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Peinar canas

Violencia, amor y fe, tres ingredientes del thriller de un argentino en el Mineirao.

Por Elías Perugino ·

23 de junio de 2014
BELO HORIZONTE (Enviado especial).-El hombre llegó a Belo Horizonte esa madrugada, a bordo de uno de esos chárters que llevan y traen a hinchas en el día, y había dormitado un puñado de horas en los asientos del micro que lo trasladó del aeropuerto de Confins hasta la zona de Pampulha, a orillas de cuya laguna está enclavado el Mineirao.

Tempranito, con los primeros rayos de sol de una mañana diáfana, como son todas en Belo Horizonte en esta época del año, caminó hacia el inmenso playón que rodea el estadio y se encontró con cientos, miles de argentinos. Algunos habían pasado la noche contra las rejas externas, envueltos en banderas. Otros llegaban como él, con las lagañas abrochándoles los ojos, pero con el corazón palpitando a full. A media mañana, mientras desde el estadio llegaban los acordes del Himno argentino en medio de una prueba de sonido, la fiesta era total. El nuevo hit de la hinchada –“Brasil decime qué se siente…”- se transmitía de boca en boca y hasta los siete mil brasileños que se acercaron al Mineirao, en su mayoría residentes de Belo Horizonte, parecían simpatizar con esa fiesta de cantos, banderas, caras maquilladas, disfraces y cornetazos. Parecía…

Cuando ocupó su lugar en la platea quedó asombrado por la magnificencia del escenario. Una “cancha FIFA”, con parámetros equivalentes a las que transitamos en los últimos cinco Mundiales. Los cánticos fueron subiendo de tono con el correr del mediodía, casi en idéntica proporción en que crecía el sufrimiento de la Selección, impotente para resolver su partido con Irán. Al final, la magia de Messi puso a salvo el honor y detonó un carnaval argentino en “tierra enemiga”, como definió Mascherano. Los 50 mil argentinos se quedaron veinte minutos cantando, emocionando con su devoción por la camiseta y por esos jugadores. Al de nuestra posición, los comentaristas de la televisión brasileña elogiaban esa fiesta y, al mismo tiempo, reflexionaban con amargura: “¿Por qué la hinchada brasileña no alienta así a sus ídolos?”

Los brasileños, que al principio parecían simpatizar con el carnaval ajeno, ya no estaban tan seguros de digerir ese caramelo. Antes de salir, era necesaria una “parada técnica” en el baño. El hombre se hizo paso como pudo. Los brasileños que poblaban el pasillo ya no sacaban fotos ni aplaudían. Ahora insultaban, provocaban, buscaban lío. Un argentino no se lo bancó y reaccionó. Le tiró un vaso de cerveza y una piña a uno de los más exaltados, y le destrozó la nariz. Lo que siguió fue una batahola en la que el hombre quedó acorralado, abandonado a su suerte. Volaron manos, patadas, objetos, de todo. En medio de la batalla, uno de los brasileños, tan sacado como los argentinos que reaccionaron, que parecían ser barras, le dijo al hombre: “Usted de salva porque tiene canas”. Y no ligó ninguna trompada. Cuando la policía brasileña llegó al lugar y se llevó detenidos a unos cuantos, el hombre canoso pudo escabullirse y enfiló hacia el micro que lo devolvería al aeropuerto, al avión, a Argentina, a su vida de todos los días sin Mundial. Sólo le quedaba algo por hacer. Una compra.

Cuando se reencontró con su familia, buscó a uno de sus nietos, le dio un beso y le entregó el peluche de Fuleco. Después contó lo que le sucedió. Y cerró el cuento con una sentencia: “Me salvó Bruno”.

El canoso siempre fue un hombre coqueto. Petitero, dirían en sus años de juventud. Y desde que el tiempo le nevó la cabeza no dudó en pasar regularmente por la peluquería para disimular la blancura con un poco de color. Eso le valió más de una cargada, pero a él jamás le importó. Ante todo, la coquetería. Hasta que un día quiso aportar lo suyo para una causa familiar. Una persona muy pero muy querida no podía quedar embarazada. Estaba todo dado, pero costaba. Parecía que sí, pero no. Y entonces hizo la promesa: “Si queda embarazada, no me tiño más”. Ella quedó y el hombre, que antes que un hombre coqueto es un hombre de palabra, no se coloreó más.

“Usted se salva porque tiene canas”, le dijo el brasileño cuando volvió a enfundar el puño. La frase le repiqueteó por la cabeza durante todo el vuelo de regreso, mientras apretaba fuerte a ese Fuleco que ahora tiene Bruno, el ángel que lo salvó.