La Selección

Las leyendas no se rinden

Messi es tan grande que el dolor de una final perdida duró el tiempo que pasó entre el pitazo final y el anuncio de su renuncia. La diferencia entre lo esencial y lo accesorio.

Por Elías Perugino ·

29 de junio de 2016
“Se terminó la Selección para mí”, dijo tajante, la barba roja ensombrecida, los ojos llorosos, el alma en harapos. Seis palabras devastadoras, bestiales, que pulverizaron el dolor por la tercera final perdida por la Selección en 24 meses y abrieron una llaga más profunda, una sensación mortuoria comparable al día que Maradona dijo “Me cortaron las piernas” en medio de la tempestad de USA 94.
“Es por el bien de todos”, susurró con la garganta anudada, exhausto de pelear contra una maldición, preso de una impotencia que no le concedemos porque él todo lo pudo y con esto –ya verás, Leo- también podrá.
El país futbolero se pasó una década cargándole piedras a su mochila. Y él absorbió la responsabilidad absoluta de terminar con el lastre de 23 años sin títulos, como si el fútbol no fuera un deporte de articulación colectiva y sólo dependiera de la iluminación de una genialidad. Pero ahí estuvo Leo,  remolcando el peso de la historia como esas pequeñas embarcaciones que sacan a los gigantescos cruceros hasta mar adentro.
La decepción que le atraviesa el cuerpo sólo se mide en términos de gloria. En esos escalones intangibles a los que aspiran subirse los tipos que ya son leyenda. Y como tal, Leo tiene derecho a todo menos a una cosa: rendirse. Las leyendas no se rinden. Alcanzan objetivos y se trazan los próximos. Chocan contra una pared y la vuelven a encarar. Una, dos, tres, mil veces hasta voltearla. O una, dos, tres, mil veces hasta que les llega el día de su Juicio Final deportivo y gana la pared.
Este fútbol argentino institucionalmente en ruinas, jaqueado por la impericia de dirigentes de cotillón, puede resurgir aferrándose a un faro, a una luz, a una esperanza: Leo Messi. Siempre se lo necesitó, pero nunca más que ahora. Es la bandera inmaculada de un fútbol manchado. El pibe que llora y sufre más que nosotros, pero, también, el único con el don para revertir la historia. Para perforar esa pared con la que chocó cuatro veces. O para guiar al fútbol argentino hasta una playa sin olas, más serena.
A Messi se lo necesita adentro de la cancha, pero también afuera. Aunque no quiera ser ejemplo, lo es. Estas derrotas lo humanizaron, le quitaron el atuendo de deidad. Quienes admiran sus proezas también se sensibilizan con la angustia que le estruja el corazón. Entonces no se puede rendir. Ni por ellos, ni por él mismo.