Hijos Nuestros
Casi tan traumático como divertido resulta el recorrido por las historias, las anécdotas y los martirios que hicieron a la vida de muchos hijos de futbolistas, árbitros y dirigentes.
–¿Vos tenes algo que ver con el jugador de fútbol?
–Eh...
Si los padres son el principal tema de diván y tanto influyen en la vida, ni qué hablar ser hijo de un futbolista reconocido.
–Eh...
Historias de quienes cargan una mochila como apellido.
“A mí me molesta que estén todo el tiempo preguntando si soy la hija de Luis. A veces les digo que no”, cuenta Fátima Islas, no por casualidad fanática de Independiente. “Aunque está bueno ir a la tele y que te pregunten cosas de tu viejo, estaría mejor que no sólo apareciera mi voz en las entrevistas en las que ponen imágenes de mi papá”, reclama con 12 años la hija del ex arquero y sobrina de dos futbolistas. Nahuel Vivas también se pone contento cuando su papá, Nelson, va a la tele o sale en los diarios, aunque preferiría verlo más en vivo y en directo: “Me gustaría que estuviera más en casa”, protesta el responsable de aquel repentino retiro del ahora ayudante de campo del Cholo Simeone. Al Vivas de diez años, a los ocho, le pidieron en el colegio que dibujara a su familia y plasmó en el papel la imagen suya, de su hermana y de su mamá. ¿Y papá? “Lo que pasa es que no me entraba en la hoja”, fue la respuesta para nada inocente que enseguida tuvo su premio: sin fútbol, papá más tiempo en casa. El tiempo y varias charlas permitieron rebobinar un tiempo después.
Nahuel no sabe qué va a ser cuando sea grande, pero sí sabe lo que no: “No me gustaría ser futbolista, no me llama mucho la atención el fútbol”. Muy diferente es el caso de Norberto Alonso, que no sólo heredó el mismo apellido y el mismo nombre, sino también la misma pasión. Eso sí, en el diminutivo del apodo se lo diferencia de su padre. “Lo que ocurrió es que empecé a los nueve años en River, y recién con el tiempo fui tomando conciencia de lo que había hecho mi padre en el club. Si yo hacía las cosas mal sentía que podía enterrar o ensuciar todo lo bueno que él había conseguido. Yo quería irme a otro club, escribir mi historia en otro lado, y me fui, pero se me complicó mucho jugar en otra parte y al final abandoné”, recuerda el Betito, que además da lección sobre sus años escolares como hijo de un ídolo: “Lo que más me afectaba era que yo quería un papá como cualquiera, que tuviera un tiempo para ir de vacaciones como los padres de los otros chicos”.
Otro de los que se distinguen de su antecesor, al menos en el apelativo, por el “ito” de su sobrenombre, y que también eligió calzarse los botines para caminar en la vida, es el Rusito Ribolzi, quien está jugando en Platense y pasó por Atlanta, donde su padre fue símbolo. Pero en este caso no fue él quien se cargó el apellido al hombro, sino que se lo tiraron encima: “El grito de ‘¡sos un burro!’, lo sufrí. Y el ‘¡tu viejo era mejor!’, también, pero siempre me lo gritaban desde las tribunas rivales. Igual, yo soy un tipo que no me hago mucho problema por estas cosas”.
A Mauro Poy no lo trajo la cigüeña al mundo, pero tampoco una palomita. Sin embargo, al haber hecho sus primeros pasos en el fútbol en Rosario Central se le complicó evitar que lo compararan con Aldo Pedro: “La gente, en joda, me pedía que hiciera un gol de palomita... En Rosario todos me decían eso. Acá, en Godoy Cruz, no, porque no se conoce tanto esa historia. Pero en mi ciudad sí, y yo les respondía que iba a hacer un gol de cualquier cosa menos de palomita”. Y aunque asegura no haber querido nunca sacarse de encima el “ser hijo de”, acepta que en Rosario “siempre se esperaba que hiciera algo más por el apellido”. Algo más en la cancha, y algo más en el colegio, especialmente con él, ese instructor cívico que poco conocía sobre los derechos de la gente de La Academia, canalla: “Me llamaba a dar lección todas las clases. Me tenía alquilado. A favor, en la escuela, nada. La mayoría eran profesoras mujeres y no les interesaba”. Ahora, donde vive, tampoco a muchos les interesa: “En Mendoza, soy Mauro”.
No sólo Poy debió exiliarse para no sufrir ese martirio. Algo más o menos parecido le sucedió al Luifa Artime, quien tuvo que irse de Buenos Aires a Córdoba para que no lo consideraran la sombra de su padre. “El apellido –explica el ídolo de Belgrano– al principio me abrió una puerta para que la gente dijera: ‘El gringo que está ahí, el grandote ese, es el hijo de Luis Artime’. Pero después, el apellido fue más pesado que la cruz que llevó Cristo. Más en Buenos Aires y en Independiente, donde mi padre había hecho historia, y donde luego me tocó jugar a mí. En Córdoba a mi viejo lo veían un par de veces por año nada más y no era lo mismo. Por eso, yo digo que mi lugar en el mundo es Córdoba. Y Belgrano, porque nunca hubiera podido hacer lo que hice, que fue pasar a ser el Luifa y no el hijo de Luis”. Sin embargo el ambicioso delantero no se conformó con eso y se tomó revancha: “A mi viejo acá, en Córdoba, le han dicho ‘usted es el padre del Luifa’. Eso para mí es un orgullo enorme y para él ni te cuento. Le deben haber temblado las patas, porque eso seguramente lo traslade a lo que vivió él. Si algún día me llega a suceder eso con mis hijos, me largo a llorar como un pavo... Que tu hijo se haya podido abrir camino en la vida por lo que es, debe ser el orgullo más grande”. Por lo pronto, los hijos del Luifa se encargaron de abrirle camino a él: “Sí, cuando se juntaba mucha gente a mi alrededor, en Córdoba, Rodrigo e Iván iban adelante y le decían a la gente que yo era el papá de ellos, porque tenían miedo de que me fuera. Eso no tiene precio”, asegura. Y hoy, maduro, mucho más Luifa que Artime, elogia al público argentino. Quién lo hubiera pensado, en 1989, cuando Claudio Marangoni le escribió una carta pública como consuelo por un penal errado, que le dio la Supercopa a Boca y lo puso de frente con la hinchada de Independiente, y con su propio apellido. “El fútbol argentino es un poco más comercial ahora, pero a la vez se ovaciona mucho a los jugadores y esos gritos del alma no tienen precio. Yo lo viví con papá, a la salida del Centenario. Me aferraba a su pierna para que la gente no me lo robara”.
Al ver a tantos herederos de la profesión de sus padres, podría imaginarse que aquellos fueron alentados por estos. Sin embargo, eso no siempre sucedió así. “Que mi viejo fuera futbolista no influyó en nada para que yo también eligiera serlo. Empecé a jugar a los cuatro años y el que me llevaba a las prácticas era mi abuelo. El me enseñaba a patear con la zurda. Mi viejo nunca se metió, no me decía nada”, afirma Poy, el de Godoy Cruz. Y el Rusito Ribolzi corrobora que la experiencia de Mauro no es un caso aislado: “A los 15 había dejado el fútbol y cuando terminé el secundario empecé a estudiar hotelería. Después me di cuenta de que lo que más me gustaba era jugar, pero mi viejo siempre me pidió que estudiara. De fútbol no me decía nada”. Tal vez, al porqué de la perpetuidad generacional de la adicción al fútbol haya que buscarlo por otro lado. “Lo que pasa es que en tu casa vivís lo que hace tu viejo –explica el Luifa–. Si es obrero o doctor sabés lo que hace, viene con el mameluco o con el guardapolvo. Quizá, si mi viejo hubiera sido mecánico, tal vez hoy el Luifa estaría debajo de un auto arreglando un cárter”.
Se suma a esa lógica la visión de Gustavito Grondona, un talentoso que hizo historia en Perú, y dejó su marca en Independiente y Español, aunque en la Argentina dejó sabor a poco. O a que pudo ser más. Pero en su caso, la mochila era un container. De responsabilidades y de presiones, pero también de fútbol, fútbol y más fútbol. “Yo nací prácticamente adentro de la cancha, porque mi viejo fue jugador, técnico y dirigente, además del resto de mi familia que también se dedicó al fútbol. Y en mi época no había juguetes ni internet. Entonces, la cancha era toda mi diversión. En algo, todo eso habrá influido...”, ironiza Gustavito. Y el perfil bajo que siempre mantuvo, lo sostiene hoy para analizar sus pasos por el fútbol. “La experiencia es un peine que te da la vida cuando te quedás pelado, y realmente es así. Todo lo que aprendí acá, lo pude aplicar en un fútbol sin tanta jerarquía, pero competitivo, como el peruano... Seguramente, alguno hubo que me puteó cuando debuté, sin conocerme, y es verdad que uno debe demostrar siempre algo más que el resto, porque si no es porque sos ‘el hijo de’. Pero yo considero que uno va haciendo camino al andar”.
Alan Sánchez está andando en Platense, y es el hijo de Juan Amador, el capitán de su barco: “Me marcó mucho y me ayudó. Siempre seguí su carrera. Yo fui mascota desde los tres años e iba a todos lados, a Chaco, a Corrientes... Sobre todo en la época en que él jugaba en Platense. Siempre lo seguí muy de cerca”.
Si hay un futbolista profesional en casa, nunca está claro dónde es casa, porque muchas veces no alcanza con tan sólo acompañarlo a un partido. Y se puede quedar aislado. “Mi infancia no la compartí mucho con mi papá porque, después de separarse de mi mamá, se fue a jugar a México. Nosotros nos teníamos que quedar acá por el colegio y lo extrañábamos mucho”, recuerda Fátima, la más grande de las Islas. Y Alan Sánchez coincide: “Lo que resigné fue, por ahí, no ver mucho a mi viejo cuando él estuvo afuera. Tal vez, lo veía tres veces en un año... Pero el sacrificio se tiene que hacer. Por ejemplo ahora, él está dirigiendo en el Aucas de Ecuador y quizás hasta fin de año no lo veamos. Cuando él jugaba afuera, yo nunca viajaba por el tema del colegio. Nosotros nos quedábamos con mi mamá. Eso es muy jodido, pero con el tiempo uno se va acostumbrando”.
A lo que difícilmente se acostumbre uno es a escuchar insultos a su padre. Nicolás Higuaín puede dar fe. “Un día, vi un tipo agarrado al alambrado, en Atlético de Tucumán, puteando a mi viejo: ‘¡Porteño, culeao, la concha de tu madre!’. Me la banqué y, al final, ganó 3 a 2. Entonces, lo fui a buscar, lo agarré y le dije: ‘¿Por qué no le decís todo eso a mi viejo en la cara?’ Casi lo mato, pero nos separaron...”. De familia habrá heredado la impulsividad que lucía el Pipa en la cancha. O tal vez, la que lucía su abuelo Santos Zacarías en la tribuna: “En un partido, otro tipo estaba puteando a mi papá, y mi abuelo le fue a decir que no lo puteara más, porque era su yerno. Paró, y a los diez minutos, empezó a insultar a Zacarías, ¡que es el hijo de mi abuelo! ¡Para qué...! Se tuvo que ir, porque si no lo mataba”.
El Luifa, de chiquito y contra los puteadores que hiciera falta, viajaba con su papá a casi todos los destinos. Mal no la pasaba. “Viví como unas vacaciones en toda mi infancia. Estuvimos en Río, San Pablo y Montevideo. Hasta los nueve años me la pasé en el exterior. El único problema de haber ido al jardín en Brasil fue el idioma, pero estuvimos sólo dos años. Y cuando estuvimos en Uruguay, estuvo bueno porque cuando mi viejo jugaba los viernes o los sábados, el resto del fin de semana nos íbamos a la playa de Atlántida. Incluso, hasta cuando él se iba de gira nos gustaba, porque aunque lo extrañábamos, con mi hermana decíamos: ‘Papá seguro que nos va a traer algún regalo’”.
Romina, en cambio, no disfrutó tanto ser la hija de un jugador famoso. Lo que pasa es que cuando ella nació, el Toscano Rendo ya se había retirado. Que paradójicamente, en casa, retirarse significa volver. “A mí no me gusta el fútbol –afirma Romina–, porque el tema siempre estuvo en mi familia y me acuerdo que de chiquita en la tele había fútbol todo el tiempo. Mi papá veía cualquier partido”. De todas maneras, por llamarse Rendo, también gozó de varios beneficios: “Conseguí dos laburos por mi papá, pero ojo que también entré en otros lugares por mis méritos. Hace unos días también pedí un turno para una ecografía en el Hospital Italiano y me preguntaron: ‘¿Vos tenés algo que ver con el jugador?’. ‘Sí, soy la hija’. Me dieron el turno y me dijeron: ‘Mi viejo es re-fanático del tuyo, ¿no me podés conseguir algo, un autógrafo, una camiseta...?’”.
Ese tipo de pedidos son un clásico. “Cuando mi papá jugaba, mis compañeros me pedían camisetas o fotos firmadas. Yo trataba de conseguir para todos pero con las camisetas se me complicaba. Algunos se ortivaban cuando no se las llevaba, pero igual estaba todo bien”, revela Fanny Islas. Por su parte, el más chiquito de los hijos del Pipa Higuaín, Lautaro, se encarga de justificarla: “Yo tengo 14 años, así que era muy chico cuando mi papá era jugador. En el colegio me piden cosas de mis hermanos y los autógrafos se los llevo siempre, pero las camisetas no, porque es muy difícil conseguirlas”.
Islas e Higuaín no son apellidos demasiado comunes. Seguramente por eso, apenas se los menciona, la remisión al famoso es inevitable, pero no sucede lo mismo con denominadores comunes, del tipo de Sánchez. Tal vez sea por eso que Alan haya invocado, en alguna ocasión, ser “el hijo de” para obtener un trato preferencial. “En general no lo hago –cuenta el volante de Platense–, pero a veces cuando llamo a un lugar, en donde sé que lo conocen, digo que mi papá es Juan Amador, y me hacen pasar. En Paraguay, donde mi viejo es muy querido, me ha sucedido frecuentemente eso de ir a comer o a tomar algo y que no me quieran cobrar”.
Esas pequeñas ventajas afuera de la cancha muchas veces se transforman en grandes desventajas adentro. Incluso, cuando el apellido se convierte en una gran llave, capaz de abrir una inmensa puerta, suele suceder que, al traspasarla, empiece a sentirse el peso del bronce. De acuerdo o no, cuando la llave está, hay que llevarla. O cargarla.
Heredó todos los insultos, por Matías Biscay
No sólo lo padecen varios hijos de jugadores. Como árbitro o futbolista, no le fue fácil llevar el apellido de Juan Carlos.
A medida que avanzaba mi carrera, en ocasiones, que mi viejo fuera árbitro no me beneficiaba, porque en toda profesión hay gente que no es del agrado de sus colegas. Entonces, había compañeros suyos que no tenían afinidad con él y la pagaba yo. Eso se dio más que nada en inferiores, porque cuando llegué a Primera, mi viejo dejó su carrera para que no hubiera malos pensamientos.
En Primera también tuve problemas. Los que eran sus amigos no me beneficiaban y otros tenían mala predisposición conmigo. Creo que no jugué mucho en Primera en Argentina por eso. Me vine a Europa (Suiza y España) para evitar inconvenientes. Un ejemplo es que una vez un DT no me puso porque mi viejo dirigió mal un partido.
Es difícil ser el hijo de alguien que está en el fútbol porque hay que tener personalidad fuerte. Te puede influir mucho. Nos llamaban para amenazarnos; en un partido que lo fui a ver nos rompieron a piedrazos el auto... Desde chico fui creciendo con todo eso.
En general, yo tenía buena relación con los árbitros. Trataba de entenderlos porque sabía lo que significaba y, porque me recibí de referí. Hice el curso cuando en Inferiores me suspendieron por dos años por pegarle a un árbitro colombiano. Lo que pasa es que cuando uno conoce mucho de un tema es perjudicial: si lo engañan, lo sabe. Cuando un juez quería compensar un fallo con otro, yo sentía impotencia y muchas veces me llevó a que me sacaran tarjeta. A veces, hubiera sido mejor no conocer las reglas.
Creo que mi viejo se vio reflejado en mí cuando yo jugué en Primera, porque él había querido ser futbolista de elite. Me siento feliz por haber hecho lo que él no pudo y que disfrutara a través de mí.
Deja ya de joder con esos guantes
Federico Gatti. “De chico atajaba y mi hermano también, pero mi viejo no quiso que continuáramos jugando en ese puesto. ‘Es para boludos –decía–, y para boludo ya estoy yo’. Tanto Lucas como yo atajábamos muy bien, pero cada vez que él nos veía nos sacaba. Igual a los dos nos gustaba más jugar que ir al arco”.
Se comio trece en media hora
Sebastian Fillol. “Llegué a jugar de cinco en Almagro, pero después de una pretemporada largué. También quise ser arquero en Racing, pero en la prueba, me hicieron 13 goles en media hora. Me habían puesto en un equipo horrible, y nos llegaron 13 veces y me hicieron 13 goles. Cuando le conté a mi viejo me dijo ‘esas cosas pasan. A mí me hicieron seis cuando debuté’. El siempre me apoyó en lo que yo quería hacer”.
Cuando un padre cambia al hijo
Lautaro Trullet: “Ser dirigido por mi padre ha sido positivo, pero también me generó situaciones incómodas... Mis compañeros que no jugaban no podían putear al técnico adelante mío. Y para demostrar que no hacía diferencias, mi viejo me tenía como un cambio cantado. Hasta mi vieja se cansó y le dijo: ”Che, ¡siempre sacás a Lautaro!”.
Dos goles dedicados a Freud
Alan Sanchez. “Hasta que mi viejo me dirigió no tuve ningún peso por ser su hijo, pero cuando llegó a Platense, varios de los que decían que yo tenía que estar, empezaron a decir que yo jugaba por ser el hijo de Juan Amador, y eso nos lastimó a los dos. Mientras me dirigió, creí que no me estaba afectando, pero en cuanto se fue, pude convertir goles en los dos partidos siguientes... O sea que inconscientemente, influyó”.
Mejor, nos vemos en casa
Jordi Cruyff. “Gran parte de la gente de Barcelona nunca supo respetar ni diferenciar quién era Johan Cruyff y quién era Jordi. En la época en que me entrenaba mi padre, yo era joven y vulnerable, y por mucho que intenté protegerme, me cayeron los palos. Es una situación que no quisiera vivir nunca más en mi vida”.
Pibes que no venden humo
Los hijos del Pipa Higuaín no sólo han tomado la profesión de su padre, sino que además se han reconciliado con la pelota de fútbol. Tres siguieron sus pasos y el cuarto, lo está analizando. Anécdotas de una familia bien redonda.
Algunos no lo creen, simplemente porque sostienen que Jorge Higuaín hacía cualquier cosa menos jugar al fútbol. Sin llegar a hilar tan fino, hay que reconocerle al Pipa el mérito de que todos sus hijos salieron futbolistas, aunque él mismo, muchas veces dude ante ciertas gambetas. “Mirá, Gonzalo, voy a pedir un examen de ADN porque no puedo entender que seas mi hijo”, repite a diario Higuaín padre. Tentado, el actual delantero de River revela que “en la cancha y por la calle, todo el mundo me pregunta cómo puede ser que yo sea el hijo del Pipa, ja. Lo que no saben es que papá un día me dijo: ‘Hacé todo lo contrario de lo que ves en mis videos’”.
El segundo de la dinastía Higuaín, Federico, actual mediapunta de Chicago, también hace hincapié en los VHS. “A mi viejo lo jodemos bastante, pero por lo que vi en sus videos no era un burro”. Probablemente, en su casa el Pipa tenga un editado de sus mejores partidos. En fin, Nicolás, ex zaguero de San Telmo, admite que era el más parecido a papá. “No bien me conocían, no podían creer que era el hijo del Pipa porque físicamente no me parezco. Ahora, apenas me veían jugar, decían: ‘Sí, sí, no hay dudas, es un Higuaín de ley’. Yo jugaba en el mismo puesto que mi viejo y, lejos, fui el que más lo sufrí. Por eso me retiré joven”, revela el ex defensor, de 26 años. Como no pudo cumplir el sueño de llegar a Primera División, como su papá o sus hermanos, eligió otro de los caminos del fútbol: la representación de jugadores. “Trabajo con Norberto Recassens, que por ser muy amigo de mi viejo era el que me representaba cuando era futbolista. Pero no llegué, y mi caso sirve para demostrar que con ser ‘el hijo de’ no alcanza. Hay que tener algo más”.
El último eslabón de la dinastía Higuaín, Lautaro, tiene 14 años y es delantero en su escuela. ¿Querrá parecerse a Gonzalo? “En realidad –revela Federico–, se parece más a Pipo Pescador, jajá. Es un vago”.
Con o sin talento, con más o menos capacidades para la gambeta, no hay dudas de que el Pipa padre, entre sus genes les trasmitió a sus hijos una pelota.
Sobrevivir al apellido Maradona
Su caso no es igual a ninguno. Ella no es la ”hija de”. Es ”la hija de Diego Armando Maradona”. Y así lo lleva: “Cuando me preguntaban el nombre de mi mamá, contestaba sin problemas Claudia, pero cuando querían saber cómo se llamaba mi viejo, respondía: ‘No te lo digo’”. Aunque asume que es “famosa desde que estaba en la panza” y ya está acostumbrada, le sigue molestando que la reconozcan en todos lados y que le pregunten “¿qué se siente ser la hija de Dios?”. Y entre los beneficios de ser una Maradona, que son muchos, remarca el que le permitió cumplir un sueño: “Festejar mi cumpleaños de 15 en la Bombonera”. Fanática de Boca, en algún momento pensó en jugar al fútbol: “Mi papá decía que era buena, pero yo no quería que dijeran que jugaba porque era la hija de Maradona”.
Por Pablo Lechuga, Maxi Goldschmidt y Nacho Levy.