¡Habla memoria!

Villa Real

La pelota es reina en los barrios más pobres de la Capital y del Gran Buenos Aires. Cada lugar tiene sus códigos y sus secretos. En esta recorrida se relatan algunos. Otros, quedan sepultados en los pasillos.

Por Redacción EG ·

09 de agosto de 2019

Fal­tan diez mi­nu­tos pa­ra las sie­te de la ma­ña­na. Hay mu­cho sol, po­co mo­vi­mien­to y al­gu­nos pe­rros la­dran­do al uní­so­no. Jo­nat­han se le­van­ta de su ca­tre, ca­si au­to­má­ti­ca­men­te y sin es­cu­char un des­per­ta­dor. Sien­te el za­ma­rreo de Fer­nan­do, su her­ma­no ma­yor, y sa­be que se tie­ne que levantar, no hay tu­ tía. No le es­pe­ra un de­sa­yu­no con tos­ta­das y mer­me­la­da, ni una le­che cho­co­la­ta­da con me­dia­lu­nas; des­pués de to­do, el pi­be de 12 años vi­ve en el Ba­rrio Ri­va­da­via, en la vi­lla del Ba­jo Flo­res, y no se ob­ser­van mu­chos lu­jos en el ho­ri­zon­te. Se la­va la ca­ra en una ca­ni­lla que re­ga­la al­gu­nas go­tas de agua mi­la­gro­sa, se pei­na fren­te al es­pe­jo que cuel­ga de una pá­li­da pa­red de la­dri­llos y se cal­za unas za­pa­ti­llas Ni­ke blan­cas. Más es­ce­na­rio: cha­pas en el te­cho, cor­do­nes con ro­pa se­cán­do­se, y ocho her­ma­nos más chi­cos to­da­vía so­ñan­do.

Sie­te de la ma­ña­na en pun­to. ¿Fút­bol tan tem­pra­no? Sí, por más que Jo­nat­han no sea un fa­ná­ti­co de la re­don­da, ni tenga pós­ters de Ri­quel­me ni un par de bo­ti­nes Pu­ma Ma­ra­do­na (los más usa­dos en la vi­lla). Sim­ple­men­te le es­tá de­jan­do un lu­gar a su her­ma­no ma­yor, que, des­cal­zo, es­pe­ra im­pa­cien­te su tur­no pa­ra des­can­sar des­pués de pa­sar to­da la no­che yi­ran­do por las ca­lles de Bue­nos Ai­res. Y... la vi­lla es así: no to­dos en­tran en la ca­sa de un am­bien­te, al­guien tie­ne que de­jar una ca­ma li­bre.

Imagen El picado en la villa del Bajo Flores. Los chicos juegan a las 7 de la mañana porque no tienen otro lugar adonde ir.
El picado en la villa del Bajo Flores. Los chicos juegan a las 7 de la mañana porque no tienen otro lugar adonde ir.

¿Adón­de ir sin un lu­gar pa­ra pa­sar la ma­ña­na? Mu­chos to­man el tren y pi­den li­mos­na a la sa­li­da del sub­te. Otros ven­den cu­ba­ni­tos por cin­cuen­ta cen­ta­vos, lim­pian vi­drios en los se­má­fo­ros y rue­gan por al­gu­na mo­ne­da a cam­bio de una es­tam­pi­ta de san Ca­ye­ta­no. Pe­ro Jo­nat­han no. Ca­mi­na unas cua­dras y se jun­ta con otros chi­cos en una es­cue­la, cer­ca de la vi­lla, y par­ti­ci­pa del Tor­neo de los Va­lien­tes, un cam­peo­na­to or­ga­ni­za­do por maes­tros y pro­fe­so­res de gim­na­sia, que se em­pie­za a ju­gar con la sa­li­da del sol, pa­ra que los chi­cos no den vuel­tas, sin rum­bo, mien­tras sus her­ma­nos ma­yo­res usan las ca­mas. “Es una ma­ne­ra de ale­jar­los de ries­gos co­mo la dro­ga, la de­lin­cuen­cia y la pros­ti­tu­ción in­fan­til. Ade­más jue­gan a la pe­lo­ta y rea­li­zan una ac­ti­vi­dad acorde con su edad, que a los chi­cos les vie­ne bár­ba­ro”, cuen­ta Raúl Pa­gli­lla, uno de los pro­fe que tra­ba­ja a pul­món pa­ra los chi­cos de la ENEM nú­me­ro 3. La can­ti­dad no im­por­ta: a ve­ces se or­ga­ni­za un seis con­tra seis o un quin­ce con­tra quin­ce, eso es lo de me­nos. El te­ma es que la pe­lo­ta em­pie­ce a ro­dar. Y, pre­ci­sa­men­te, es en ese mo­men­to cuan­do se des­pier­ta, ca­si diez mi­nu­tos des­pués que Jo­nat­han y sin que na­die lo za­ma­rree, una de las co­lum­nas más fir­mes y res­pe­ta­das del uni­ver­so vi­lle­ro: el fút­bol.

 

LA PE­LO­TA QUE AYU­DA

No se des­cu­bre na­da di­cien­do que la si­tua­ción del país alentó la pro­li­fe­ra­ción de las vi­llas al­re­de­dor y adentro de la Ciu­dad de Bue­nos Ai­res. Un ejem­plo pa­ra en­ten­der su im­pre­sio­nan­te cre­ci­mien­to: diez años atrás, el área equi­va­lía a la to­ta­li­dad del Mu­ni­ci­pio de Vi­cen­te Ló­pez. En cam­bio, hoy, en ple­na cri­sis, pa­ra pen­sar en una ex­ten­sión equi­va­len­te ha­bría que jun­tar a to­da la Ca­pi­tal Fe­de­ral, Vi­cen­te Ló­pez, San Isi­dro y un sec­tor de San Fer­nan­do. Re­su­mien­do: en una dé­ca­da la su­per­fi­cie pa­só de 34,4 kilómetros cuadrados a 305,7; es de­cir que el au­men­to del área ocu­pa­da por las vi­llas fue ca­si del mil por cien­to.

El ham­bre y las en­fer­me­da­des son mo­ne­da co­rrien­te en el ca­len­da­rio vi­lle­ro. Es más, uno de los ju­ga­do­res que más le lla­mó la aten­ción a El Grá­fi­co por su es­ti­lo de jue­go se es­tá re­cu­pe­ran­do, po­co a po­co, de una tu­ber­cu­lo­sis que lo pu­so al bor­de de la muer­te. “Sí, es­tu­ve mal, pe­ro aho­ra me­jo­ré y pue­do ju­gar a la pe­lo­ta. Di­cen que la en­fer­me­dad que tu­ve es gra­ve, pe­ro yo no sé, só­lo me do­lía el cuer­po y te­nía mu­cha tos. Mi ma­má me pe­día que no ju­ga­ra al fút­bol, pe­ro yo ata­ja­ba así no me agi­ta­ba tan­to y ella no se da­ba cuen­ta”, cuenta ba­jo una ca­mi­se­ta de la Se­lec­ción.

Imagen La pelota de la villa, casi de otra época; los botines del 10, los más populares.
La pelota de la villa, casi de otra época; los botines del 10, los más populares.

Si el fút­bol es una es­pe­cie de me­di­ci­na pa­ra re­cu­pe­rar a chi­cos en­fer­mos, tam­bién se po­dría de­cir que los ali­men­ta: la pe­lo­ta dio pie a la crea­ción de va­rios co­me­do­res in­fan­ti­les en las vi­llas, lu­gar que an­tes ca­si no exis­tía. “Veía­mos que va­rios chi­cos se des­ma­ya­ban ju­gan­do porque es­ta­ban des­nu­tri­dos, no da­ban más. En­ton­ces con la gen­te de acá de­ci­di­mos armar un lu­gar pa­ra po­der ali­men­tar­los por­que su­frían mu­cho al no po­der ju­gar por­que es­ta­ban en ca­ma. Aho­ra ellos vie­nen con­ten­tos y traen a sus ami­gos siem­pre a co­mer por­que, se­gún di­cen, sin ham­bre ha­cen más go­les”, cuen­ta Ta­ti, coordinadora del co­me­dor in­fan­til de la vi­lla del Ba­jo Flo­res. Ella tie­ne diez hi­jos y de­jó el ba­rrio por­te­ño de Vi­lla Cres­po ha­ce 12 años. Y ame­na­za: “Ojo, que en el co­me­dor so­mos to­das mu­je­res y es­ta­mos pen­san­do en ar­mar un equi­po de fút­bol fe­me­ni­no…”.

En el lu­gar tam­bién se pren­de Emi­lio, el pro­fe­sor de plás­ti­ca que uti­li­za a la re­don­da co­mo he­rra­mien­ta im­pres­cin­di­ble: “No­so­tros ha­ce­mos hin­ca­pié en la par­te ar­tís­ti­ca. ¿Te pen­sás que es fá­cil con­ven­cer a 20 pi­bes de la vi­lla pa­ra que te di­bu­jen un ele­fan­ti­to o te ar­men un pe­rro con plas­ti­li­na? No, na­da que ver, me lo ti­ran por la ca­be­za. ¿En­ton­ces qué ha­go? Les pe­go el gri­to: ‘¡Chi­cos, si me di­bu­jan un ar­co iris des­pués va­mos a ju­gar a la pe­lo­ta!’. Y ahí no sa­bés có­mo les en­tran a los lá­pi­ces de co­lo­res. Otra que Pi­cas­so… El fút­bol es im­por­tan­tí­si­mo pa­ra ellos, lo dis­fru­tan un mon­tón. A mí me sor­pren­dió la im­por­tan­cia que tie­ne en es­te ám­bi­to de po­bre­za”.

En las vi­llas porteñas, la ma­yo­ría de los extranjeros es de ori­gen bo­li­via­no. El res­to se re­par­te en­tre chi­le­nos, uru­gua­yos, peruanos y bra­si­le­ños. Los gru­pos son muy ce­rra­dos; por ejem­plo los de Bo­li­via no sue­len jun­tar­se con sus ve­ci­nos de Chi­le; ni los aman­tes del sam­ba y el car­na­val sue­len ha­cer­lo con los cul­to­res del can­dom­be. Así es en la vi­da. Así es en la can­cha…

Imagen Nada mejor que una cerveza para esperar el partido. “Si está fría, joya; si no, no importa...”
Nada mejor que una cerveza para esperar el partido. “Si está fría, joya; si no, no importa...”

“A ve­ces or­ga­ni­za­mos un Ar­gen­ti­na-Bo­li­via co­mo pa­ra ha­cer­lo más in­ter­na­cio­nal, pe­ro no acos­tum­bra­mos ju­gar con ellos muy se­gui­do. Los bo­li­via­nos tie­nen su cam­peo­na­to, sus re­glas, jue­gan dis­tin­to. No vi­ven el fút­bol co­mo los ar­gen­ti­nos o los bra­su­cas, que la tie­nen ata­da. Ade­más, las ve­ces que ju­ga­mos siem­pre hu­bo pro­ble­mas, así que ca­da uno se que­da en su ba­rrio y lis­to”, acla­ra Juan, que vis­te una ca­mi­se­ta de Bo­ca y se dis­tan­cia de sus her­ma­nos la­ti­noa­me­ri­ca­nos “por­que no­so­tros so­mos lo­ca­les, lo­co…”.

Así es el fút­bol vi­lle­ro, aquel que fue cu­na de ju­ga­do­res co­mo Ri­quel­me, Hou­se­man, Te­vez y Die­go. Ese de las anéc­do­tas, las pa­ta­das y el po­tre­ro. El de la po­bre­za, el ham­bre y la mar­gi­na­ción. Un fút­bol pla­ga­do de his­to­rias dig­nas de ser con­ta­das.

 

A MA­TAR O MO­RIR

Ca­si emu­lan­do a los vie­jos gla­dia­do­res del cal­cio flo­ren­ti­no, en la vi­lla exis­te un tor­neo a ca­ra de pe­rro, ju­ga­do por la gen­te que vi­ve en ella, don­de “los de los otros ba­rrios no son bien­ve­ni­dos por­que ar­man qui­lom­bo”. Se tra­ta del Tor­neo Re­lám­pa­go. Los sá­ba­dos y los do­min­gos se reú­nen al­re­de­dor de 150 ju­ga­do­res, que se re­par­ten en diez equi­pos con un so­lo ob­je­ti­vo: que­dar­se con el pre­mio del día. En es­te cer­ta­men (ca­da plan­tel tie­ne que apor­tar 50 pe­sos a una es­pe­cie de me­sa de con­trol pa­ra par­ti­ci­par) no se en­tre­gan tro­feos ni me­da­llas, pe­ro el cam­peón se lle­va des­de cer­ve­zas he­la­das has­ta chi­vi­tos y le­cho­nes pa­ra el asa­do. Y, por su­pues­to, el pre­mio ma­yor: los 500 pe­sos que se sue­len re­cau­dar. Ca­da equi­po po­ne la pla­ta pa­ra la “ins­crip­ción” y es­pe­ra su tur­no to­man­do una cer­ve­za (“una so­la por­que la bi­rra tie­ne que aguan­tar to­do el día”, di­cen). Tam­po­co fal­tan los cho­ri­pa­nes y el otro tor­neo, más cor­to y tan apa­sio­nan­te co­mo los Re­lám­pa­go: el de tru­co. Los pun­tos se anotan con ta­pi­tas de cer­ve­za y nun­ca fal­ta quien anun­cie: “¿Ju­ga­mos por es­to, no?”, se­ña­lan­do el tra­se­ro del ri­val de tur­no.

 

Imagen El anuncio del Torneo de los Valientes.
El anuncio del Torneo de los Valientes.
 

El tor­neo Re­lám­pa­go es de to­dos con­tra to­dos, se em­pie­za a ju­gar a las 10 de la ma­ña­na y ter­mi­na a la no­che, cuan­do ya no hay luz. No es un cer­ta­men or­ga­ni­za­do, eso se com­prue­ba con al­gu­nos da­tos: los pri­me­ros par­ti­dos se jue­gan a dos tiem­pos de 25 mi­nu­tos, pe­ro los úl­ti­mos, cuan­do cae la no­che, son de 15, ya que la cer­ve­za y el can­san­cio em­pie­zan a ha­cer efec­to. No hay ca­mi­se­tas, jue­ces de lí­nea, ni tam­po­co pe­lo­tas de repuesto. Otra par­ti­cu­la­ri­dad: el ár­bi­tro es ele­gi­do al azar y, ge­ne­ral­men­te, es la per­so­na que pre­fie­re agua an­tes que la be­bi­da etí­li­ca (ésa es la ra­zón prin­ci­pal por la que es­ca­sean los jue­ces en es­tos tor­neos).

Pe­ro los Re­lám­pa­go, po­co a po­co, se es­tán de­jan­do de ju­gar. Hu­go Ra­mí­rez, 36 años, al­ba­ñil des­de que tie­ne me­mo­ria, le ex­pli­có a El Grá­fi­co el por­qué: “Acá en La Ca­va no se jue­gan más. No ha­ce mu­cho ma­ta­ron a un pi­be, uno más. Pa­sa que la gui­ta ti­ra y mu­chos no se ban­can per­der. Pe­ro, ojo, los que es­ta­mos ju­gan­do no ar­ma­mos el bar­do; el qui­lom­bo lo em­pie­zan los de afue­ra. Vos po­dés aga­rrar­te a pi­ñas en el me­dio del par­ti­do y na­die se pue­de me­ter, el que pal­ma, pal­ma… Pe­ro mien­tras ju­gás no es­tás ‘cal­za­do’ con un chum­bo, no le vas a pe­gar un ti­ro ahí no­más, cual­quier co­sa des­pués lo vas a bus­car a la ca­sa y lo arre­glás. En la can­cha la co­sa se po­ne pe­sa­da cuan­do en­tran los su­plen­tes y los que vie­nen a mi­rar. Ahí, aga­rra­te. Hay ti­ros, cu­chi­llos, de to­do. Muy po­cas ve­ces que­dó el muer­to ti­ra­do en el pi­so, en el me­dio de la can­cha. Eso sí: al que lo que­ría ayu­dar lo apu­ra­ban y le de­cían: ‘Eyy, lo­co, ¿qué ha­cés? ¿Vos te que­rés ir con él?’. Por eso, pre­fe­ri­mos ju­gar me­nos por pla­ta por­que no da­ba pa­ra más”.

Los re­lám­pa­go (to­ma­ron ese nom­bre por­que em­pie­za y ter­mi­na el mis­mo día) sue­len ju­gar­se den­tro de la vi­lla, en­tre sus in­te­gran­tes. Mu­chas ve­ces son el lu­gar de en­cuen­tro en­tre gru­pos con cuen­tas pen­dien­tes den­tro del mis­mo ba­rrio. Otras, es la ra­zón pa­ra sal­dar vie­jas deu­das con gen­te de otra vi­lla.

Imagen Todos al área, a buscar el gol del triunfo. Más de una vez los partidos se ponen calientes.
Todos al área, a buscar el gol del triunfo. Más de una vez los partidos se ponen calientes.

Da­niel, otro ex ju­ga­dor del tor­neo que no quie­re re­ve­lar su ape­lli­do por­que “des­pués los ‘co­ba­ni’ (po­li­cías) lo leen en la re­vis­ta y es­tá to­do mal”, cuen­ta que “cuan­do hay ‘pi­ca’, en un par­ti­do de on­ce con­tra on­ce, los 22 ju­ga­do­res es­tán ‘cal­za­dos’. Al­gu­nos jue­gan en pan­ta­lón lar­go y lle­van el fie­rro en el bol­si­llo. Por eso a ve­ces es me­jor no ti­rar ca­ños ni ha­cer una de más por­que a la pri­me­ra pa­ta­da fea, los de afue­ra, que tam­bién tie­nen chum­bos, en­tran y se ca­gan a ti­ros… Más de una vez tu­vi­mos que per­der un com­pa­ñe­ro. Por eso nos or­ga­ni­za­mos, pu­si­mos re­glas y nos de­ja­mos de pe­lo­tu­dear. Era de­ma­sia­do pe­lo­tu­da­je.”

 

MA­NOS A LA OBRA

Cuan­do en la vi­lla se ha­bla de or­ga­ni­za­ción, no se re­fie­re só­lo al he­cho de re­par­tir ca­mi­se­tas y pan­ta­lon­ci­tos igua­les. ¿Se ima­gi­na un tor­neo bo­li­via­no, en ple­na vi­lla del Ba­jo Flo­res, con cu­po de ex­tran­je­ros pa­ra los ar­gen­ti­nos? Sí, así es. ¿Y un tri­bu­nal de dis­ci­pli­na en el me­dio de la vi­lla, don­de por ca­da tar­je­ta ama­ri­lla el ju­ga­dor de­be de­po­si­tar un pe­so y por ca­da ro­ja, cin­co? “Cuan­do te ex­pul­san –co­men­ta Ra­món Ra­mí­rez, un hin­cha fa­ná­ti­co del fút­bol bo­li­via­no– te­nés que pa­gar una es­pe­cie de mul­ta pa­ra po­der ju­gar el par­ti­do si­guien­te. Si no te­nés la gui­ta, te te­nés que ban­car una fe­cha sin ju­gar. Pe­ro la ma­yo­ría lle­ga a un arre­glo y sa­le a la can­cha. Co­mo pa­sa con el fa­mo­so ar­tí­cu­lo 225…” Pe­ro el úni­co aliciente de los pro­ta­go­nis­tas de es­te cam­peo­na­to no es la glo­ria de lle­gar a ser el me­jor. Anual­men­te, en­tre ellos, eli­gen a los me­jo­res 16 ju­ga­do­res, for­man la se­lec­ción “bo­liar­gen­ti­na” y via­jan a su tie­rra pa­ra dis­pu­tar va­rios amis­to­sos, co­mo bro­che fi­nal del cam­peo­na­to.

El tor­neo bo­li­via­no, que se jue­ga los do­min­gos en el pre­dio de Ar­gen­ti­nos Ju­niors en el Ba­jo Flo­res y ac­tual­men­te es­tá en ple­na eta­pa de de­fi­ni­ción, se di­vi­de en dos gru­pos de 12 equi­pos ca­da uno. Pa­ra par­ti­ci­par, de­ben pa­gar una ins­crip­ción de 50 pe­sos (“te acep­tan pa­ta­co­nes, bo­nos, lo que sea”), más 27 por par­ti­do. Ade­más de una co­pa, el ga­na­dor se lle­va ca­mi­se­tas, shorts, me­dias y bu­zos de­por­ti­vos pa­ra to­do el plan­tel. Tam­bién los or­ga­ni­za­do­res de­ci­den quién es el me­jor ju­ga­dor, el ar­que­ro que más se des­ta­có, y los pre­mian, jun­to al go­lea­dor, con una me­da­lla. Y pa­ra ha­cer­la com­ple­ta y evi­tar in­con­ve­nien­tes, se con­tra­tan ár­bi­tros de AFA, por lo que se uti­li­zan las re­glas ofi­cia­les del fút­bol gran­de.

 

Imagen La ducha, después del partido.
La ducha, después del partido.
 

La can­ti­dad de gen­te que se jun­ta pa­ra ver los par­ti­dos de­pen­de de la im­por­tan­cia del en­cuen­tro. Exis­ten clá­si­cos, cho­ques abu­rri­dos y al­gu­nos don­de la gen­te sa­be que lle­ga a la can­cha pa­ra ver una go­lea­da. Los hin­chas y ju­ga­do­res de ca­da equi­po pue­den se­guir el tor­neo por ra­dio, en FM La­ti­na, don­de exis­te un pro­gra­ma ex­clu­si­vo del campeonato, con to­da la da­ta so­bre po­si­cio­nes, go­lea­do­res y el re­su­men de los par­ti­dos. Im­po­si­ble no es­tar in­for­ma­do, en­ton­ces.

Tam­po­co fal­ta la im­pres­cin­di­ble ayu­da de las es­po­sas y ma­dres de los ju­ga­do­res a la ho­ra de jun­tar, la­var y po­ner a se­car toa­llas, re­me­ras y pan­ta­lo­nes des­pués de los tor­neos. “En­ci­ma que lle­gan a cual­quier ho­ra –se que­ja una se­ño­ra ex­ce­di­da en ki­los–, vie­nen trans­pi­ra­dos. Cla­ro, las que des­pués tie­nen que la­var so­mos no­so­tras. No im­por­ta, ya es­ta­mos acos­tum­bra­das”. Para ellas, ya es un clá­si­co, los do­min­gos a la no­che, ver con­jun­tos de ca­mi­se­tas, shorts y me­dias se­cán­do­se, col­gan­do de una so­ga. Una es­ta­dís­ti­ca ex­trao­fi­cial: la ma­yor can­ti­dad de ro­bos de in­du­men­ta­ria de­por­ti­va se pro­du­cen en la ma­dru­ga­da del lu­nes.

 

EL TI­RO DEL FI­NAL

De la or­ga­ni­za­ción al caos hay un so­lo pa­so. Y de la paz a la gue­rra, tam­bién. Dos años atrás, en El Cam­pi­to, jus­to en la es­qui­na de Ave­ni­da Ries­tra y Agus­tín de Ve­dia, se ju­ga­ban, los do­min­gos a la ma­ña­na, los par­ti­dos de un cam­peo­na­to si­mi­lar al bo­li­via­no, pe­ro com­par­ti­do con re­si­den­tes pe­rua­nos. Del tor­neo par­ti­ci­pa­ban al­re­de­dor de vein­te equi­pos, con sus res­pec­ti­vas ca­mi­se­tas y tam­bién con un ár­bi­tro ofi­cial, que co­bra­ba un viá­ti­co por par­ti­do di­ri­gi­do. Exis­tía una co­mi­sión que se en­car­ga­ba de la or­ga­ni­za­ción del ca­len­da­rio, el fix­tu­re y re­co­lec­ta­ba el di­ne­ro de la ins­crip­ción. En su ma­yo­ría, los ju­ga­do­res te­nían en­tre 18 y 40 años y vi­vían en el Ba­rrio Ri­va­da­via y en la Vi­lla 1-11-14, que se separan só­lo por una pa­red de la­dri­llos. Tam­bién los más chi­cos te­nían su lu­gar: los que pin­ta­ban bien apro­ve­cha­ban su opor­tu­ni­dad pa­ra acos­tum­brar­se a la “al­ta com­pe­ten­cia”. Has­ta ahí, to­do nor­mal. Pu­ra or­ga­ni­za­ción.

Imagen El equipo al frente, la villa detrás. En la cancha se ve muy poco pasto. “El piso es un desastre, igual todos los goles son de puntín.”
El equipo al frente, la villa detrás. En la cancha se ve muy poco pasto. “El piso es un desastre, igual todos los goles son de puntín.”

Gus­ta­vo, un jo­ven de 20 años que se man­tie­ne “ha­cien­do chan­gas”, re­cuer­da có­mo se des­ca­rri­ló ese tor­neo: “Tam­po­co se po­día es­pe­rar que to­do sa­lie­ra 10 pun­tos –acla­ra–, en al­gún mo­men­to la co­sa se iba a pu­drir. Co­mo, ob­via­men­te, no ha­bía con­trol an­ti­do­ping ni de al­co­hol, en el me­dio de los par­ti­dos ha­bía cer­ve­za, vi­no, ma­ri­hua­na y mu­cha co­caí­na. Y los que le da­ban no eran só­lo los ju­ga­do­res, los de la me­sa de con­trol tam­bién se zar­pa­ban. En­ton­ces siem­pre dis­cu­tían los fa­llos y se ar­ma­ba. Que el ár­bi­tro de­cía es­to, que los ju­ga­do­res aque­llo... Mu­chas ve­ces que­da­ba ahí, pe­ro otras se po­nía du­ra la co­sa”. Pre­ci­sa­men­te ése fue el mo­ti­vo por el que se de­jó de ju­gar en El Cam­pi­to. Un día, du­ran­te un par­ti­do bas­tan­te fuer­te, el “equi­po de los cho­rri­tos” per­día su lar­go in­vic­to. El par­ti­do em­pe­zó a ser ca­da vez más fuer­te, los gol­pes no po­dían tar­dar en lle­gar. No acos­tum­bra­do a la de­rro­ta, uno de los ju­ga­do­res fue has­ta su ca­sa, an­tes del fi­nal del par­ti­do. “Aga­rró la pis­to­la y vol­vió a los co­he­ta­zos –con­ti­núa Da­ni, un chi­co de 14 años que jue­ga en las in­fe­rio­res de San Lo­ren­zo–. Se aga­rra­ron a ti­ros y mu­rió un bo­li­via­no. Por eso des­pués se jun­ta­ron to­dos los de la vi­lla y de­ci­die­ron no or­ga­ni­zar más es­tos tor­neos. Una lás­ti­ma, los par­ti­dos es­ta­ban muy bue­nos. Cuan­do se ju­ga­ba por pla­ta eran muy emo­cio­nan­tes, lin­dos pa­ra ju­gar­los”.

 

A ES­QUI­VAR CAS­CO­TES

“La can­cha es co­mo el cam­po de ba­ta­lla, don­de nos reu­ni­mos los fi­nes de se­ma­na y ju­ga­mos un ra­to. ¿Que son un de­sas­tre? Qué im­por­ta, eso ya lo sa­be­mos. No­so­tros te­ne­mos la pe­lo­ta, dos ar­cos y lis­to. Ju­ga­mos dón­de y có­mo sea”, acla­ra Lu­cas, un chico de 20 años, mien­tras re­ti­ra, jun­to a El Gra­fi­co, va­rios cas­co­tes y pie­dras, an­tes de em­pe­zar el par­ti­do, en el Ba­rrio Ri­va­da­via. La can­cha mi­de unos 60 me­tros de lar­go y los la­te­ra­les cho­can con­tra la pa­red de una es­cue­la y un alam­bra­do, se­pa­ra­dos por unos 35 me­tros. Pa­ra de­li­mi­tar en qué lu­gar se va la pe­lo­ta se acos­tum­bra gri­tar “¡adon­de em­pie­za el pas­to!”, así que, por lo ge­ne­ral, el lí­mi­te de la can­cha es tan irre­gu­lar y di­fu­so co­mo la geo­gra­fía mis­ma del lu­gar. El ar­co que da a la Ave­ni­da Cruz es más ba­jo que el de en­fren­te y el tra­ve­sa­ño ame­na­za con des­nu­car al ar­que­ro de tur­no que, la ma­yo­ría de las ve­ces, es­tá más pen­dien­te de lo que pa­sa a su es­pal­da que de los bombazos de los de­lan­te­ros ri­va­les.

Imagen El túnel que da a la cancha, en Barracas. La camiseta de River de un lado; la pelota, del otro.
El túnel que da a la cancha, en Barracas. La camiseta de River de un lado; la pelota, del otro.

El es­ti­lo de jue­go, el re­gla­men­to y los có­di­gos son muy si­mi­la­res en las dis­tin­tas vi­llas, tam­po­co hay mu­cho mis­te­rio en eso. Pe­ro las can­chas son muy di­fe­ren­tes. Hay chi­cas, gran­des, des­ni­ve­la­das, de tie­rra, de pie­dra... Si hay que ele­gir en­tre las vi­si­ta­das por El Grá­fi­co, sin du­das, el Giu­sep­pe Meaz­za y el Ma­ra­ca­ná vi­lle­ro se en­cuen­tran en La Ca­va y en el ba­rrio 21-24 de Ba­rra­cas. La pri­me­ra no tie­ne pas­to ni es­tá li­bre de pie­dras ni res­tos de bo­te­llas, pe­ro per­mi­te ju­gar par­ti­dos noc­tur­nos: ha­ce unos años se ins­ta­la­ron cua­tro pos­tes de luz que alum­bran lo su­fi­cien­te co­mo pa­ra ju­gar sin la ayu­da del sol. La can­cha es­tá ubi­ca­da cer­ca de una zo­na co­no­ci­da co­mo El Po­zo, en el me­dio de la vi­lla y, ge­ne­ral­men­te, re­ci­be la vi­si­ta de unas 500 per­so­nas que pa­san a ver al­go de fút­bol. Los me­jo­res par­ti­dos se jue­gan los do­min­gos, des­pués de las 3 de la tar­de. En­ton­ces la ru­ti­na, an­tes de la ma­ra­tón de par­ti­dos, es la si­guien­te: bien tem­pra­no la ma­yo­ría sin­to­ni­za cha­ma­mé en la Ra­dio La Ca­va (FM 94.5), vi­si­ta el su­per­mer­ca­do Eva pa­ra com­prar unas pa­pas fri­tas o cual­quier co­sa pa­ra co­mer y marcha hacia la can­cha. Al­gu­nos lle­gan tem­pra­no y pe­lo­tean un ra­to. Otros co­mien­zan con la ca­si im­po­si­ble ta­rea de qui­tar las pie­dras y vi­drios que des­can­san en­tre la tie­rra, pa­ra que los en­car­ga­dos de ju­gar el “clá­si­co del do­min­go” no pier­dan tiem­po en po­ner el cam­po de jue­go en con­di­cio­nes.

La otra can­cha que se des­ta­ca en el cir­cui­to vi­lle­ro es­tá en Ba­rra­cas y se en­cuen­tra en me­jo­res con­di­cio­nes que al­gu­nas de los equi­pos de Pri­me­ra Di­vi­sión. El pas­to es­tá per­fec­ta­men­te cui­da­do, los ar­cos tie­nen red y las lí­neas es­tán pin­ta­das ca­si a la per­fec­ción. Otra a fa­vor: al la­do de un quin­cho, don­de los ju­ga­do­res ha­cen el pre­ca­len­ta­mien­to, hay un ves­tua­rio de 2x2, pe­ro que tie­ne una du­cha pa­ra re­fres­car­se en ve­ra­no. “Cla­ro, aho­ra es­tá to­do bien –bro­mea Ser­gio, ves­ti­do con los co­lo­res de San Tel­mo–, pe­ro en in­vier­no nos ca­ga­mos de frío. ¿Te pen­sás que hay mucha agua ca­lien­te en es­ta vi­lla?”. La can­cha tam­bién es el lu­gar ele­gi­do por Ju­ven­tud Uni­da, el equi­po de la “D”, pa­ra prac­ti­car en la se­ma­na. Ca­cho La­bor­de –un ex ju­ga­dor de Los An­des, Ta­lle­res y Ra­cing de Cór­do­ba– la cui­da co­mo si fue­ra su­ya. Es que en rea­li­dad, él fue uno de los pri­me­ros que pi­só ese cés­ped, ha­ce más de 20 años. “Yo fui uno de los pri­me­ros que lle­gó a la vi­lla. En mi épo­ca de ju­ga­dor, se jun­ta­ba un mon­tón de gen­te a ver los par­ti­dos –re­cuer­da Ca­cho–, es­ta­ba bue­ní­si­mo. Ima­gi­na­te, yo re­cha­cé ofer­tas de Ex­cur­sio­nis­tas, Ar­gen­ti­nos y otros equi­pos más por­que ha­cía me­jor pla­ta al­qui­lan­do la can­cha. Cla­ro, por acá pa­sa­ron ti­pos co­mo San­fi­lip­po, el Be­to Me­nén­dez, Cor­bat­ta, Már­ci­co y Ba­rij­ho… Aho­ra no es lo mis­mo, los mu­cha­chos vie­nen, pa­gan y se van.”

Pe­ro no es co­mún en­con­trar­se con es­te ti­po de su­per­fi­cie en las vi­llas. Y los ju­ga­do­res dan fe de es­to: “Uno le aga­rra la ma­no a la can­cha –ex­pli­ca un chi­co del Ba­jo Flo­res, a quien to­dos lla­man Pe­lé, por más que sea bo­li­via­no–, ya sa­bés có­mo va a pi­car la pe­lo­ta. Nun­ca va al ras del sue­lo, así que si le pe­gás bien de pun­ta le pi­ca al ar­que­ro y lo des­co­lo­ca. Igual, en la vi­lla ca­si to­dos los go­les se ha­cen de pun­tín…”

Imagen Madres y esposas, fundamentales a la hora de ayudar al equipo: los domingos lavan, secan y planchan la ropa de los jugadores.
Madres y esposas, fundamentales a la hora de ayudar al equipo: los domingos lavan, secan y planchan la ropa de los jugadores.

El fut­bol pa­sa, el día ter­mi­na. Fal­tan diez mi­nu­tos pa­ra las diez de la noche. La Lu­na ilu­mi­na los pa­si­llos, el po­co mo­vi­mien­to con­ti­núa y la gen­te que que­da en la ca­lle se sa­lu­da con un “has­ta ma­ña­na, si Dios quie­re”. Jo­nat­han, des­pués de un día agi­ta­do, se lim­pia los pies, se sa­ca la tie­rra de las za­pa­ti­llas y es­pe­ra que su her­ma­no –ése que lo za­ma­rreó a la ma­ña­na– de­je la vi­lla y se in­ter­ne en la gran ciu­dad. No le es­pe­ra una no­che lar­ga y tran­qui­la, ni un sue­ño pla­cen­te­ro; des­pués de to­do, al pi­be de 12 años lo van a des­per­tar, aun­que él no quie­ra, a las sie­te de la ma­ña­na. Mu­cho dra­ma no se ha­ce: en una can­cha de tie­rra lo es­pe­ra el fút­bol, el mis­mo que lo acom­pa­ña to­das las ma­dru­ga­das.

 

El fuerte es lo más

El 10 de Boca dio sus primeros pasos en los picados de Apache. Dice que de ahí sacó todo.

 

Imagen Carlos Tévez.
Carlos Tévez.
 

pa­se to­da mi in­fan­cia en Fuer­te Apa­che; cre­cí y me crié ahí. Los pi­ca­dos por pla­ta eran lo me­jor que ha­bía, nos ca­gá­ba­mos de la ri­sa con los pi­bes del ba­rrio. Ade­más siem­pre ha­bía un par de bo­rra­chos y no­so­tros, los más chi­cos, nos mo­ría­mos a car­ca­ja­das. Era así: vos y tus ami­gos de siem­pre con­tra el res­to del mun­do, en par­ti­dos que du­ra­ban ho­ras; era te­rri­ble. Yo te­nía 14 años y ju­ga­ba con­tra ti­pos de 40 que me sa­ca­ban co­mo tres ca­be­zas. Es ver­dad que en al­gu­nos tor­neos se da­ban de lo lin­do, pe­ro en Fuer­te Apa­che no ha­bía mu­cho qui­lom­bo. A ve­ces se aga­rra­ban a las pi­ñas, pe­ro eso era al­go nor­mal, al­go del jue­go, co­mo pa­sa en el fút­bol de Pri­me­ra Di­vi­sión. Pa­sa que ahí nos co­no­cía­mos to­dos, no ha­bía lío.

¿Có­di­gos? No, ahí es­ta­ba to­do más que bien, no exis­tía eso de “no ti­rés un ca­ño por­que te ba­jo los dien­tes”. Yo dis­fru­ta­ba mu­cho más ju­gan­do en el po­tre­ro que en Pri­me­ra. Allá no te­nía pre­sión de ga­nar, era só­lo aga­rrar la pe­lo­ta, co­rrer pa­ra ade­lan­te, elu­dir a los ti­pos que te sa­lían a mar­car y me­ter el gol. Tan sim­ple co­mo eso. Si te­nías que ma­rear a los diez, los ma­rea­bas, y si te la te­nían que pe­gar en la nu­ca te la pe­ga­ban y lis­to. Qui­zá por eso mi vie­jo, des­pués de que de­bu­té en la Pri­me­ra de Bo­ca, me aga­rró un día de los pe­los y me di­jo: “Más te va­le que no te vea ju­gan­do acá”. Pe­ro ti­ra, eh… el fút­bol de la vi­lla ti­ra, por­que es co­mo vol­ver el tiem­po atrás. Es vol­ver a lo sim­ple, a la di­ver­sión, a los ami­gos de to­da la vi­da.

Ade­más, sé que soy lo que soy gra­cias al Fuer­te y no lo cam­bia­ría por na­da. Siem­pre voy y pa­seo con mis ami­gos de ahí y nos jun­ta­mos a to­mar ma­te. Los que di­cen que los vi­lle­ros son to­dos la­dro­nes ha­blan sin sa­ber. Es gen­te hu­mil­de, sí, pe­ro tam­bién tie­ne dig­ni­dad. Y jue­gan un fút­bol que ni te cuen­to…

Por Carlos Tevez.

 

 

El caso barbas

Jo­se Ma­nuel Bar­bas na­ció el 6 de fe­bre­ro de 1981 y se crió en un vi­lla. Fue con­vo­ca­do va­rias ve­ces pa­ra las se­lec­cio­nes ju­ve­ni­les y los téc­ni­cos que lo tu­vie­ron lo com­pa­ra­ron con Juan Ro­mán Ri­quel­me. En­tre ellos, Jor­ge Ro­drí­guez, el “des­cu­bri­dor” de Romy, y Car­los “Cha­ma­co” Ro­drí­guez, el DT que lo hi­zo de­bu­tar. En Pla­ten­se, los di­ri­gen­tes ha­cían fi­la pa­ra ase­gu­rar a los gri­tos que el chi­co iba a sal­var al club y sus com­pa­ñe­ros tam­bién de­cían que iba a ser un fe­nó­me­no. Pa­re­cía que el des­ti­no le te­nía re­ser­va­do un lu­gar pa­re­ci­do al de su pri­mo, Juan Al­ber­to Bar­bas, que tam­bién se crió en una vi­lla y lle­gó a ser cam­peón mun­dial ju­ve­nil en Ja­pón 79. Pe­ro no fue así. Hoy Jo­sé Ma­nuel Bar­bas cum­ple arres­to do­mi­ci­lia­rio, acu­sa­do de ro­bo ca­li­fi­ca­do y a la es­pe­ra del jui­cio oral.

Su de­but en Pri­me­ra fue el 20 de ju­nio de 1999, el día que Pla­ten­se se des­pe­día de la A. Te­nía 18 años. Unos días des­pués, Bar­bas ex­pre­sa­ba en las pá­gi­nas de Olé: “Vi­vir en una vi­lla es lo más lin­do que hay”. Lue­go ven­dría una do­ce­na de par­ti­dos en la B Na­cio­nal, el pa­se a Ne­well’s, don­de só­lo ju­gó al­gu­nos par­ti­dos en re­ser­va, la vuel­ta a Pla­ten­se ya en un mal es­ta­do fí­si­co y su lle­ga­da a Acas­su­so. Ahí ju­gó su úl­ti­mo par­ti­do ofi­cial, en Pri­me­ra C, el 8 de di­ciem­bre de 2001.

Dos me­ses más tar­de, el 11 de ene­ro de 2002, jun­to a Ma­tías Vic­to­ri­ca, otro ex ju­ga­dor sa­li­do de las di­vi­sio­nes in­fe­rio­res de Pla­ten­se, asal­ta­ron a una mu­jer que iba a en­trar un Peu­geot 206 en su ca­sa de Be­lla Vis­ta, apun­tán­do­le con una pis­to­la en la ca­be­za. Tras la de­nun­cia, un pa­tru­lle­ro de la Po­li­cía Bo­nae­ren­se los in­ter­cep­tó en San Mar­tín. Bar­bas ha­bía arro­ja­do el ar­ma por la ven­ta­na del au­to. Era un pis­to­la ca­li­bre 38, mar­ca Ber­sa. Te­nía el car­ga­dor com­ple­to y la nu­me­ra­ción li­ma­da. Vic­to­ri­ca y Bar­bas per­ma­ne­cie­ron de­te­ni­dos has­ta el 30 de ma­yo cuan­do el juez que lle­va ade­lan­te la cau­sa de­ci­dió ate­nuar­les la pri­sión pre­ven­ti­va, y les im­pu­so arres­to do­mi­ci­lia­rio. Aho­ra es­tán a la es­pe­ra de que co­mien­ce el jui­cio oral.

Los he­chos es­tán plan­tea­dos y só­lo que­dan in­te­rro­gan­tes. ¿Por qué un chi­co con fu­tu­ro de crack ter­mi­na ro­ban­do au­tos? ¿Son Bar­bas y Vic­to­ri­ca víc­ti­mas del sis­te­ma o sim­ples de­lin­cuen­tes? ¿Qué cas­ti­go me­re­cen? ¿Son la fa­mi­lia y el en­tor­no res­pon­sa­bles en al­gu­na me­di­da? De­be ha­ber más pre­gun­tas, pe­ro tal vez que­de una cer­te­za. El ca­mi­no a la glo­ria es­tá lle­no de es­pi­nas. Y en mu­chos ca­sos, es el mis­mo que con­du­ce a De­vo­to.

 

 

VILLERO A MUERTE

El Loco recuerda sus gambetas en la villa del Bajo Belgrano. Se fugaba de Huracán para jugar ahí.

 

Imagen René Houseman.
René Houseman.
 

Yo era del bajo Belgrano, pero lamentablemente ya no queda nada, tiraron todo abajo, sólo me quedan los recuerdos. Allá nos conocíamos todos, era tranquilo, no había sobresaltos como pasa ahora. Ojo, hablo de la década del 60, cuando las cosas eran muy distintas. Allá no teníamos un mango partido al medio, pero tampoco nos faltaba nada, yo estaba lleno de amigos. Vivir ahí fue lo mejor que me podría haber pasado; estaba todo el día pateando una pelota, a veces con amigos, y otras, solo contra una pared. Y sí, jugar con esos tipos te ayuda. Cuando saltás a Primera, jugar al fútbol es casi como jugar a las muñecas. Después de lo que eran aquellos partidos…

El fútbol de la villa era impresionante, te cagaban a patadas pero estaba bárbaro. Se juntaban los pocos mangos que había y el que ganaba se los llevaba para la birra o para morfar. ¡Lo que se daban esos negros! Cuando empecé a jugar profesionalmente pensé que eso se iba a tener que acabar, pero yo no podía pasar ni una semana lejos de ese fútbol, entonces me iba de la concentración a patear con los míos. Recuerdo que una vez, cuando jugaba en Huracán, yo tenía que concentrarme con mis compañeros, pero me había ido a jugar con mis amigos, a la villa. Yo iba al banco porque tampoco era tan boludo como para jugar todo el partido y después no poder rendir en Huracán; era loco pero no pelotudo. Entonces cayó el Flaco Menotti, desesperado porque yo no estaba en la concentración. Me encontró y me dijo: “¿Qué hace acá, René?”. Yo, sentado en el banco de suplentes, le contesté: “¿Y qué quiere, maestro? ¿No ve cómo la mueve el wing titular? Me ganó el puesto”. Es mucha la gente que critica a los de la villa, pero a mí no me importa. Uno nace y muere villero y, para mí, ése es un orgullo muy grande.

Por Rene Houseman.

 

 

Gracias a la villa

La mujer árbitro más famosa del país confiesa que allí aprendió a tratar con jugadores varones.

 

Imagen Florencia Romano.
Florencia Romano.
 

Llegue a Buenos Aires en 1994, con 23 años, porque en Tucumán no podía desarrollarme como árbitro. Como no tenía un mango, agarraba la guía y averiguaba dónde había villas, me tomaba el colectivo y caía, así nomás. Me llevaba un equipo de gimnasia y, debajo, tenía la ropa de árbitro. Yo sabía que en la villa siempre había problemas con los árbitros, así que me jugaba a que pasara algo. Y me salió bien: una vez, en un partido en una villa de Quilmes, entró en la cancha un tipo caliente con el árbitro y le partió una botella en la cabeza. Como el juez estaba bañado en sangre todos se preguntaban quién iba a dirigir el partido. Entonces me saqué el equipo de gimnasia, mostré mi credencial y, después de reírse un rato, aceptaron que dirigiera, con la condición de que si estaban conformes con mi labor me tenían que pagar. Ese día les caí bien y me dieron 20 pesos…

De los partidos que dirigí en la villa tengo el mejor recuerdo y estoy agradecida porque eso me sirvió mucho para ganar personalidad y aprender a tratar a los jugadores. A veces se agarraban entre ellos, pero a mí me respetaban. Afuera de la cancha muchos tenían armas y adentro alguno que otro tenía una púa, pero yo me tenía que hacer la boluda porque sabía en el lugar en el que estaba...

Una vez había un gordo que medía como dos metros. Estaba amonestado pero igual hizo un penal terrible. Antes de que yo hiciera nada se me acercó y me dijo: “Si me echás, te mato”. Sin pensarlo, le saqué la roja. Mi brazo extendido con la tarjeta le llegaba a la altura de los ojos. El tipo, sorprendido, se rió, me dio la mano y se fue caminando para afuera. Cuando terminó el partido me invitó una gaseosa.

Ahora, cuando dirijo en las canchas de la D, con policías, alambrados y cámaras de televisión, siento que estoy dirigiendo la final de la Champions League…

Por Florencia Romano.

 

 

Torneos Evita: Campeones en el potrero soñado

En el Cenard se jugó la final entre dos equipos de la misma villa. Los chicos, que se ven todos los días en los picados del barrio, compartieron una cancha con césped, árbitros y el Monumental de fondo.

Imagen Cildañez, el equipo de Lugano que levantó la copa y consiguió el viaje a La Pampa.
Cildañez, el equipo de Lugano que levantó la copa y consiguió el viaje a La Pampa.

Los Jue­gos, or­ga­ni­za­dos por la Se­cre­ta­ría de Tu­ris­mo y De­por­te de la Na­ción, con­vo­ca­ron a más de 800 mil jó­ve­nes que se en­fren­ta­ron en dis­ci­pli­nas co­mo fút­bol, bás­quet, atle­tis­mo, aje­drez y vó­ley. En fút­bol, la fi­nal la ju­ga­ron chi­cos de 14 años de la Vi­lla 6 de Lu­ga­no, en una de las can­chas del Ce­nard. Xe­nei­zes y Cil­da­ñez “A” em­pa­ta­ron 1-1, en un par­ti­do muy pa­re­jo, en el que se ob­ser­va­ron va­rios som­bre­ros, ta­cos y pi­bes que pin­tan pa­ra al­go se­rio. To­dos se co­no­cían del ba­rrio, pe­ro na­die que­ría per­der: pa­dres gri­tan­do de­ses­pe­ra­da­men­te, téc­ni­cos más al­te­ra­dos que los de Pri­me­ra, y chi­cos bas­tan­te ner­vio­sos que re­ci­bían esa pre­sión, con el es­ta­dio Mo­nu­men­tal de fon­do. Las ca­ras lar­gas lle­ga­ron cuan­do el juez mar­có el fi­nal, aun­que el par­ti­do to­da­vía no es­ta­ba de­fi­ni­do. Pe­na­les…

El tra­yec­to ha­cia el pun­to del pe­nal era una ca­mi­na­ta in­ter­mi­na­ble. Los go­les lle­ga­ban acom­pa­ña­dos de un gri­to que sig­ni­fi­ca­ba el de­sa­ho­go, el za­far de la pre­sión. Cuan­do es­ta­ban 4 a 4, Car­li­tos, uno de los chi­cos de Xeneizes, le su­pli­có al DT:

–No quie­ro pa­tear, lo voy a ti­rar afue­ra y va­mos a per­der, por fa­vor...

–¡¿Có­mo que no vas a pa­tear?! ¡Es­tás en la lis­ta, no seas ca­gón! ¡¿Pa­ra qué nos vi­ni­mos has­ta acá?! An­dá y me­te­lo –le gri­tó el en­tre­na­dor.

–No, se­ñor –le pe­dían los otros chi­cos–, que no pa­tee si no se tie­ne fe. Que va­ya otro, al­guien que es­té más con­fia­do.

–Sí, lo va a pa­tear bien, y más le va­le que lo me­ta… –sen­ten­ció el téc­ni­co.

Car­li­tos se pa­ró, ca­mi­nó has­ta la pe­lo­ta, se per­sig­nó y mi­ró al ar­que­ro. Co­men­zó la ca­rre­ra, pa­teó y su ti­ro pe­gó en el tra­ve­sa­ño. Mien­tras los de Cil­da­ñez fes­te­ja­ban, Car­li­tos co­men­zó a llo­rar y evi­tó pa­sar cer­ca del DT, que en ese mo­men­to ba­tía el ré­cord de in­sul­tos al cie­lo en un mi­nu­to.

“Los chi­cos cum­plie­ron su sue­ño –des­ta­ca Ale­jan­dro Gon­zá­lez, el DT cam­peón–. Aho­ra, por ga­nar el tor­neo, se van a ju­gar a La Pam­pa. Se lo me­re­cen por las ga­nas que po­nen cuan­do se en­tre­nan. Vuel­ven del co­le­gio y los mar­tes, miér­co­les y jue­ves se ma­tan por me­jo­rar. El fút­bol pa­ra ellos es to­do. Bah, en la vi­lla el fút­bol siem­pre es to­do.”

Los chi­cos re­ci­bie­ron aplau­sos, me­da­llas y la co­pa. Sa­lu­da­ron a sus ri­va­les de esa tar­de, que ca­sual­men­te son los com­pa­ñe­ros de to­dos los días en la vi­lla de Lu­ga­no. Hu­bo de to­do: lá­gri­mas, fes­te­jos y abra­zos. Des­pués de la vuel­ta olím­pi­ca, jun­ta­ron sus co­sas, en­fi­la­ron pa­ra el mi­cro y vol­vie­ron al po­tre­ro. Don­de to­dos los días jue­gan la re­van­cha.

 

Por Tomás Ohanian y Maxi Goldschmidt (2002).

Fotos: Alejandro Chaskielberg.