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Fernando Ortiz: Partícipe necesario

Nunca aparece en primera fila a la hora del reparto de flashes e idolatrías, pero donde juega se transforma en columna esencial. Tan discreto como eficaz, es el defensor en actividad con más goles convertidos de cabeza. Tras ser campeón en 5 clubes, se subió a esa montaña rusa llamada Racing.

Por Redacción EG ·

07 de octubre de 2012
  Nota publicada en la edición de octubre de 2012 de El Gráfico 

Imagen ORTIZ nació en Corral de Bustos, Córdoba, tierra fértil para los marcadores centrales: Ruggeri, Ribonetto, Loeschbor...
ORTIZ nació en Corral de Bustos, Córdoba, tierra fértil para los marcadores centrales: Ruggeri, Ribonetto, Loeschbor...
Si Fernando Ortiz fuese montañista en vez de jugador de fútbol, nunca sería un héroe como el italiano Reinhold Messner o demás escaladores de fama mundial, sino uno de esos abnegados sherpas que portean en los Himalayas como secundarios ayudantes de las expediciones que únicamente consagran a las celebridades del alpinismo. La mano de obra de la gloria: el mismo tipo de sacrificio sigiloso al que se entrega en Racing detrás de los caciques naturales, Sebastián Saja y Agustín Pelletieri.

Esa ofrenda lo define. Para que su equipo llegue a las últimas fechas del torneo Inicial en el pelotón de punta, no será suficiente con el resplandor discreto de Ortiz, un futbolista cuya luminiscencia solo es visible desde el segundo plano, sino que dependerá del liderazgo de los propios Saja y Pelletieri, los goles (o los yerros) de José Sand, la voz de mando tribal de Mauro Camoranesi y el desenfado con acné de Luciano Vietto y Ricardo Centurión. Y sin embargo, también sucede el fenómeno inverso: a diferencia de los jugadores que serían elegidos para el afiche promocional de una final, Ortiz no es un fenómeno, pero sí es un imprescindible. Aun los mejores cuadros necesitan la estabilidad de un marco en el que sostenerse.
El arriero de Racing transita la cancha como un marcador con oficio, sentido de la ubicuidad y voluntad cooperativa para ordenar a sus compañeros en la última línea pero además, o sobre todo, es un profesional que cultiva el don de la codicia goleadora. De las decenas de defensores en actividad en los 20 equipos de Primera, Ortiz es el cuarto que más goles hizo: 17. El podio de esta tabla con espíritu de reivindicación, la de futbolistas formateados para impedir goles que se rebelan y se atreven a convertirlos, está liderado por Rolando Schiavi (42 goles en Argentinos, Boca y Newell’s), Agustín Alayes (23, en Estudiantes, Quilmes, Newell’s y Banfield) y Cristian Alvarez (22, en Lanús, Arsenal y San Martín de San Juan, todas cifras que incluyen hasta la 70 fecha del actual torneo).

Los sigue Ortiz, quien anotó para Boca (2), Unión (2), Banfield (4), Estudiantes (5), Vélez (2) y Racing (2). De los siete equipos en los que jugó en Argentina apenas no festejó en uno, San Lorenzo, pero además de esos 17 goles tiene otros 3 que convirtió en competencias internacionales (1 para Boca en la Copa Mercosur 1998, y 2 para Vélez en 2011, 1 en la Libertadores y otro en la Sudamericana) y otros 7 que sumó durante su paso por México, en Santos Laguna (6), América (1) y Tigres (0). En el Mallorca B, de la Segunda de España, su única (y fugaz) experiencia europea, tampoco validó su voracidad en el área enemiga.

El cuarto puesto en cualquier ranking supone hablar de un especialista, pero allí no termina su gracia particular. Hay un subgénero en el que nadie, tampoco Schiavi, lo supera: en la madurez de sus 34 años (cumplirá 35 el día de Navidad), Ortiz es, de todos los defensores vigentes en la Argentina, el que más goles hizo de cabeza. Entre esos 17 impactos en el fútbol doméstico, no hay ninguno que haya convertido de penal ni de tiro libre ni de rebote ni de media distancia ni con efecto ni con puntín ni con la pierna derecha ni con la zurda. Ortiz convirtió sus 17 goles de cabeza, lo que implica una paradoja: en las alturas reina un futbolista de perfil bajo, suficiente para sacar una mínima ventaja sobre Schiavi, quien subdivide sus 42 festejos en 16 de cabeza, 9 de jugada y 17 de penal, y también sobre Alayes, otro defensor con 16 cabezazos goleadores (de sus 22 totales).

“Yo era chiquito y mi papá (Rubén, transportista) me tiraba una pelota Pulpo para que la cabeceara en el patio de mi casa. Me dolía, pero él insistía: ‘Abrí los ojos’, ‘No te muerdas la lengua’ o ‘La pelota no te hace nada’. Era un juego, pero esas frase me quedaron grabadas”, recapitula quien nació en la capital nacional de los marcadores centrales: Corral de Bustos, una geografía cordobesa de 11.000 habitantes y un altísimo índice de líberos y stoppers tan sólidos como el acero. “El más famoso es Oscar Ruggeri, pero además estamos el Flaco Loeschbor, Walter Ribonetto y yo. Es una zona en la que todos somos del mismo puesto: Fernando Gamboa, de Marcos Juárez; Mauricio Pochettino, de Murphy; Hernán Franco, de Cruz Alta; y Federico Lussenhoff, de Venado Tuerto. ¿De qué otra cosa podría haber jugado?”, se ríe.

El tiempo (inicios de la década del 90), el espacio (límite provincial entre Córdoba y Santa Fe) y el biotipo (defensor central) parecían una predeterminación para que siguiera los gateos iniciales de Gamboa, Pochettino y Franco en las divisiones Inferiores de Newell’s. En 1995, Bernardo Griffa, un maestro Miyagui del fútbol argentino, descubrió a Ortiz cuando tenía 17 años y seguía jugando con la camiseta que vestía desde los 5, la celeste de Sporting de Corral de Bustos: “Pero mi mamá (Silvia, ama de casa) no me dejó ir a Rosario: primero quería que terminara el secundario”.

Lo que podría haber sido un castigo terminó siendo un premio. A veces sucede: una derrota (la negativa maternal) le abre la puerta a un triunfo posterior y Ortiz lo comprobó enseguida: a finales de 1995, cuando fue contratado por Boca para reorganizar su fútbol base, Griffa hizo un nuevo intento por aquel defensor que había descubierto en su operativo rastrillaje de promesas y, esta vez, dio resultado.

No hay futbolista curtido sin sufrimiento previo y Ortiz, al comienzo, no la pasó bien en La Candela, el predio de Boca en San Justo donde pasó a convivir con cientos de chicos ávidos de sobrevivir en la telaraña del fútbol juvenil. Pero la mudanza al Parque Sarmiento y después a Casa Amarilla templaron aquella bienvenida con los colmillos afilados que le había concedido Buenos Aires y el último día de mayo de 1998, a sus 20 años, debutó en la Primera de Boca. Fue contra Gimnasia y Tiro de Salta, en una Bombonera que hervía malhumores por los fracasos bíblicos de la última década y en la que nadie preveía que, en medio de aquel desastre (derrotas, y algunos por goleadas, ante Ferro, Platense y Español), se estaba gestando el mejor ciclo histórico: faltaban pocas semanas para la llegada de Carlos Bianchi. De hecho, aquel triunfo 4-0 ante los salteños, con goles de Claudio Caniggia, Martín Palermo, Rodolfo Cardoso y Fernando Navas, por la anteúltima fecha del Clausura 98, es uno de los cinco partidos sin perder que el miniciclo de Carlos María García Cambón legó para el Boca ya dirigido por Bianchi, que continuó hasta las 40 fechas sin perder, el récord de todos los tiempos.

Y ya a la fecha siguiente, la última de esa temporada (y todavía con García Cambón en el banco), Ortiz convirtió su primer gol. Fue el sábado 6 de junio, en un empate 1-1 contra Unión en Santa Fe que pasó desapercibido porque cuatro días después comenzaba el Mundial 98. Sin embargo, la imagen, algo borrosa y sin repeticiones desde otros ángulos, se puede encontrar (con un poco de paciencia) en YouTube: una aparición ultrasónica de un muchacho con pelo crecido que conecta la pelota en el borde del área chica y sale disparado a gritar el gol. Fue de cabeza, por supuesto.

Aquel pibe era defensor (por entonces reciclado transitoriamente en lateral) pero tenía registros de goleador: ya con Bianchi, Ortiz no debutó en el Apertura hasta la sexta fecha, a mediados de septiembre, cuando tuvo que reemplazar a Rodolfo Arruabarrena (suspendido) y, en lo que era su tercer partido en Primera, convirtió su segundo gol. Esta vez fue en el 4-2 a Belgrano, en Córdoba, después de un tiro libre teledirigido por Juan Román Riquelme y la aparición por el segundo palo de un joven que usaba la camiseta 24. Paradójicamente, ese sería su último partido en Boca, al menos en el campeonato argentino, y su mínimo aporte para la vuelta olímpica en el Apertura 98.

Ortiz, en cambio, sí tuvo más continuidad en la Mercosur, torneo que se jugaba en paralelo al Apertura (incluso fue el lateral derecho titular en el debut absoluto de Bianchi en Boca, un 0-1 ante Vélez) y en el que también convirtió un gol de cabeza: durante un 2-3 contra Cerro Porteño, en Asunción, después de un centro de José Pereda.

-¿Nunca hiciste un gol con el pie?
-Sí, en México, pero tres o cuatro, nada más.

-¿Todos cabezazos por el segundo palo?
-Sí, siempre por el segundo palo. Y frentazo casi siempre, peinar casi nunca. Una vez en México, para América, metí un cabezazo desde el punto penal. Y el que le hice a Argentinos al comienzo de este torneo, ya en Racing, también fue de lejos: 9 metros.

-¿Cómo aprendiste a ganar el espacio y cabecear?
-Falcioni, en Banfield, me enseñó mucho la pelota parada; pero mi viejo, de chico siempre me insistía para que cabeceara.

-¿Qué es más difícil? ¿Desmarcarte en el área o darle dirección al cabezazo?
-Ganar el espacio. Una vez conseguido eso, cabecear es más fácil. Igual en la semana lo chaarlo con los encargados de la pelota parada.

-¿Qué compañeros te enviaron los mejores centros?
-David Ramírez en Vélez, el Mago Capria en Unión, el Hacha Ludueña en México, el Chino Benítez en Estudiantes y Garrafa Sánchez en Banfield.

Imagen EL CAZADOR perseguido por la presa. Farías corriendo a Ortiz en el último clásico de Avellaneda.
EL CAZADOR perseguido por la presa. Farías corriendo a Ortiz en el último clásico de Avellaneda.
En simultáneo a su extraña irrupción en Boca (pocos partidos y muchos goles, un defensor con la eficacia de Palermo), Ortiz tuvo un breve contacto con la Selección: la única vez que vistió la camiseta argentina fue en Japón durante una gira del Sub 23 que se preparaba para el Preolímpico clasificatorio a Sydney 2000. Sin embargo, es curioso cómo lo que se supone que debía ser un día inmortal, derivó en un recuerdo difuso: el partido en que se puso la albiceleste fue contra un equipo japonés cuyo nombre olvidó pronto.
La trilogía equipo grande-selección juvenil-viaje a Europa se completó enseguida: en enero de 1999 fue contratado por Mallorca. Todo era tan perfecto que no fue cierto. “Al llegar me enteré de que me pasaban al Mallorca B, a la filial. Yo pensé que iba al equipo A, no sé qué pasó. Era joven, no tenía representante y no sabía manejarme. Y encima me la creía, sabía que terminaba y volvía a Boca. Era un salame”.

El Mallorca B –donde también se raspaba las rodillas Rodrigo Braña– descendió a la Segunda B y, seis meses después, Ortiz (que jugó 13 partidos en el Ascenso de Europa) ya estaba de vuelta en la Argentina. Contra su voluntad, Boca no lo esperaba, pero sí otro grande, San Lorenzo, y encima por pedido de un paisano: Ruggeri, entonces técnico de Boedo. Empezaba la era de la madurez: “Llegamos a la semifinal de la Mercosur y en esa época me la dejé de creer: me di cuenta de que, si no entrenaba en serio, no tendría chance. Enseguida terminó mi préstamo con San Lorenzo y, como en Boca no iba a ser titular y yo quería jugar, me fui a Unión. Tal vez me apuré, pero aprendí mucho: fui capitán, me banqué un descenso y conocí la visita de la barra brava. Me hice hombre”.

Ya curtido, lo esperaba la curva ascendente de su carrera. Primero Banfield y una insospechada clasificación a la Copa Libertadores, en 2004, y después Estudiantes y la vuelta olímpica arrebatada a Boca en 2006. Ortiz siempre fue la letra chica de los equipos, esta vez detrás de Juan Sebastián Verón, José Sosa y Mariano Pavone, pero para entonces ya se había convertido en un defensor consolidado, no particularmente elegante, pero sí inteligente y con muy pocos errores por torneo.

-¿Qué tipo de defensor soy? Confiable, sólido, fuerte, equilibrado. Por ahí ando.

-¿Cuál es el defensor perfecto?
-El que tenga el timing de Roberto Ayala en las alturas, la velocidad de Iván Córdoba, la salida de Walter Samuel y la personalidad de Ruggeri.

Tal vez en su mejor momento, Ortiz desapareció del radar de corto alcance y en diciembre de 2006, pocas horas después de la final con Boca, se fue a México, a un torneo que no despierta la libido del hincha argentino pero que representa el exilio dorado para nuestros futbolistas. Buen dinero, sin reacciones histéricas en caso de dos derrotas seguidas y las playas de Cancún a una hora de vuelo. En tres años y medio jugó en tres equipos de ciudades distintas (Santos Laguna, en Torreón; América, en el DF; y Tigres, en Monterrey), dio dos vueltas olímpicas (Santos Laguna y Monterrey), alternó una decepción (“en América me fue mal”) con un premio individual (fue elegido el mejor defensor del Clausura 2008) y finalmente, en junio de 2010, cuando evocar su nombre en la Argentina olía a naftalina, Vélez lo rescató en una decisión que lo confirmaba como un club a la medida de Ortiz: siempre en silencio, casi nunca se equivoca.

“En Vélez encontré un club magnífico y un plantel ya formado”, resume quien en el Clausura 2011 consiguió su quinto título, el tercero en la Argentina. A los 34 años podría haber seguido en un club que irradia la paz de los monasterios, pero prefirió arriesgar: Racing, el equipo y la hinchada que hacen de cada partido una aventura de Indiana Jones, y ya en su primer encuentro convirtió un gol. Fue contra Atlético Rafaela, y por supuesto de cabeza.

Ortiz está en pareja desde hace varios años con María Pía Marcollese, su vecina de Corral de Bustos que trabaja como modelo en la agencia de Pancho Dotto. Su nombre tal vez no sea muy divulgado, pero su cara (y su cuerpo) sí: suele promocionar grandes marcas. “Pancho me ofreció sumarme a su staff, pero le dije que no: quiero que el espacio de mi novia sea el suyo, y el mío el fútbol”. De haber aceptado, su foto, la que no suele abrir la tapa de los diarios, habría aparecido en las gigantografías de la vía pública. Allá arriba, donde siempre gana.

Por Andrés Burgo. Fotos: Maxi Didari y Photogamma