¡Habla memoria!

Carlos Monzón, sangre de hielo y puños de fuego

El 30 de Julio de 1977 la leyenda más grande del boxeo nacional peleó por última vez. De Nino Benvenuti a Rodrigo Valdez, hizo catorce defensas exitosas y se retiró campeón del mundo. Años más tarde ni siquiera su destino trágico logró bajarlo del pedestal de los ídolos argentinos.

Por Redacción EG ·

29 de julio de 2017
Imagen MONZÓN CAMPEÓN DEL MUNDO. Derrota a Nino Benvenuti en Roma para iniciar su ciclo dorado.
MONZÓN CAMPEÓN DEL MUNDO. Derrota a Nino Benvenuti en Roma para iniciar su ciclo dorado.


Apenas aterrizados en Roma, Carlos Monzón y su entrenador Amílcar Brusa decidieron salir a estirar las piernas, y unas cuadras más adelante se cruzaron con un tumulto atronador en la puerta de un lujoso hotel. Era el bunker de Nino Benvenuti, que desde el hall central se prestaba a los fanáticos y firmaba autógrafos. Brusa, que conocía la caballerosidad de Nino y su fama dentro del ambiente, le sugirió a Monzón pasar a saludarlo y, de paso, promocionar la pelea, pero su pupilo no estuvo tan de acuerdo: “¡¿Qué lo voy a saludar?! Si yo estoy cagado de hambre, mañana lo voy a matar”. Era noviembre de 1970 y esa sentencia, que también fue una premonición, pintó de cuerpo entero a ese joven boxeador mediano que llegaba a Europa alentado por la gloria y el espíritu deportivo, pero también por la carencia y su origen humilde.   

En el Pallazo Dello Sport Monzón demolió a Benvenuti, que era el rey indiscutido de la categoría desde 1968. Lo noqueó en el décimo segundo round luego de dominar toda la pelea, pero con las tarjetas en contra por los jurados localistas. Cuando retumbó el “Monzón campeón del mundo” en las radios argentinas, pocos sabían quién era ese santafesino ignoto nacido en San Javier, que se había ido a jugar una patriada a Europa de la mano de su mentor Brusa.

Tampoco conocían su estilo, que haría historia por lo simple: boxeador de brazos largos, era muy inteligente y tenía la mano demasiado pesada. Entraba, pegaba y salía. En una época de guapos que hacían la gran Alí para capturar todos los flashes, Monzón había tomado la costumbre de correr a su rincón cuando su rival caía. Esos segundos, que otros pugilistas dejaban en el camino a cambio de una foto, eran claves para el nocaut.

Su primera defensa fue en Montecarlo en mayo de 1971. Fue, también, la revancha de Benvenuti, aunque aquella vez no hubo equivalencias. Monzón ganó por nocaut en el tercer round y el italiano se retiró para dedicarse tiempo completo a su vida de playboy. La segunda defensa fue ante Emile Griffith en el Luna Park (KOT 14) y luego le siguieron éxitos ante Denny Moyer (KOT 5) en Roma, Jean-Claude Bouttier (KOT 13) en París y Tom Bogs (KOT 5) en Copenague. En noviembre de 1972 Monzón volvió al Luna Park y sufrió mucho ante Bennie Briscoe, pero los jueces le dieron la victoria en decisión unánime.

La séptima defensa fue en junio de 1973, otra vez en Montecarlo y nuevamente ante Griffith, la leyenda incansable que no se resignaba a perder el reinado. Monzón volvió a ganar por puntos y por primera vez empezó a hablar del retiro. No obstante, regresó en París para triunfar, también por fallo unánime, en la revancha ante Bouttier.

La novena defensa puso frente a Monzón a Mantequilla Nápoles, el cubano al que todos querían ver medirse con el santafesino. El resultado no dejó dudas: el argentino le dio una paliza y los segundos de Nápoles tiraron la toalla en el séptimo round. Fue la segunda pelea patrocinada por Alain Delon, que ya era parte de su círculo íntimo.

En el Luna Park Monzón hizo su décima defensa ante el australiano Tony Mundine (KOT 7) y la undécima fue en Nueva York frente a local Tony Licata. Fue la única vez que peleó en el Madison Square Garden y ganó por nocaut técnico en el décimo round. Esa pelea fue el parangón de Monzón y el quiebre. De novio con Susana Giménez desde que juntos filmaron La Mary, era un boxeador con la cabeza en la farándula y las mieles de la noche, aunque seguía siendo un excelente profesional: dos meses antes de cada pelea dejaba el cigarrillo, el alcohol y las salidas y se concentraba en su objetivo. El perfil de ese Monzón iba perfecto con el del Madison y el de las peleas que ya organizaba Don King en Nueva York, pero él siempre prefirió Europa y si no tuvo más reconocimiento aún a nivel internacional es porque no aceptó prestarse al gran circo.

La duodécima defensa la hizo ante el francés Gratien Tonna y el nocaut en el quinto round vino a demostrar que ese Monzón en retirada seguía siendo el mejor de su categoría. Sólido, aplacado y cerebral, le dio una paliza a su rival en París y empezó a preparar el adiós, que tenía en el horizonte a Rodrigo Valdez. El colombiano venía provocándolo desde tiempo atrás, afirmando que lo único que hacía en el ring era escaparse y que podía ganarle, así que la pelea del 26 de junio de 1976 tuvo mucho de desquite personal y el triunfo por decisión unánime en quince asaltos parecía marcar el final de la carrera dorada de Monzón.

No obstante, quedaba la obra cumbre. 600.000 dólares convencieron a Monzón de dar una última función, en una revancha ante Valdez. Fue el 30 de julio de 1977 en Montecarlo y fue la única vez que un rival logró derribar al argentino. En el segundo round, un golpe desprevenido terminó con su rodilla en el suelo, sin embargo supo recuperarse y volvió a ganar por puntos. Monzón celebraba con los brazos en alto y había olor a despedida.

A los 35 años, con 100 peleas (sólo tres derrotas, todas antes de Brusa) y 14 defensas exitosas del título mundial, ese Monzón que según su propio entrenador tenía pocas ganas de gimnasio y muchas ganas de cama con Susana, anunció su retiro el 30 de agosto de 1977. Lo que siguió fue casi un cliché, el destino manifiesto y la parábola del boxeador, que vuelve al barro luego de acariciar el cielo. Sin la cobija del deporte, se refugió en la noche y un confuso episodio terminó con la muerte de Alicia Muñiz en una madrugada de excesos de febrero de 1988. Fue condenado a once años de prisión por homicidio simple, y el 8 de enero de 1995, durante una de sus salidas transitorias, tuvo un accidente fatal en el paraje Los Cerrillos. Esa última imagen de Monzón, una caricatura de sí mismo jaqueada por sus errores, jamás pudo empañar la estampa de ídolo nacional. Tal cual lo describió Ernesto Cherquis Bialo en El Gráfico, luego de su defensa ante Griffith en el Luna Park, Monzón fue un boxeador con sangre de hielo y puños de fuego.

Por Matías Rodríguez