¡Habla memoria!

1899. Un encuentro disparatado

Bill Doherty, campeón australiano de box, cuenta cómo fue su tercer duelo con el indio Peter Felix, una de las peleas más accidentadas y desopilantes que se tenga memoria, ocurridas al final del siglo XIX.

Por Redacción EG ·

06 de junio de 2019

 

Imagen Bill Doherty
Bill Doherty
 

Cuando hecho un vistazo hacia atrás, a lo largo de mi carrera, dice Bill Doherty, ex campeón de peso pesado australiano; oscura como fue, en comparación con aquellas de los gigantes, de los que tanto me gusta escribir, encuentro un punto en el cual me parezco a algunos de los más grandes y celebrados boxeadores que hayan pisado el ring. Se cruzó en mi camino un hombre que parecía haber sido puesto sobre la tierra con el único propósito de borrarme del mapa pugilístico para siempre.

Este hombre fue Peter Felix, un negro de la India, tan distinto a mí en contextura, estilo y disposición que, difícil era prever que algún promotor concertara un match entre nosotros con fines comerciales. Felix era enormemente superior a mí en capacidad, altura y peso. En nuestra primera lucha por el campeonato, consiguió vencerme y arrancarme, por consiguiente, el título que yo había conquistado de manos de Mick Dooley, quien, pensando en Felix, me había dicho sinceramente: "Bill, suceda lo que suceda, conserva el campeonato para los blancos".

Felix era odiado por Dooley y por cientos de los trabajadores de las minas de oro de aquellos días, por lo que mi derrota fue considerada como una calamidad nacional. Yo no albergaba ningún odio personal por Felix, aun cuando había sufrido a manos de él una derrota tan humillante, que ya había decidido convertirme en buscador de oro, convencido de que mi carrera como boxeador había terminado.

 

Imagen Peter Felix
Peter Felix
 

Pero era tan grande el interés del público por ese campeonato que un nuevo match fue concertado, y esa vez fui  yo el vencedor, en presencia de una enorme muchedumbre, en el gran Sidney Hall. Pero esa pelea había defraudado a los mineros del oeste de Australia, a muchas millas de distancia, y otro match fue concertado, esta vez en Kalgoorlie. Nunca en mi vida olvidaré esa pelea. Fue realizada a final del siglo, cuando la luz eléctrica comenzaba a ser usada universalmente, y la sala donde nos encontramos estaba provista de un equipo de último modelo. Sin saberlo yo, algunos de los mineros, que temían que Felix pudiera batirme como ya lo había hecho una vez, habían preparado un complot con el cual estaban seguros de que Felix no iba a ser el vencedor. Este complot consistía en cortar, a una señal dada desde el ring side los cables que daban luz a la sala. La señal sería dada, naturalmente, en el caso de que Felix me superara. Ahora bien; ni él ni yo sabíamos nada de esto y entramos al ring, dispuestos, como siempre, a vencer. No notamos nada extraordinario, excepto que la sala estaba llena casi hasta el techo. La pelea fue recia y emocionante; en los primeros rounds yo llevaba una pequeña ventaja, pero al llegar al sexto round Felix cambió repentinamente de táctica y comenzó a darme una serie de golpes que me obligaron a adoptar la defensiva exclusivamente. Alcanzándome con una de sus terribles derechas en la mandíbula me arrojó contra las cuerdas en un estado casi inconsciente. Inmediatamente en medio del rugido de la multitud, comenzó a enviarme punch tras punch, castigándome sin compasión. El cabecilla, desde el ringside, considerando que yo estaba perdido, envió la señal convenida. Después se supo que la señal había sido vista por los individuos destacados en el techo para cortar los cables, quienes hicieron todos los esfuerzos posibles para obedecerla, pero desgraciadamente equivocaron el cable ¡y lo único que consiguieron fue dejar completamente a oscuras un gran restaurante vecino!

 

Imagen George Bellows, Both Members of This Club, 1909.
George Bellows, Both Members of This Club, 1909.
 

 El cabecilla estaba furioso, casi negro de rabia, por la aparente desobediencia y llegó a suponer que había sido traicionado por sus camaradas. Lo único que atinó a hacer fue tratar de reanimarme con gritos, provocando con ello carcajadas, ¡pues yo ya estaba casi a punto de un k. o.!  Afortunadamente, la suerte en forma de gong, vino a sacarme de esa situación desesperada. El cabecilla de la banda, cercano a un ataque de apoplejía a causa de su excitación y furia, se calmó un tanto, con la esperanza de una reacción de mi parte. Pero esa calma no duró mucho. Gracias a los cuidados prestados por mi segundo recobré mis sentidos y, en el siguiente round, avancé sobre Felix como un tigre furioso y lo alcancé con un potente directo a la mandíbula. ¡Y entonces, estando él en el suelo, y al parecer vencido por completo, se apagaron todas las luces!

En toda mi vida no he escuchado otro rugido de rabia como el que partió entonces de la multitud enfurecida. El cabecilla de la banda, ahora completamente seguro de que había sido traicionado, estaba próximo a explotar de rabia. Repartiendo puñetazos a diestra y siniestra se dirigió en busca de sus confederados, lanzando maldiciones tales como nunca he vuelto a escuchar. En medio de esa terrible batahola alcancé a oír la voz del referee que declaraba suspendido el match.

Se supo luego que los encargados de cortar el cable habían procedido con la mayor inocencia, habiendo, simplemente, equivocado la línea al recibir la señal, y encontrándola minutos más tarde cortaron la corriente sin mirar al ring, en el momento en que yo era el vencedor, de lo cual no se enteraron y bajaron tranquilamente con la satisfacción del deber cumplido, a reclamar su recompensa. Recompensa que obtuvieron, pero bajo la forma de una paliza propinada por el cabecilla, que era un ex boxeador y partidario de castigar primero y escuchar explicaciones después.

Bill Doherty (El Gráfico 12 MAYO de 1939)

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