Análisis

¿Por qué? El karma de la Selección Argentina

A menos de un año de haber perdido la final del Mundial, la Selección cayó en el partido decisivo de la Copa América. Las razones de un embrujo que lleva 22 años y que no se corta ni con una generación de futbolistas brillantes encabezada por el mejor del planeta. El proyecto de Martino y la picadora de carne.

Por Elías Perugino ·

04 de agosto de 2015
Imagen El gesto de Mascherano, teñido de angustia. "¿Qué te pasa con nosotros?", parece decirle a la Copa.
El gesto de Mascherano, teñido de angustia. "¿Qué te pasa con nosotros?", parece decirle a la Copa.
La ferocidad de los datos, en combustión incesante con el fastidio salvaje del capítulo final de la Copa América, edificó el tobogán para que se deslizara el tremendismo. En la valija de este viaje siniestro entran veintidós años sin títulos y seis finales perdidas, cinco de ellas en el nuevo milenio y dos en menos de 365 días. A la mejor Selección del mundo -de acuerdo al ranking FIFA que se horneaba al cierre de esta edición- debería revolvérsele el alma como si fuera la de Anguilla, la isla caribeña que no despega de la posición 209 y que, a falta de estrellas como las que luce el escudo de la AFA, ostenta tres delfines danzando alrededor de una pelota… Pero no alcanza estar al tope de esa lista que mixtura fantasía y realidad. El metabolismo hambriento del futbolero argentino sólo arañaría la saciedad con esa gloria que nos esquiva con macabro deleite, como digitada por un embrujo.

“Seré yo”, decía sin creérselo Mascherano, otra vez león herido, protagonista de las tres finales de Copa América perdidas por Argentina de las últimas cuatro disputadas. “Esto es una tortura”, definía con el alma llagada, perforada por otra puñalada en la herida todavía sangrante de la final del Mundial.

Es tan cierto como despiadado: contando los 7 partidos del Mundial y los 6 de esta Copa América, Argentina sólo fue perdiendo 7 minutos. Los 7 minutos entre el gol del alemán Götze y el final pitado por Nicola Rizzoli. Nunca antes había estado en desventaja la Selección en Brasil, como nunca lo estuvo en Chile, otro torneo en el que, como ocurriera en el Mundial 2006 y en la Copa América 2011, se le cortó el sueño en la definición por penales, sin haber perdido partido alguno en el tiempo reglamentario.

Imagen ¿Bielsa? No, Martino. El Tata y un momento de reflexión sentado sobre la heladera.
¿Bielsa? No, Martino. El Tata y un momento de reflexión sentado sobre la heladera.
Son veintidós años sin títulos. Y serán mínimamente veintitrés. Para un país que respira el oxígeno del fútbol, pero también su esmog. Para una sociedad futbolera que cría ídolos con la misma naturalidad con que seis partidos después se los fagocita. Messi genio, Messi fracasado. Messi ídolo, Messi cagón.

En ningún lado está escrito que somos los mejores. Ni en el reglamento del fútbol, ni en la Biblia, ni en la Constitución Nacional. Pocas veces lo fuimos, y lo agradecidos que deberíamos estar en comparación con otros países de tradición futbolera: dos veces en Mundiales, catorce más en sudamericanos y otras dos en Juegos Olímpicos. Lo que tampoco está escrito, aunque sea rigurosamente cierto, es que casi siempre fuimos competitivos. Y que somos, junto a Brasil, la mayor factoría mundial de talentos. Pero eso no garantiza nada. A la historia se la escribe página por página. Renglón por renglón. Y en esa minuciosidad cotidiana pueden aparecer otros con mejor caligrafía, como esta vez sucedió con Chile.

En el deporte, perder no es la muerte, apenas es una posibilidad. Perder, además, es una chance de crecimiento. Salada, sinuosa, pero de crecimiento. De perder supo mucho Alemania, que hoy disfruta del título del mundo. Su ejemplo fue tapa de El Gráfico en junio de 2013, un año antes de la vuelta olímpica en el Maracaná. Luego de la Eurocopa 2000, cuando no pudieron ganar ningún partido, miraron hacia adentro, detectaron las raíces del conflicto y las atacaron con virulencia. A la Bundesliga le faltaba talento. “Es la técnica, estúpido”, fue el diagnóstico. Y entonces diseñaron un programa global y obligatorio para que cada club incorporara entrenadores calificados en las divisiones inferiores. Y de esa siembra se cosecharon los talentos que levantaron la Copa del Mundo 14 años después. Un proyecto de base que, en la cima de la pirámide, se avaló sosteniendo una conducción técnica compatible con esa idea.

¿Qué hizo Argentina en la punta de la pirámide, siendo un manantial de técnica pese a la orfandad de los proyectos de base? Al núcleo del plantel actual, que pisó el predio de Ezeiza con regularidad desde 2005, se lo sometió a seis cambios de entrenador en diez años. Un aquelarre. Pekerman, Basile, Maradona, Batista, Sabella y Martino se sucedieron en un slalom que el plantel que hoy se defenestra tuvo la capacidad de surfear con bastante suficiencia. Demasiada.

 

Imagen La jugada que pudo romper la historia. Minuto 92 de la final. Higuaín conecta ante la corrida desesperada de Bravo, pero la pelota chocará contra el costado de la red.
La jugada que pudo romper la historia. Minuto 92 de la final. Higuaín conecta ante la corrida desesperada de Bravo, pero la pelota chocará contra el costado de la red.
Aunque los meteoritos dialécticos no paran de llover sobre su cabeza, el ciclo de Martino lleva 14 partidos. Nada más. Como impulsados por un presagio, el día anterior a la final se nos ocurrió escribir un balance anticipado, como para no contaminarnos con las secuelas de un resultado. Es la nota que sigue: Reflexiones del día anterior. Nos pareció que era el ejercicio periodístico más honesto que podíamos encarnar. Porque un ciclo no merece evaluarse por 90 minutos. Así sean los 90 minutos de una final fallida, en la que el equipo se divorció de su mejor versión y estuvo en tela de juicio casi todo: la estrategia, los cambios, la respuesta física, la endeblez temperamental, la prestación de las figuras y el rendimiento del extraterrestre, que jugó otra final terrenal.

Para los soldados del resultadismo se perdió la guerra. Ellos quieren todo, y lo quieren ya. Ellos quieren todo, y lo quieren de cualquier manera. Probablemente hayan tenido un orgasmo con la Grecia que ganó la Eurocopa 2004. Un equipo lastimoso, rotulado con el mote del campeón más defensivo de la historia, que despreciaba la pelota con una devoción indescriptible. Pero el fútbol, en la infinita generosidad de sus matices, le tendió la soga de la gloria a ese ejército disciplinado e insulso comandado por Otto Rehhagel.

¿Para nuestra Selección queremos ese camino, el atajo del “cómo sea”? Está claro que hierven las urgencias. Nadie lo desconoce. Pero las urgencias del fútbol argentino, por una cuestión genética, son de resultados y de algo más. Antes de que naciéramos, la gloria era la medalla que se colgaban quienes mejor jugaban “a la pelota”. La evolución del juego incorporó un abanico de factores –físicos, temperamentales, tácticos, estratégicos– que, sin embargo, jamás corroyeron ese espíritu. Ese sello que se les adivina, como una marca de agua, a los futbolistas más relevantes del plantel. Aunque haya ciegos que no lo quieran ver.

Imagen Luego de convertir el penal decisivo ante Colombia, Tevez no tuvo minutos ni en la semifinal ni en la final.
Luego de convertir el penal decisivo ante Colombia, Tevez no tuvo minutos ni en la semifinal ni en la final.
La fiebre que devino de la frustración elevó voces reclamando el final del ciclo de algunos futbolistas. Como si fueran piezas originales de fábrica para sustituir en un motor. Como si el máximo nivel internacional no requiriera de un proceso gradual, de un roce constante y paulatino, de un ciclo de incorporación y armonización de conceptos colectivos. A ver, supongamos que echamos mano a eso. ¡Fuera Messi! ¡¿Fuera Messi?! ¿Fuera Messi para ser reemplazado por quién? ¿Fuera Messi como hace 14 meses era “¡Fuera Romero!”, que hoy es indiscutible? ¿Fuera por perdedores? ¿Están seguros de que perder finales es ser perdedor? Si el que pierde finales es un perdedor, ¿los demás qué son?

Mirar el futuro con una venda en los ojos es no ver. En el recorrido ideal de Martino, la Copa América era una autopista de doble vía. El escenario ideal para quitarles la sábana a los fantasmas de 22 años  y afianzar la idea como cimiento para el resto del recorrido que debería desembocar en Rusia 2018. El plan resultó a medias. La mochila para la Copa América del Centenario llevará el sobrepeso del nuevo tropiezo y de un año donde, sin dudas, Messi, Martino y la Selección toda desfilarán por la picadora de carne. Así será: siempre fuimos los escorpiones de la fábula.

Menos para el cuerpo técnico y los 24 jugadores, el tsunami de la derrota por penales se llevó por delante los pilares de una manera de jugar. De un estilo definido que necesita más tiempo de experimentación. Ese tiempo que empieza ya. Y que tendrá como banco de ensayo el torneo olímpico de 2016, cuando Martino dirija un plantel de menores de 23 años conformado por los nombres que imagina como recambio natural –natural, no traumático– para la generación que devolvió al fútbol argentino a una final del mundo luego de 24 años. Eso tampoco hay que olvidarlo.

Parece sensato el camino elegido por el Tata. Maquilló al subcampeón del mundo con dos recambios –Otamendi y Pastore–, esbozó un estilo definido, lo acentuará con el mismo grupo en lo que resta del año, testeará en Río 2016 a las individualidades que nutrirán a la Selección en el mediano plazo y aguarda que un colaborador de su entraña maneje los juveniles. Detalles discutibles al margen, es un trayecto serio, lógico y adecuado para un país experto en generar materia prima futbolera. Quedarse en la discusión puntual de un enunciado -“La tendencia siempre va a ser el riesgo”-, dando por sentado que el equipo se enrolará en un fundamentalismo sin abrirse a un Plan B, suena a subestimación y a injusticia para con un cuerpo técnico que todavía no superó los 30 entrenamientos conceptualmente intensos. 

 

Imagen El Flaco Pastore se destacó como talento complementario de Messi, pero jugó una final desteñida.
El Flaco Pastore se destacó como talento complementario de Messi, pero jugó una final desteñida.
Sedar a la desesperación generalizada no es tarea sencilla. Pocos intentan raspar la costra de la inmediatez para tejer esperanza con las señales alentadoras de un nuevo proceso. Ahora convendría tomar el atajo de la serenidad. No enloquecer de impotencia. Absorber el golpe y recomponerse como esos robots de las películas en 3D que nunca mueren. Sólo queda reconstruirse sin desmoronar lo que estuvo bien elaborado. Sólo eso. Nada menos que eso. Y esa reconstrucción necesita a todos. A Masche, con su amor propio magullado, pero también con su sabiduría táctica. Al Tata, con el pulso firme para que nada ni nadie le arrebate las riendas. Al grupo entero, apoyado espalda contra espalda para amortizar las secuelas del golpe. A los dirigentes que están y a los que vendrán en octubre, ejerciendo un impermeable rol de respaldo. Y especialmente a Messi, el blanco más sencillo del canibalismo. A Messi tal como es: genial casi siempre, normalito cada tanto, mal pocas veces. Quizás así, algún día, nos volverá a tocar. Quizás así. Del otro modo, ni modo. Del otro modo, ni finalistas.

Por Elías Perugino / Fotos: Alejandro Del Bosco - Enviados especiales a Chile

Nota publicada en la edición de julio de 2015 de El Gráfico