Las Entrevistas de El Gráfico

2002. Cachito Vigil, el domador

Fue el estratega del éxito de Las Leonas en el Mundial de Australia 2002, el primero que conquistó el Hockey sobre césped nacional. Reflexiones y anécdotas de Sergio Vigil, ex jugador, actor vocacional y docente de alma.

Por Redacción EG ·

28 de marzo de 2019

“Lo único que quie­ro es ir a un lu­gar con olor a ca­fé”, di­ce. Son las dos de la tar­de del do­min­go. “To­da­vía no to­mé na­da des­de que me le­van­té”, agre­ga Ser­gio Vi­gil, el do­ma­dor de Las Leo­nas.

Es­tu­vo una ho­ra en­ce­rra­do en uno de los con­ge­la­dos es­tu­dios de Amé­ri­ca, pa­ra el pro­gra­ma Tri­bu­na Ca­lien­te. Y aho­ra só­lo quie­re to­mar­se un buen ca­fé. Se lo me­re­ce. El jue­ves via­jó a Mon­te­vi­deo, en Bu­que­bús, con su mu­jer, Mar­ce­la, pa­ra dar un cur­so. “Se los ha­bía pro­me­ti­do ha­ce tres me­ses.” Re­gre­sa­ron el sá­ba­do, a las diez de la no­che, y se fue­ron di­rec­ta­men­te a la fies­ta del SIC, “un club con el que me sien­to to­tal­men­te iden­ti­fi­ca­do”. Se acos­ta­ron a las cin­co de la ma­ña­na. ¿No se me­re­ce, en­ton­ces, un ca­fé?

Se­rá él quien eli­ja el lu­gar. Y mien­tras lle­ga­mos, y co­mo una ma­ne­ra de rom­per el hie­lo, di­va­ga­mos  so­bre un par de te­mas. Acep­ta que es­to de dar no­tas es­tá in­cor­po­ra­do co­mo par­te de su tra­ba­jo. Que al­gu­nas en­tre­vis­tas le gus­tan más que otras, y que a ve­ces se sin­tió mal con al­gún tí­tu­lo. “Una vez ti­tu­la­ron que yo me iría a tra­ba­jar con Adrián Suar. Y era una fra­se fue­ra de con­tex­to, lo que yo ha­bía di­cho, en rea­li­dad, es que, co­mo ac­tor que soy, si al­gu­na vez me lla­ma­ra Suar acep­ta­ría. Eso fue to­do, pe­ro el es­pí­ri­tu de la no­ta era to­tal­men­te dis­tin­to.”

 

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Ha­rá de­te­ner el au­to en Ave­ni­da del Li­ber­ta­dor al 6400: Any­way… se lla­ma el lu­gar. Ca­fé con le­che, dos me­dia­lu­nas de man­te­ca y una de gra­sa, por fa­vor. Afir­ma que su pa­sión por el bo­xeo aho­ra tie­ne al­gu­nos lí­mi­tes. “La épo­ca de los Mon­zón, Leo­nard, Ga­lín­dez, Ba­llas, Loc­che… El bo­xeo me en­can­ta. Pe­ro aho­ra, que es­toy ca­sa­do, los sá­ba­dos a la no­che veo un po­co me­nos.” Le de­ci­mos al­go así co­mo que ha es­pe­ra­do un tiem­po con­si­de­ra­ble pa­ra ca­sar­se. “Y… sí. Yo me ca­sé en mar­zo de 2000. Mi es­po­sa se lla­ma Mar­ce­la Inés Ma­nes. En­tre los 25 y los 31 vi­ví… ¿có­mo de­cir­te? En­tre la de­si­lu­sión y la so­le­dad, no en­con­tra­ba la per­so­na que me aca­ri­cia­ra el al­ma. La co­no­cí en no­viem­bre de 1997. Ella co­mo es­pec­ta­do­ra, yo co­mo ac­tor en una obra que se da­ba en el Club Ciu­dad de Bue­nos Ai­res: Prue­ba de Amor, de Ro­ber­to Arlt. Mar­ce­la era ami­ga del es­po­so de la di­rec­to­ra y vi­no a ver la obra. Esa no­che, con la otra pa­re­ja, ce­na­mos en Ro­jo y Ne­gro (por Li­ber­ta­dor, cer­ca de Ri­ver). Ella vol­vió y…”

Ha­ce una pau­sa, Ca­chi­to. Me­nea la ca­be­za y se ríe.

“To­do em­pe­zó con una por­ción de piz­za ca­la­bre­sa. Vol­vi­mos a co­mer a Ro­jo y Ne­gro. Iba a ser­vir una por­ción de piz­za ca­la­bre­sa y se le vol­có en el pla­to. Yo le di­je que era una piz­za re­vo­lu­cio­na­ria. Y la char­la nos lle­vó a des­cu­brir que te­nía­mos los mis­mos va­lo­res, los mis­mos gus­tos fi­lo­só­fi­cos, el mis­mo res­pe­to por los idea­les del Che Gue­va­ra, por los va­lo­res de la iz­quier­da, que a los dos nos gus­ta­ba Sil­vio Ro­drí­guez, Pa­blo Mi­la­nés, Joan Ma­nuel Se­rrat… Ella es li­cen­cia­da en bi­blio­te­co­lo­gía, es­tu­dió fi­lo­so­fía y, cuan­do mu­rió el pa­dre, es­ta­ba ha­cien­do un es­tu­dio so­bre Nietzs­che, fue muy fuer­te pa­ra ella. Así que si­guió con el pro­fe­so­ra­do de gim­na­sia, co­mo una ma­ne­ra de des­pe­jar­se. Ella y yo ama­mos la fi­lo­so­fía, es… sen­tir el bál­sa­mo de Pla­tón y tam­bién me­ter­se en la tor­men­ta de Nietzs­che. Eso y la lec­tu­ra, cla­ro: Sa­ba­to, Ga­lea­no, Cor­tá­zar…”

 

– ¿Y Gar­cía Már­quez?

– ¿Sa­bés que no? Es un te­ma que te­ne­mos que re­vi­sar, que ten­go que re­vi­sar.

– ¿Y Var­gas Llo­sa?

–Sí, lo leí. Con él se da el te­ma de su ta­len­to de es­cri­tor por un la­do y sus ten­den­cias po­lí­ti­cas por el otro. Y es un buen te­ma, por­que ¿no es lo im­por­tan­te juz­gar el pro­duc­to fi­nal? Di­go, la in­ti­mi­dad del hom­bre le per­te­ne­ce. No es qui­zás el ca­so del Che, que pre­go­na­ba lo que ha­cía y sus va­lo­res es­tu­vie­ron siem­pre sus­ten­ta­dos en la ac­ción. El re­co­rrió la Ar­gen­ti­na, vi­vió las mis­mas an­gus­tias de la gen­te. Yo creo que con Fi­del ese pro­yec­to se li­mi­tó a Cu­ba, mien­tras que con el Che se hu­bie­ra ex­pan­di­do más…”

 

Imagen Vigil con las las 18 primeras campeonas del mundo: Karina Masotta, Luciana Aymar, Mariela Antoniska, Soledad García, Magdalena Aicega, María Paz Ferrari, Ayelén Stepnik, Vanina Oneto, Mariana González Oliva, Mercedes Margalot, María de la Paz Hernández, Cecilia Rognoni, María Inés Parodi, Paola Vukojicic, Mariné Russo, Inés Arrondo, Natlai Doreski y Claudia Burkart.
Vigil con las las 18 primeras campeonas del mundo: Karina Masotta, Luciana Aymar, Mariela Antoniska, Soledad García, Magdalena Aicega, María Paz Ferrari, Ayelén Stepnik, Vanina Oneto, Mariana González Oliva, Mercedes Margalot, María de la Paz Hernández, Cecilia Rognoni, María Inés Parodi, Paola Vukojicic, Mariné Russo, Inés Arrondo, Natlai Doreski y Claudia Burkart.
 

EL AC­TOR EM­PE­ZO cuan­do Ca­chi­to te­nía unos cua­tro años, ape­nas. Ama­ba su­bir­se a los es­ce­na­rios. Y can­tar. “Me su­bí y can­té ‘Yo ten­go fe’ y lo can­té tan mal que me abu­chea­ron, ima­gi­na­te, na­die abu­chea a un chi­co de cua­tro años, lo mal que ha­bré can­ta­do. Pe­ro an­tes de can­tar, cuan­do su­bí y me mo­ví, me aplau­die­ron mu­cho. En­ton­ces me di­je que no iba a ser can­tor, pe­ro sí ac­tor. Y así fue. Y fue tam­bién en el Club Ciu­dad de Bue­nos Ai­res, yo ten­dría 13 años, cuan­do me arri­mé a un gru­po de tea­tro que di­ri­gía Gus­ta­vo Bil­bao. Yo, pa­ra to­dos, era el Chi­qui­to Na­ri­gón. Pa­ra en­ton­ces ya ju­ga­ba al hóc­key: arran­qué a los 8. Ahí co­no­cí a Mar­ce­lo Ga­rraf­fo, un re­fe­ren­te fun­da­men­tal: por él me hi­ce ju­ga­dor, de la mis­ma ma­ne­ra que cuan­do co­no­cí a Luis Jor­ge Cian­cia me in­cli­né por la do­cen­cia. Amo en­se­ñar. Mi­rá: es­to me vie­ne de fa­mi­lia. Ten­go dos her­ma­nos. Au­gus­to Ju­lián (36), que ju­ga­ba al rubgy, y Ma­ría Agus­ti­na (31), que hi­zo va­rios de­por­tes. Yo ten­go 37, na­cí el 11 de agos­to de 1965. De mi ma­má, Lu­cía, vie­ne mi amor por la do­cen­cia, que tam­bién ella ejer­cía. Y de mi pa­pá, que tam­bién se lla­ma­ba Ser­gio, por lo de­por­ti­vo. Hi­zo de to­do. Mu­rió en ju­lio de 1996, así que no lle­gó a ver­me co­mo téc­ni­co de la Se­lec­ción, por­que me nom­bra­ron en di­ciem­bre, pe­ro ¿sa­bés qué? Yo sé que él me acom­pa­ña, que si­gue a mi la­do. Era pru­den­te, me­di­do, ce­ro cho­lu­lo –nun­ca una fo­to– y no fal­ta­ba nun­ca a los par­ti­dos. Y él me acom­pa­ña, es­toy se­gu­ro…”

Cuan­do te­nía 17 años, a Ca­chi­to lo lla­ma­ron del se­lec­cio­na­do ju­ve­nil y de­jó el tea­tro. Pa­ra 1997 fue a una cla­se de tea­tro al Club Ciu­dad –en el que, co­mo se no­ta, han trans­cu­rri­do al­gu­nos de los mo­men­tos más im­por­tan­tes de su vi­da–, y a los diez mi­nu­tos ya es­ta­ba me­ti­do en una im­pro­vi­sa­ción. Aho­ra te­nía tiem­po pa­ra de­di­car­se al tea­tro otra vez: ya no ju­ga­ba, te­nía las tar­des li­bres… Ni lo du­dó. Do­ra Alon­so le di­jo que te­nía una obra “pa­ra vos”. Y fue aqué­lla, la de Ro­ber­to Arlt, la que le per­mi­tió co­no­cer a la que se­ría su mu­jer. Se ca­sa­ron en la igle­sia San­tia­go Após­tol. ¿Adi­vi­nó adón­de fue­ron de lu­na de miel? A Cu­ba, ob­via­men­te: nin­gu­no de los dos ha­bía es­ta­do an­tes. Cin­co días en Ca­yo Lar­go, otros 5 en La Ha­ba­na, cin­co más en Va­ra­de­ro. Y mu­chas ho­ras re­co­rrien­do el Mu­seo de la Re­vo­lu­ción.

–¿Lo vis­te a Ma­ra­do­na?

–No, y me hu­bie­ra gus­ta­do. El y Vi­las son dos gran­des re­fe­ren­tes del de­por­te ar­gen­ti­no. Yo ju­ga­ba al te­nis por­que que­ría ser co­mo Vi­las. Es­fuer­zo y con­vic­ción. No era un ta­len­to­so, pe­ro po­nía ga­rra en ca­da ju­ga­da. Así co­mo cuan­do era chi­qui­to vi a Ju­lio Cu­fré y me em­pe­zó a gus­tar el tra­ba­jo de en­tre­na­dor; así ad­mi­ra­ba a Vi­las. Die­go, a su vez, era un re­go­ci­jo pa­ra el al­ma. Te­nía el fue­go sa­gra­do, ése que lo ha­cía co­rrer co­mo el me­nos ta­len­to­so, si ha­cía fal­ta. Lo que­rían has­ta los con­tra­rios.”

 

Imagen El abrazo emocionado de Vigil con Ayelén Stepnik en Australia, después de la final.
El abrazo emocionado de Vigil con Ayelén Stepnik en Australia, después de la final.
 

ESO DE “EL EQUI­PO DE VI­GIL” lo ale­gra, pe­ro no le agra­da de­ma­sia­do. Es cons­cien­te de que no es él, si­no to­do un cuer­po téc­ni­co. Y no lo fir­ma des­de la co­mo­di­dad del com­pro­mi­so. Se le no­ta. “Mi­rá, hay dos chi­cos, uno el her­ma­ni­to de Vi­la y otro de la Se­gun­da Di­vi­sión del Ban­co Pro­vin­cia que, jun­to a Da­mián An­gio, el en­tre­na­dor de ar­que­ros, es­tu­vie­ron en­sa­yan­do con Ma­rie­la los cor­ners cor­tos. Y cuan­do Ma­rie­la ata­jó los pe­na­les de­ci­si­vos, se no­tó el tra­ba­jo de esos dos chi­cos, ¿en­ten­dés? Ellos fue­ron par­te de eso. Mi­rá el ca­so de Ga­briel So­lei­ro. Yo lo in­vi­té con las en­tra­das al Mun­dial; él se pa­gó el pa­sa­je y todos los demás. O Pa­blo Ma­ca­na y Da­niel Mi­nar­do. O Luis Ba­rrio­nue­vo, el me­jor pre­pa­ra­dor fí­si­co que tu­ve en mi vi­da: tra­ba­jé con él de 1987 a 1990, cuan­do ju­ga­ba en el se­lec­cio­na­do. Yo asu­mí el car­go a los 31 años, con­ti­nuan­do a Cian­cia. Con­vi­vo con Ba­rrio­nue­vo des­de el 87 has­ta hoy, y tie­ne un por­cen­ta­je al­tí­si­mo de la mís­ti­ca que tie­ne es­ta Se­lec­ción. Ga­briel Mi­na­deo –que es un ser de otro pla­ne­ta, la no­ble­za he­cha per­so­na–, La­lo y Gaby iban a ver los otros par­ti­dos, me pa­sa­ban da­tos… Eso es un equi­po, ¿en­ten­dés? Mi fun­ción es sa­car lo me­jor de ca­da uno, pe­ro to­dos nos nu­tri­mos de to­dos, yo soy só­lo una par­te”.

 

Cuan­do asu­mió la di­rec­ción téc­ni­ca, les di­jo a las chi­cas que mi­ra­ran a su al­re­de­dor. Que to­do lo que te­nían es­ta­ba he­cho, que ha­bía que cons­truir so­bre lo que es­ta­ba. Odia (aun­que es una for­ma de de­cir, pues pa­re­ce im­po­si­ble que Ca­chi­to pue­da odiar) a los que arran­can cam­bian­do to­do ra­di­cal­men­te.

 

–Tra­to de hi­lar muy fi­no. No me gus­tan que me di­gan ob­se­si­vo por los vi­deos que veo, por los ri­va­les que ana­li­zo. No es eso. Yo ten­go en cla­ro que sa­ber es im­por­tan­te, aun­que pen­sar tam­bién es de­ter­mi­nan­te. Yo pue­do ver mu­chos vi­deos, pe­ro no pue­do es­truc­tu­rar al ju­ga­dor, ten­go que dar­le alas pa­ra que pue­da vo­lar.

–Eso de no cor­tar las alas me lo di­jo Me­not­ti ha­ce un par de me­ses.

–Es que ése es el pun­to. No es una cien­cia exac­ta. Lo que se ve en la can­cha es re­sul­tan­te del tra­ba­jo, de lo que se le trans­mi­tió al ju­ga­dor. Cuan­do asu­mí me di­je­ron: ojo, que la mu­jer no pien­sa. Y fue un error. El va­rón to­ma el men­sa­je co­mo lo que es. Si hay una mo­les­tia en­tre dos se aga­rran a pi­ñas y chau. La mu­jer se preo­cu­pa por las for­mas; to­do lo que pa­sa, pa­sa por su in­te­lec­to. Si lo­gra­mos que pue­dan pen­sar, se da lo que se da, con es­tos lo­gros de­por­ti­vos. Hu­bo un pe­río­do de fa­ti­ga, de tan­to in­sis­tir con el “pien­sen, re­fle­xio­nen, ana­li­cen”. La ju­ga­do­ra tie­ne que ser… a ver si me ex­pli­co: res­pon­sa­ble pa­ra re­cu­pe­rar la pe­lo­ta, pe­ro “irres­pon­sa­ble” –o me­jor di­cho– au­daz cuan­do la tie­ne, ahí es don­de tie­ne to­do pa­ra crear. La or­ga­ni­za­ción que uno le da a la co­sa per­mi­te la crea­ción. El de­sor­den fa­ci­li­ta el caos.

–Pe­ro uno ima­gi­na a una ju­ga­do­ra que vie­ne y te di­ce: “Hoy me pe­leé con mi no­vio y…”.

–¡No! ¿Ves? Eso pa­sa en los clu­bes, no en la Se­lec­ción. Cuan­do la mu­jer le to­ma el gus­ti­to a la con­vi­ven­cia, cuan­do lo­gra adap­tar­se a la esen­cia de la sim­ple­za del va­rón sin per­der la fe­mi­ni­dad, se lo­gra un gran gru­po. Nelly Gis­ca­fré (la psi­có­lo­ga del equi­po) tie­ne mu­cho que ver. Por­que no­so­tros es­ti­mu­la­mos, no­so­tros mo­ti­va­mos, no ha­bla­mos de pre­sión. Ella vi­no a Nue­va Ze­lan­da pa­gán­do­se to­do ➤ ➤ y lue­go tu­vo que vol­ver­se. Le pre­gun­té qué te­nía que me­jo­rar de mí y me di­jo: “Te­nés que es­tar ac­ti­va­do, pe­ro tran­qui­lo”. Por­que te ha­brás da­do cuen­ta de que soy hi­per­qui­né­ti­co…

 

Imagen La medalla dorada en el pecho, y Cachito en la cancha de hóckey, el lugar donde mejor se siente.
La medalla dorada en el pecho, y Cachito en la cancha de hóckey, el lugar donde mejor se siente.
 

 

PE­SA 58 KI­LOS. Ad­mi­te que “co­mo cuan­do me acuer­do”. Duer­me un pro­me­dio de 5 ho­ras. No usa ni re­loj, ni ca­de­nas, ni ce­lu­lar. No tie­ne ni el ani­llo de ca­sa­do. “Pe­ro por­que lo per­dí ba­rre­nan­do”, acla­ra. Ad­mi­te que sí, que no pue­de que­dar­se quie­to. Y que, du­ran­te el Mun­dial, só­lo gri­tó un gol, el fi­nal. An­tes de ca­da par­ti­do re­za. Le pi­de a Dios que le de cla­ri­dad pa­ra dar la char­la téc­ni­ca. Que le de cla­ri­dad pa­ra ha­cer los cam­bios apro­pia­dos. Que le de cla­ri­dad pa­ra po­ten­ciar el tra­ba­jo de ca­da ju­ga­do­ra. An­tes de ca­da par­ti­do, cuan­do al­za los ojos al cie­lo, pien­sa en su pa­dre, y le pa­re­ce ver­lo cer­ca de él, re­cos­ta­do en el alam­bra­do. Se le nu­blan los ojos cuan­do lo re­cuer­da. Ad­mi­te que va po­co a la igle­sia, pe­ro que es ca­tó­li­co y ne­ce­si­ta sen­tir las cos­qui­llas del al­ma. Un gran ami­go su­yo, Pa­blo Mo­ra­ga, y que aho­ra es un mís­ti­co, le di­ce que “Dios nos da la pe­lo­ta, pe­ro no jue­ga el par­ti­do” y tra­ta de te­ner­lo muy en cla­ro. Ad­mi­te que odia el di­ne­ro, que ape­nas po­see un de­par­ta­men­to chi­co (va por la cuo­ta nú­me­ro 10) y que no pue­de en­ten­der que ha­ya ri­cos y po­bres con una di­fe­ren­cia tan bru­tal. Ad­mi­te que la pla­ta es pa­ra gas­tar­la. Ga­na 3.000 pe­sos de la Se­cre­ta­ría de De­por­tes por su tra­ba­jo. Da clí­ni­cas por la Con­fe­de­ra­ción Ar­gen­ti­na de Hóc­key, co­mo otros téc­ni­cos. Cuan­do va al in­te­rior, pro­cu­ra que to­do lo re­cau­da­do sea a be­ne­fi­cio. Y que, si al­gún día lle­ga a te­ner di­ne­ro, le en­can­ta­ría le­van­tar una es­cue­la de fron­te­ra. “Mi mu­jer pien­sa igual, y co­mo tra­ba­ja en la Bi­blio­te­ca del Con­gre­so des­de ha­ce diez años, ha­ría una bi­blio­te­ca”.

To­da­vía no tie­nen hi­jos, pe­ro sa­ben que si es ne­na se lla­ma­rá Pau­la y, si es va­rón, Tia­go (“Co­mo nom­bre no exis­te, se me ocu­rrió de gol­pe.”).

Ad­mi­ra a De Ni­ro, Hoff­man, Pa­ci­no y en­tre los nues­tros a dos ac­to­res “com­pro­me­ti­dos, co­mo son Gran­di­net­ti y So­lá”. Sue­ña con es­cri­bir dos li­bros, uno so­bre hóc­key, el otro so­bre los de­sa­fíos. No le gus­ta aque­llo de que “lo más di­fí­cil de lle­gar es man­te­ner­se”. Se­gún sus pa­la­bras, “man­te­ner­se es no cre­cer. Y cuan­do uno lle­ga a al­go lo que tie­ne que ha­cer es acep­tar el de­sa­fío de se­guir cre­cien­do”. Su­bra­ya que los cam­peo­nes no son gen­te ex­traor­di­na­ria, si­no gen­te nor­mal que ha­ce co­sas ex­traor­di­na­rias.

 

ME­NOT­TI, BIEL­SA Y BIAN­CHI son sus re­fe­ren­tes. “Bian­chi es un gran ar­ma­dor de equi­pos y tie­ne la bo­he­mia de los maes­tros. Me­not­ti to­ma un ju­ga­dor bue­no y lo ha­ce ex­traor­di­na­rio; es un ar­tis­ta. Biel­sa tie­ne hu­mil­dad, éti­ca, so­li­da­ri­dad, co­he­ren­cia; tie­ne siem­pre los ojos hú­me­dos, eso ha­bla de su sen­si­bi­li­dad”.

Le en­can­tan los di­chos de Bi­lar­do y se eno­ja cuan­do al­guien afir­mó que él (Ca­chi­to) es hin­cha de Ri­ver y Bo­ca. “Yo soy só­lo hin­cha de la Se­lec­ción y si un club jue­ga bár­ba­ro, me en­can­ta; co­mo me gus­ta, por ejem­plo, esa con­jun­ción en­tre el fút­bol y la ga­rra de Bo­ca, o el gus­to por lo ex­qui­si­to de Ri­ver.”

Se ca­só con la can­ción de Mer­ce­des So­sa (“Su­be… su­be…”, en­to­na de­sen­to­na) y to­man­do la la­pi­ce­ra del cro­nis­ta, es­cri­be con la zur­da al­gu­nos de sus fa­vo­ri­tos: Los Ca­ra­ba­jal, Gua­rany, Ca­fru­ne, Los Chal­cha­le­ros, Ata­hual­pa, He­re­dia, Vi­gliet­ti, Leon Gie­co (la lis­ta si­gue).

Es ami­go de In­ter­net, pe­ro no fa­ná­ti­co. Du­ran­te las com­pe­ten­cias no lee los dia­rios. Y, a la ho­ra de ele­gir el mo­men­to más im­por­tan­te de su vi­da, afir­ma, sin me­dias tin­tas, que fue el de su ca­sa­mien­to.

Ya son las cua­tro de la tar­de. El re­mi­se se fue. Nos que­da­mos en el me­dio de la Li­ber­ta­dor con Ca­chi­to. La des­pe­di­da se ha­ce ca­si abrup­ta. Vie­ne el co­lec­ti­vo 15. To­ma el co­lec­ti­vo, Ca­chi­to. Y se pier­de, co­mo uno más,  por una Li­ber­ta­dor des­nu­da y pa­cí­fi­ca, co­mo co­rres­pon­de a un do­min­go a la tar­de .

Por Carlos Irusta / Fotos: Martín Sorter (2002)