El apodo de mi vida
Ingeniosos, obvios, hereditarios... en el fútbol hay sobrenombres para todos los gustos y muchos pasan a ser más conocidos que los propios apellidos. Aquí, algunas de las mejores historias.
La ensalada podría ser mixta. Sólo habría que poner a Sebastián Pena, a Carlos Roa y a José Luis Fernández. Tomate, lechuga y cebolla. Y, si se quiere y no se sufre de colesterol, también se le podría agregar huevo: a la cancha, Julio Toresani. Y si no quiere ponerle tanto, le agregamos uno de codorniz. Entonces entra el chileno Esteban Valencia. ¿No es el Huevito, acaso?
No es todo, porque en el menú también figuran ensaladas más elaboradas. Basta pedirle al chef Tabárez que decida el ingreso del Poroto Cubero y a la bolsa. O a la panza, mejor dicho. Y llamar a España para que permitan la vuelta del Morrón Rotchen del Espanyol y ya tendríamos un plato bien completito.
Apodos. Cientos para contar. Lo que muchas veces queda en deuda es el motivo. Porque cada uno lleva su historia. El de Toresani es por su cara de huevo, por supuesto; el de Rotchen por lo rojo que se pone en los partidos; el de Roa porque es vegetariano; el de Pena por su padre, que tenía los cachetes colorados, y el de Fernández porque de pibe tenía el pelo rubio, finito, y con el corte de una cebolla.
Hay para todos los gustos. Están en principio los de siempre. Los Alberto, Roberto o Norberto, que tienen una doble opción: pueden ser Tito o directamente Beto. Bonano y Pompei entre los más conocidos de un bando, y Alonso, Márcico, Acosta, Carranza, Yaqué, por el otro. También están los eternos Loco, que siempre van a existir. Son Gatti, Bielsa, Marzo, Abreu, Enrique, el paraguayo González y Houseman, entre tantos. Y los Turco. Se habla de Apud, Alí, Husain, Hanuch, todos por el apellido, y García, aunque en su caso hay una historia curiosa. En un picado en la calle, cuando era chico, un compañero suyo iba a hacer un lateral y Claudio lo paró de lleno: “Jala, jala, jala...”, le dijo, como queriéndole decir “dejala”. De ahí, Turco.
Después están los que, por portación de apellido, debieron heredar el sobrenombre de sus antecesores. Como, por ejemplo, Hugo Pérez, el ex Racing e Independiente, que fue bautizado Perico bajo la sombra del ex arquero de River; o como el actual Pichi Escudero, de River, que no es tan pichi como Osvaldo, aquel delantero del juvenil 79; o como el Ratón Ayala, el defensor del Valencia, homónimo de Rubén, ex delantero de San Lorenzo; o como Sanguinetti, el defensor de Gimnasia, igual de Topo que el famoso jockey uruguayo; o como el Pablito Aimar, que a pesar de no llamarse Carlos, como el entrenador, le dicen Cai; o como Yaya Rossi, aquel volante de Newell’s y el ex delantero de San Lorenzo; o como el actual Cholo Simeone, heredero de aquel Cholo de Boca de la década del 60, famoso por haber sido uno de los pocos jugadores capaces de colgar la pelota en la tercera bandeja de la Bombonera.
Después están las otras historias, las más particulares. ¿Qué raro elemento será un Pipi? ¿Un pájaro africano, una fruta malaya o un sonajero? No. A Leandro Romagnoli le dicen así porque cuando nació, su hermana Natalia, que tenía dos años, lo llamaba de esa manera. Y quedó.
¿Por qué será Balín el señor Eduardo Bennett? Porque a decir verdad, el hombre no parece ser muy amanerado. Lo cierto es que su hermano Jorge, cinco años mayor que él, tiene una bala incrustada en el corazón. Entonces eran, para todos, los hermanitos Bala y Balín.
También está el Tecla Farías, apodo que se le ocurrió al Vasco Azconzábal cuando vio que, a ese chico que llegaba de Trenque Lauquen a La Plata, le faltaba un diente. “Tiene un piano completo en la boca”, dijo, ante la carcajada de todo el plantel.
Siguiendo con los Pinchas, aparece en escena el Tano Piersimone, que además es conocido como Gareca. El apodo es made in Murphi, su ciudad. El tipo era tan fanático del actual técnico de Colón que le copiaba todo lo que podía. Cómo hablaba, cómo se vestía, cómo jugaba...
Y más. Cierto día llegó a la cantera de Rosario Central un chico que jugaba bien pero que cada vez que le ponían el cuerpo lo mandaban al Parque Independencia. Entonces el médico de las inferiores, Mario Ruiz, empezó a darle fortificantes. Así, día a día, interrumpía los entrenamientos: “¡Sánchez, las vitaminas!”. Y Pablito iba sin chistar.
También en Arroyito estaba Carbonari, hoy en el Derby County de Inglaterra, que para intriga de la ciudad entera le decían Petaco. Se trataba del nombre del enano de un circo que fue a Santa Teresa, su ciudad, que estaba todo el día jugando con él.
Siguiendo con Rosario, tuvo su singular historia el Camello José Di Leo. Ocurrió en una pretemporada, cuando el plantel estaba corriendo entre las sierras bajo un sol de ciento cuarenta y cinco grados. Llegaron al lago después de atravesar kilómetros y los muchachos se tiraron de cabeza a tomar agua. Y el tipo, como un verdadero camello, se quedó sentado en una roca. Fue José Omar Reinaldi -la Pepona, que se ganó su sobrenombre porque tenía el pelo como el de una muñeca- el autor del apodo. “¿Pero este tipo no necesita agua?”.
Sebastián Cejas, el arquero de Newell’s, no es geólogo ni bailantero. Pero de pibe se portaba tan mal y hacía tanto bolonqui que un tío le puso Terremoto. “Donde está, tiembla la tierra”, aseguraba. Y tanto le gustó el apodo que lo usaba para hacerle canciones mientras lo llevaba a pasear por toda la ciudad en el caño de su bici.
También de chico se ganó su apodo el Cuchu Esteban Cambiasso. Era tan simpático y tan carilindo que, de manera irónica, a alguien se le ocurrió compararlo con el actor cómico Juan Díaz Cuchuflito.
El Matute Morales no se llama Matías sino Ángel Alejandro. ¿Entonces? Él mismo lo explica: “De pibe andaba todo el tiempo atrás de la pandilla de amigos más grandes, como Matute detrás de Don Gato y su pandilla”. El Chupa López, hoy en Lanús, se lastimaba los dedos cuando era chico y se chupaba la sangre de la herida. Al principio le decían el Chupasangre, pero al final le quedó el apócope.
A Ariel Ortega, lo de Burrito no le cayó por sus virtudes viriles. Lo heredó de su padre que, como le pegaba a la pelota con un fierro, le decían el Burro.
Y hablando de animales, no hay dudas de que así como el burro es el que patea más fuerte, el mono es el mejor arquero de la selva. No es casualidad que lleven ese apodo Agustín Irusta (ex San Lorenzo), Germán Burgos y Carlos Navarro Montoya. En cambio a Guillermo Rivarola le dicen Tiburón: se lo pusieron en River porque, decían, no tenía cuello.
Hay más víctimas presas de sus características físicas. Javier Saviola, de chico, siempre se burlaba de un amigo que tenía el pelo como uno de los Globbetrotter y le decía Oveja. La madre del chico, cuando lo vio llorando, le recomendó: “Vos andá y decile rata”. Por los dientes, obvio. Y así quedó su primer apodo que, los relatores, después cambiaron por Conejo. A La Paglia le pusieron Leche porque lavaba su piel con Ace, de tan blanca que la tenía. A Ramón Díaz le empezaron a decir Pelado porque de chico no le crecía el pelo. Rubén Glaría, el ex defensor de San Lorenzo, fue bautizado Hueso por su cuerpo esquelético. Su hijo, Alejandro, heredó el diminutivo.
A Carrario le pusieron Tweety por su color de pelo. Pipa a Raúl Estévez por su nariz. Bruja a Berti por su pera puntiaguda, como la de una bruja. Catre a Sergio Silvano Maciel, ex Armenio y Estudiantes, no porque dormía mucho sino porque sus piernas, desde las rodillas para abajo, eran para afuera como las de un catre. Carucha a Muller porque no es lo más parecido a Brad Pitt que se haya visto, precisamente. Chino a Tapia por sus ojitos. Y Rifle a Castellano por... por... bue, usted sabe...
Al negro Palma, el ídolo de Central, le decían Tordo y no porque había estudiado medicina. No. Sino por el pájaro. “Era negro, chiquito y chaqueño, ¿cómo querés que me digan?”, contesta él mismo.
Tordo, o mejor dicho Doctor, es también Aldo Paredes, de San Lorenzo. Cierta vez Mariano Closs le puso así porque con tantas patadas “operaba a sus rivales”. Pero el mito de que era médico se hizo tan grande que él, harto de que se lo pregunten, explotó: “Bueno, sí, soy ginecólogo, ¿y qué?”, dijo una vez. Pero de cierto, nada.
Por Guido Glait