­si­bi­li­dad de dar­me al­gu­nos lu­jos –re­vi­ve hoy Lu­cho, con in­di­si­mu­la­ble or­gu­llo–, co­mo com­prar­me ro­pa, pe­ro gra­cias a Dios mis vie­jos siem­pre se es­for­za­ron pa­ra te­ner­nos bien a los tres, pa­ra dar­nos de co­mer. Mi pa­pá mu­chas ve­ces se iba ca­mi­nan­do al tra­ba­jo pa­ra que yo pu­die­ra ir en co­lec­ti­vo a en­tre­nar­me y no lle­ga­ra can­sa­do a las prác­ti­cas. Y esas co­sas a uno lo mar­can. No vi­vía en una ca­sa lu­jo­sa, pe­ro te­nía un lu­gar don­de dor­mir. Lo úni­co que me da­ba un po­co de ver­güen­za era lle­var a los ami­gos a mi ca­sa, te­nían que ser ami­gos-ami­gos, co­no­cer­me bien pa­ra que no me die­ra ver­güen­za”.

Igual, na­da re­sul­tó sen­ci­llo en su vi­da. “En un mo­men­to hu­bo un pro­ble­ma con mi vie­jo y se fue a Uru­guay, y co­mo la gen­te de Hu­ra­cán que­ría que si­guie­ra en­tre­nán­do­me bien y me des­pe­ja­ra, me lle­vó a la pen­sión. Fue una gran ex­pe­rien­cia”.

Tan lin­da e inol­vi­da­ble co­mo los via­jes a La Que­mi­ta en el co­lec­ti­vo 46, pa­ra ir cur­tién­do­se la piel en las in­fe­rio­res del Glo­bi­to: “Ha­cía un re­co­rri­do me­dio com­pli­ca­do, una ho­ri­ta de via­je. Yo me su­bía an­tes de la can­cha de Hu­ra­cán y des­pués el bon­di se me­tía por la vi­lla que es­tá atrás de la can­cha. Al fi­nal su­bían los chi­cos de San Lo­ren­zo, en­ton­ces ha­bía un po­co de ri­va­li­dad, aun­que nun­ca pa­só na­da. Des­pués, cuan­do es­ta­ba en Pri­me­ra y en­tre­na­ba en la can­cha, me iba ca­mi­nan­do, eran unas diez cua­dras. Y me en­te­ra­ba un po­co lo que pen­sa­ban to­dos los hin­chas”.

Clau­dio Mo­rre­si, que lo te­nía bien iden­ti­fi­ca­do por ser el coor­di­na­dor ge­ne­ral del fút­bol ama­teur, con­tó al­gu­na vez: “Lu­cho de­bió so­por­tar du­ran­te mu­cho tiem­po que le di­je­ran que por ser tan fla­qui­to no se po­dría adap­tar a un fút­bol con tan­to ro­ce. Qui­zás en otro club ni si­quie­ra le hu­bie­ran da­do una opor­tu­ni­dad, por­que hoy se prio­ri­zan otras va­ria­bles. No­so­tros le hi­ci­mos al­gu­nos es­tu­dios por el te­ma de su fí­si­co, pe­ro nos la ju­ga­mos por él por­que tie­ne in­men­sas cua­li­da­des téc­ni­cas”. Va­ya si las de­mos­tró en el tiem­po.

Lu­cho ad­mi­ra­ba al Tur­co Gar­cía por su ca­ris­ma y por­que era el ído­lo de Ra­cing. Más de una vez se lo cru­zó en la agen­cia de au­tos que te­nía en Par­que Pa­tri­cios y se fue fe­liz con el au­tó­gra­fo. Chi­la­vert era su otro gran ído­lo. Has­ta que le to­có ser al­can­za­pe­lo­tas en un Hu­ra­cán-Vé­lez que el Glo­bi­to iba ga­nan­do. Le or­de­na­ron que hi­cie­ra tiem­po. Cum­plió. Y Chi­la no se la ban­có: pri­me­ro lo pu­teó y des­pués le ti­ró un pe­lo­ta­zo. “Mi vie­ja ha­bía vis­to to­do eso por la te­le y al lle­gar a ca­sa, ya ha­bía ti­ra­do a la ba­su­ra to­dos los pós­ters que te­nía de él en la pie­za”, evo­ca Lu­cho.

Si se tra­ta de con­vo­car a la nos­tal­gia, por su­pues­to que no pue­den fal­tar los pi­ca­dos en la Pla­za Es­pa­ña, co­ra­zón de Pa­tri­cios. ¡Cuán­tas his­to­rias de és­tas, pe­ro con fi­nal anó­ni­mo exis­ti­rán en nues­tros sa­gra­dos po­tre­ros!

“Mi vie­jo la­bu­ra­ba de se­re­no en el Me­són Es­pa­ñol –se emo­cio­na–, era un res­tau­ran­te con po­nies y ca­ba­llos don­de iba mu­cha gen­te a co­mer y sa­car­se fo­tos los do­min­gos. No­so­tros vi­vía­mos a la vuel­ta  y por ahí nos que­dá­ba­mos a dor­mir ahí, to­dos los días al me­dio­día ve­nía un gru­po de obre­ros a la pla­za a ju­gar a la pe­lo­ta y nos pren­día­mos. Des­pués nos que­dá­ba­mos ju­gan­do a los pe­na­les en pa­re­ja con Ma­xi, mi her­ma­no, por uno o dos pe­sos, que en ese mo­men­to era bue­na pla­ta… ma­ta­ba el me­dio­día y des­pués iba al co­le­gio”.

El co­le­gio de­bió es­pe­rar por­que el fút­bol lo cap­tó de­fi­ni­ti­va­men­te y exi­gió ex­clu­si­vi­dad. Tras bri­llar tres años en Hu­ra­cán, a me­dia­dos del 2002 via­jó a Fran­cia pa­ra su­mar­se al Cha­teau­roux, de Se­gun­da Di­vi­sión. Prac­ti­có con sus nue­vos com­pa­ñe­ros, pe­ro fi­nal­men­te el pa­se se ca­yó. Por suer­te pa­ra él. Ape­nas vol­vió, lo com­pró Ri­ver cuan­do tam­bién lo pre­ten­dían Bo­ca y Ra­cing. Seis me­ses con la Ban­da le al­can­za­ron pa­ra ga­nar­se un lu­gar en la se­lec­ción lo­cal que via­jó a la gi­ra por Cen­troa­mé­ri­ca a prin­ci­pios del 2003. Me­tió un gol en su de­but an­te Hon­du­ras y otro –un go­la­zo– a Es­ta­dos Uni­dos. Y el pre­mio lle­gó por de­can­ta­ción: fue el úni­co de ese plan­tel que via­jó a Ho­lan­da a ju­gar con los eu­ro­peos. Ca­si dos años des­pués, na­die ima­gi­na a Lu­cho le­jos de la ce­les­te y blan­ca.

Na­ci­do pa­ra la ba­ta­lla

Tie­ne 20 años y co­mo hi­jo pró­di­go de San Lo­ren­zo, in­mor­ta­li­za­da por Ca­bral –sol­da­do he­roi­co–, na­ció pre­pa­ra­do pa­ra el com­ba­te. En sus ini­cios era de­lan­te­ro, igual que pa­pá Os­car, que ju­ga­ba de nue­ve en la re­ser­va del Ne­well’s cam­peón del Me­tro 74. Pe­ro Os­car co­no­cía bien a su hi­jo y en su rol de téc­ni­co de Ba­rrio Vi­la, el club de los pri­me­ros pa­sos, lo pa­só al cen­tro del cam­po.

Imagen Como siempre, Mascherano dejando hasta la último gota de sudor para quedarse con la pelota. En esta oportunidad con la camiseta de la Selección frente a Venezuela.
Como siempre, Mascherano dejando hasta la último gota de sudor para quedarse con la pelota. En esta oportunidad con la camiseta de la Selección frente a Venezuela.

A los 13 años, Ja­vier Ale­jan­dro Mas­che­ra­no fue a pro­bar­se a Re­na­to Ce­sa­ri­ni. El In­dio So­la­ri, en­car­ga­do de dar el ve­re­dic­to, diag­nos­ti­có sin du­dar: “Es­te va a ser el cin­co de la Se­lec­ción”. Y Os­car se lar­gó a reír. Ya en su nue­vo club, el pa­pá le ad­vir­tió que ese equi­po ju­ga­ba los tor­neos de la li­ga ro­sa­ri­na, no los de la AFA. “No im­por­ta, por­que si jue­go bien acá, al­guien me va a ver”, ima­gi­nó el pi­be. Per­so­na­li­dad que le di­cen.

No se to­ma­ba el 46 co­mo Lu­cho, si­no el “le­che­ro” que pa­ra­ba en to­dos los pue­blos. En­ton­ces cum­plía una jor­na­da bas­tan­te par­ti­cu­lar: ma­ña­na en la es­cue­la, un sánd­wich en el co­lec­ti­vo mien­tras de­san­da­ba las dos ho­ras de via­je has­ta Re­na­to, el en­tre­na­mien­to a la tar­de y re­cién a las nue­ve de la no­che otra vez en ca­sa.

Pa­só por cuan­ta se­lec­ción ju­ve­nil se for­mó y no fal­tó a nin­gu­na ci­ta. Ya co­men­za­ba a to­mar for­ma de co­ne­ji­to Du­ra­cell. De­bu­tó en la ma­yor an­tes que en Ri­ver y fue ele­gi­do ca­pi­tán por sus com­pa­ñe­ros del Sub-20 en el Su­da­me­ri­ca­no de Uru­guay 03 cuan­do era uno de los cua­tro que aún no ha­bían de­bu­ta­do en su club, to­dos in­di­cios del tem­pe­ra­men­to que lo dis­tin­gue.

Fue spa­rring en el Mun­dial 2002 y allí ha­bló mu­cho con Al­mey­da. “Ver­los llo­rar tras la eli­mi­na­ción cuan­do jue­gan en los me­jo­res clu­bes del mun­do, cuan­do ya han ga­na­do un mon­tón de co­sas en sus ca­rre­ras, me con­mo­vió”, se sin­ce­ra.

A Ri­ver lle­gó a pun­to de cum­plir 14 años y a los 16 se lo qui­so lle­var el Ajax, pe­ro ter­mi­nó de­sis­tien­do por­que de­bía mar­char­se con la pa­tria po­tes­tad y no le pa­re­cía co­rrec­to. Ex­plo­tó en el se­gun­do se­mes­tre del 2003, cuan­do ya lo em­pe­za­ba a car­co­mer la an­sie­dad, y la idea de ir a prés­ta­mo a otro club le mar­ti­lla­ba la ca­be­za: “Cuan­do veía que mis com­pa­ñe­ros iban a la Pri­me­ra y con­mi­go no pa­sa­ba na­da, em­pe­zó a bro­tar­me la in­cer­ti­dum­bre, me pre­gun­ta­ba si iba a te­ner al­gu­na chan­ce”.

Al igual que Lu­cho, el des­ti­no le hi­zo un gui­ño. Pe­se a las du­das, se que­dó en Ri­ver, Pe­lle­gri­ni lo hi­zo de­bu­tar en el Aper­tu­ra 03 y a par­tir de allí fue pro­ta­go­nis­ta de un via­je ver­ti­gi­no­so que lo eri­gió en ti­tu­lar in­dis­cu­ti­ble de Ri­ver, en cam­peón olím­pi­co y en pie­za cla­ve de la Se­lec­ción ma­yor.

Hoy, en Ri­ver tie­ne co­mo en­tre­na­dor a quien fue por mu­chos años su es­pe­jo. ¿To­ma la pos­ta del apo­do? “El es el Je­fe, pe­ro yo, ¿el Je­fe­ci­to? Nooooo –se ríe Mas­che–, son co­sas que in­ven­ta la pren­sa, me fal­ta mu­cho pa­ra me­re­cer un ró­tu­lo así. Es muy bue­na la re­la­ción con Leo, es im­por­tan­te que ten­ga bue­na on­da con los ju­ga­do­res por­que una con­vi­ven­cia así afian­za al gru­po. Me ha­bla mu­cho, me mar­ca lo que ten­go que me­jo­rar. Y yo quie­ro apren­der los se­cre­tos que él sa­be. Siem­pre me fi­jé en él de pi­be, no só­lo por lo que ju­ga­ba, si­no por có­mo lo que­ría la gen­te, el res­pe­to que irra­dia­ba”.

Con 20 años, el que irra­dia res­pe­to aho­ra es él. A tal pun­to que fi­gu­ra en las car­pe­tas del Real Ma­drid, el Bar­ce­lo­na y La Co­ru­ña. Se­gu­ra­men­te, no pa­sa­rá del 2005 en Ri­ver.

Ida y vuel­ta

Preo­lím­pi­co, Clau­su­ra, Li­ber­ta­do­res, Co­pa Amé­ri­ca, Jue­gos Olím­pi­cos, eli­mi­na­to­rias, Su­da­me­ri­ca­na, Aper­tu­ra. Ocho tor­neos en me­nos de un año los tu­vie­ron co­mo pro­ta­go­nis­tas prin­ci­pa­les. Siem­pre uno al la­do del otro.

“El Preo­lím­pi­co nos ayu­dó pa­ra sa­ber lo que era la Se­lec­ción ma­yor, o al­go pa­re­ci­do, y se ar­mó un gru­po es­pec­ta­cu­lar”, arran­ca Mas­che. Y Lu­cho se pe­ga con un re­cuer­do de sa­bor am­bi­guo: “La Co­pa Amé­ri­ca es una ex­pe­rien­cia inol­vi­da­ble, fue mi pri­me­ra opor­tu­ni­dad de ju­gar un tor­neo de esa tras­cen­den­cia. Es­tar con ju­ga­do­res ya con­sa­gra­dos y sa­ber lo que sien­ten por la ca­mi­se­ta de la Se­lec­ción de­ja una en­se­ñan­za muy gran­de, aun­que se ha­ya per­di­do en el úl­ti­mo se­gun­do”.

Imagen Dos amigos, que además, se complementan muy bien en la cancha.
Dos amigos, que además, se complementan muy bien en la cancha.

Hu­bo fi­nal de ca­be­zas ga­chas, Adria­no me­dian­te, pe­ro al­go hi­zo clic. “Yo creo que en la Co­pa se dio la re­con­ci­lia­ción con la gen­te –eva­lúa el Je­fe­ci­to–, em­pe­za­mos a cam­biar la ma­ne­ra de ju­gar. En ese tor­neo em­pe­cé a sen­tir­me ju­ga­dor de Se­lec­ción. Y al to­que se die­ron los Jue­gos, que fue la con­sa­gra­ción de un gru­po que ve­nía muy gol­pea­do por per­der esa Co­pa. Fue una ex­pe­rien­cia her­mo­sa, la me­jor de mi cor­ta ca­rre­ra. Yo me que­dé im­pac­ta­do cuan­do iba ca­mi­nan­do por la Vi­lla y me en­con­tré con Ro­ger Fe­de­rer. Ahí éra­mos to­dos igua­les, no nos co­no­cía na­die. A la vuel­ta de los Jue­gos, la Mu­ni­ci­pa­li­dad me man­dó un jeep y me pa­sea­ron por las ca­lles, pa­re­cía un es­tre­lla de rock”.

“A mí me pa­sa de re­cor­dar mo­men­tos a ni­vel gru­pal –se pren­de Lu­cho–, anéc­do­tas que no te ol­vi­das más: ir a la Acró­po­lis, co­mer to­dos jun­tos, es­tar en el co­lec­ti­vo con dis­tin­tos atle­tas, co­sas que no co­no­cía­mos.”

Co­pa Amé­ri­ca y Jue­gos, ese mes y me­dio de com­pe­ten­cia exi­gen­te, los en­con­tró en su pi­co de ren­di­mien­to. Los dos coin­ci­den en la eva­lua­ción.

–¿Sien­ten que la gen­te ya los con­si­de­ra ju­ga­do­res de Se­lec­ción, que es­tán más allá de Ri­ver?

–Los de Bo­ca, por lo me­nos –se an­ti­ci­pa Mas­che–, no me pu­tean ni na­da, si­no que me re­co­no­cen lo que ha­go en la Se­lec­ción. Eso es­tá bue­no.

–Siem­pre su­ce­de en dis­tin­tos pro­ce­sos –com­ple­ta Lu­cho–. Es­te año hu­bo un re­cam­bio de ju­ga­do­res, tu­vi­mos la chan­ce de ju­gar y ren­dir­le al téc­ni­co. A Mar­ce­lo le voy a es­tar siem­pre agra­de­ci­do por dar­me la po­si­bi­li­dad de ju­gar en la Se­lec­ción.

–Nun­ca me ima­gi­né que po­día ir­se –si­gue Mas­che–. Ni yo ni na­die en el equi­po. Fue un bal­da­zo de agua fría. Pe­ro aho­ra es­tá Jo­sé, un gran téc­ni­co, ga­na­dor, y al que mu­chos co­no­ce­mos.

–Yo es­tu­ve con Jo­sé en la eta­pa pre­via al Mun­dial 2001 –se su­ma Lu­cho–, des­pués me le­sio­né y no me lla­ma­ron más. Es­ta­ba muy ilu­sio­na­do, pe­ro sa­bía que no an­da­ba en un buen ni­vel y la de­ci­sión que to­mó Jo­sé fue jus­ta. No me que­dó nin­gún ren­cor, hoy me doy cuen­ta de que en ese mo­men­to no su­pe apro­ve­char la opor­tu­ni­dad. Aho­ra me reen­con­tré con él y me hi­zo un co­men­ta­rio pe­que­ño que que­da pa­ra uno…

–Si se hu­bie­ra da­do tu pa­se al Cha­teau­roux…

–No es­ta­ría vi­vien­do es­ta ac­tua­li­dad, se­gu­ro. Uno nun­ca sa­be lo que po­dría lle­gar a pa­sar, pe­ro aho­ra se dio to­do rá­pi­do, muy de gol­pe, mu­chas co­sas lin­das jun­tas, que es di­fí­cil vol­ver a vi­vir­las. Por eso tra­to de dis­fru­tar­las al má­xi­mo.

–Te vi­no bien en­ton­ces que se ca­ye­ra el pa­se.

–Bien no, me vi­no bár­ba­ro. Agra­dez­co no sé a quién que el pa­se no se ha­ya he­cho. Y des­pués que me to­ca­ra Ri­ver.

–¿No sien­ten el ago­ta­mien­to por una tem­po­ra­da tan ex­te­nuan­te?

–En la can­cha no –ase­gu­ra Mas­che–, pe­ro en la se­ma­na… (ri­sas), ahí sí cues­ta un po­co. Sien­to mu­chos do­lo­res, pe­ro fal­ta po­qui­to y des­pués voy a po­der des­can­sar. No me arre­pien­to de no ha­ber­me to­ma­do va­ca­cio­nes, por­que creo que gra­cias a eso pu­de ga­nar­me un lu­gar en Ri­ver. Ju­gar es lo que más me gus­ta ha­cer. Por eso no me que­jo, al con­tra­rio.

–Por aho­ra se aguan­ta –si­gue Lu­cho–, los pro­fes te tra­tan de una ma­ne­ra es­pe­cial y sa­ben que lo im­por­tan­te es lle­gar bien al par­ti­do.

–Lu­cho, ha­ce un tiem­po di­jis­te que te fal­ta­ba ser más egoís­ta, dar­le más al ar­co, ¿lo co­rre­gis­te?

–Sí, aho­ra soy un po­co más atre­vi­do. Re­cuer­do mu­cho una fra­se de Ba­bing­ton en un en­tre­na­mien­to: “Pa­ra que pa­sen co­sas, pa­ra ar­mar al­gún lío, hay que pa­tear al ar­co”. En in­fe­rio­res no era de pa­tear mu­cho, veía a los ju­ga­do­res de Pri­me­ra y pen­sa­ba ¡có­mo le pue­den pe­gar con tan­ta fuer­za! ¿Có­mo pue­den ha­cer esos cam­bios de fren­te?

 

Hoy los ha­ce co­mo si no tu­vie­ra que es­for­zar­se, con na­tu­ra­li­dad, con su­ti­le­za, con una ca­te­go­ría que no de­ja de asom­brar. De ca­li­dad com­pro­ba­da, si al­gu­no te­nía al­gu­na mí­ni­ma du­da de la tem­pe­ra­tu­ra pec­to­ral de Lu­cho, el úl­ti­mo clá­si­co por la Li­ber­ta­do­res en el Mo­nu­men­tal le pu­so pun­to fi­nal a cual­quier dis­cu­sión. Por su fer­vor, por el go­la­zo que me­tió, por có­mo el fes­te­jo le na­ció en las en­tra­ñas y se hi­zo ala­ri­do in­con­te­ni­ble, esa no­che Lu­cho ter­mi­nó de con­quis­tar­se los co­ra­zo­nes mi­llo­na­rios. Mas­che, en cam­bio, ya era jo­yi­ta de la ca­sa an­tes de de­bu­tar con la Pri­me­ra. Mi­ma­do y ad­mi­ra­do por los hin­chas, su re­co­no­ci­mien­to ad­quie­re to­da­vía más va­lor por­que lo con­si­gue des­de la lu­cha, en un club que his­tó­ri­ca­men­te se in­cli­nó por la ge­né­ti­ca de los crea­ti­vos.

Lu­cho y Mas­che, ta­len­tos com­ple­men­ta­rios, ami­gos y com­pin­ches, tan­to aden­tro co­mo afue­ra. Cam­peo­na­zos del año, du­pla de fie­rro, si cual­quier día de és­tos los ve en un pi­ca­do pla­ye­ro, no se asus­te: to­da­vía tie­nen pi­las pa­ra ra­to.

 

FUTBOL EN LA SANGRE

Dos vivencias, un mismo sentimiento. “Cuando pongo muchas energías en un objetivo determinado, después, aunque gane o pierda, no puedo contener las lágrimas. Lo asumo: los partidos los vivo con una carga sentimental muy fuerte”, se sincera Mascherano. Y Lucho se prende con una historia curiosa que marca cómo el fútbol estaba predestinado en su vida antes de nacer: “Mi viejo es de Montevideo y mi vieja, de Santiago de Chile. Mi mamá trabajaba de empleada en una casa y tuvo que ir a la casa de mi papá a llevarle una radio para que pudiera escuchar el Mundial 78. Así que se conocieron por el fútbol. Y un par de años más tarde llegué yo. La verdad, jamás imaginé que iba vivir algo de lo que viví en el fútbol”.

 

Por Diego Borinsky y Tomas Ohanian  

Estadisticas: Roberto Glucksmann

Fotos: Alejandro Chaskielberg