¡Habla memoria!

Mark Spitz: Tiburón indomable (y campeón olvidado)

Considerado el nadador más veloz de todos los tiempos, en Munich 1972 se convirtió en el primer atleta en ganar siete medallas de oro en unas olimpiadas. Además, fue uno de los primeros deportistas en explotar su figura con fines publicitarios. Sin embargo siempre vivió a la sombra de un éxito fugaz; y de un atentado terrorista que lo relegó para siempre.

Por Redacción EG ·

12 de marzo de 2014
Imagen CAMPEON DORADO. Producción posterior a los Juegos Olímpicos de Munich 1972 en la que Mark Spitz exhibe sus siete preseas de oro. Fue la figura de las olimpiadas hasta que el ataque terrorista palestino lo relegó para siempre.
CAMPEON DORADO. Producción posterior a los Juegos Olímpicos de Munich 1972 en la que Mark Spitz exhibe sus siete preseas de oro. Fue la figura de las olimpiadas hasta que el ataque terrorista palestino lo relegó para siempre.
“No te confundas, la natación no es todo en la vida. Ganar lo es”, le dijo Arnold Spitz a su hijo Mark, que tenía diez años y acababa de salir segundo en una competencia escolar. Con lágrimas en los ojos, el chico que había aprendido a nadar antes que hablar, aceptó el desafío avergonzado. A partir de entonces, nunca más se volvió a perdonar una derrota.

Nacido en California y criado en las costas de Hawaii, Mark Spitz comenzó a competir en la Asociación Cristiana de Jóvenes –YMCA, según sus siglas en inglés- y a los catorce años se trasladó a Santa Clara para entrenar con el mítico George Haines, preparador de Don Schollander, medallista olímpico en Tokio 1964 y México 1968. Su velocidad en el agua y la excelencia con la que nadaba el estilo mariposa no tardaron en llamar la atención.

El ascenso de Spitz fue tan vertiginoso que Haines, viendo que superaba los números de Schollander en los entrenamientos que compartían, lo incluyó en el equipo estadounidense que disputó las olimpiadas de 1968. Impulsado por su carácter impetuoso y también por un ego de juventud alimentado –seguramente- por su padre, el californiano juró que ganaría seis medallas de oro en México. Pues no lo hizo, y “solo” se quedó con cuatro. Pero volvió en Munich 1972 y cumplió su palabra con creces: obtuvo siete preseas doradas. Un récord absoluto para un atleta de su tiempo, que fue quebrado por Michael Phelps recién en Beijing 2008.

Lógicamente, la olimpiada alemana fue el salto a la gloria de Spitz. Ganó los 100 y los 200 metros estilo libre. También los 100 y los 200 metros mariposa –su especialidad-, y tres carreras de relevos. Con un frondoso peinado y un característico bigote, emergió como la figura indiscutible de aquellos Juegos Olímpicos. Precursor también en los negocios, fue tentado por las principales marcas y sucumbió ante el canto de sirena del patrocinio promocionando unas zapatillas Adidas de una manera heterodoxa: luego de ganar los 200 metros estilo libre, subió al podio con los pies desnudos, dejó el calzado a un lado, recogió la medalla y se agachó, lentamente, para agarrar nuevamente las zapatillas. En todas las fotos del día siguiente su cara sonriente brillaba junto a las tres tiras.

Aquel burdo acting que llevó a cabo para evadir las trabas del Comité Olímpico Internacional (COI), que prohibía a los atletas obtener cualquier tipo de beneficio económico, le acarreó más de un problema con sus competidores. Finalmente las autoridades desestimaron las denuncias considerando que la circunstancia “había sido fruto de la casualidad” y Spitz siguió bañándose en oro.

Todo el mundo hablaba de él, y era imposible referirse a Munich 1972 sin resaltar sus proezas. Sin embargo el horror sacudió para siempre la tranquilidad de la villa olímpica y los logros de Spitz quedaron sepultados, bajo los escombros de la inocencia perdida, cuando el 5 de septiembre un grupo terrorista palestino asesinó a dos atletas israelíes y tomó a otros nueve como rehenes. Reclamaban la liberación de más de cien extremistas musulmanes encarcelados en Jerusalén. Las negociaciones fracasaron, y todos, salvo tres terroristas, murieron.

Tras un par de horas de interrupción, la olimpiada, por iniciativa del COI, siguió su curso normal, pero ya nadie recordaba al Tiburón indomable.

En la crónica de cómo el sueño de Spitz en Munich 1972 se convirtió en pesadilla no puede faltar una mención especial a la conferencia de prensa que dio luego del ataque terrorista. Visiblemente nervioso, el nadador que creció en el seno de una familia judía aseguró que los asesinatos eran un hecho trágico inaceptable, aunque compartió la idea de continuidad de los Juegos. La comunidad internacional no le perdonó su “traición”, y Spitz abandonó Alemania antes de la ceremonia de clausura.

Ya de vuelta en Estados Unidos, el californiano se dedicó a amasar una fortuna que alcanzó los siete millones de dólares y a rankear su imagen. Fue la cara publicitaria de numerosas marcas y compitió en popularidad con el presidente Richard Nixon, el mismo que luego se desplomó por el escándalo Watergate. No obstante, Spitz ya había perdido la motivación y otros intereses lo asaltaban. Se retiró a los 22 años, con un saldo de once medallas olímpicas, e intentó iniciar una carrera como actor. En Hollywood no le fue bien y pronto su nombre se diluyó. Sólo recuperó reconocimiento con un exitoso emprendimiento inmobiliario en Beverly Hills.

Durante años, cuando le consultaban si todavía nadaba, meneaba la cabeza negativamente con cara de pocos amigos. Sin embargo a finales de los ochenta reanudó los entrenamientos e hizo un incipiente intento de volver a la competencia con Barcelona 1992 en el horizonte. No tuvo suerte, y en la carrera decisiva terminó segundo. Su estrella se había apagado y sus enfrentamientos con las autoridades del COI eran ya una constante. En 1999 afirmó que la entidad regente de los Juegos Olímpicos siempre tuvo la tecnología para detectar determinadas sustancias prohibidas en los controles antidoping, pero que por presiones de China y del bloque oriental desistió de utilizarla. Esa fue una de las últimas oportunidades en las que su nombre rebotó en los medios de comunicación.

“No te confundas, la natación no es todo en la vida. Ganar lo es”, le dijo Arnold Spitz a su hijo Mark. Y Mark ganó. Ganó más que nadie hasta que abandonó la natación por todo lo que había ganado. Una curiosa paradoja en la vida del nadador más rápido de la historia, que cuando quiso volver a ganar ya había perdido todo.

Matías Rodríguez