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Deporte y honor en tiempos del nazismo

La Segunda Guerra Mundial fue el escenario de leyendas que hoy son recordadas de distinto modo. Un equipo de fútbol que selló su muerte en un partido, un goleador que sacrificó heroicamente su vida y el ajedrecista campeón del mundo excluido por colaborar con el Tercer Reich.

Por Redacción EG ·

13 de agosto de 2012
Imagen EL FC START, insignia deportiva de honor y coraje. Un equipo de ucranianos condenado por derrotar a otro de soldados alemanes
EL FC START, insignia deportiva de honor y coraje. Un equipo de ucranianos condenado por derrotar a otro de soldados alemanes
EL ARQUERO NICOLAI Trusevich era una de las figuras del fútbol ucraniano cuando los nazis invadieron su país. El 22 de junio de 1941, Alemania ocupó la Unión Soviética a pesar de la resistencia local. En Kiev, la capital ucraniana, el Ejército Rojo se rebeló contra el avance de las tropas alemanas, que sin embargo derrotaron a los locales y se avinieron a la persecución y asesinato de miles de ciudadanos. Trusevich padeció el acoso de sus enemigos y el apremio de la muerte. Despojado de sus bienes y su pasado, fue uno más entre medio de esa gente que antes lo idolatraba. A muchos de sus compañeros y colegas los reclutaron y partieron al frente de batalla.

Su trasiego por las calles desoladas lo llevó hasta las puertas de una panadería. El dueño, Iosif Kordik, que había conseguido mantener su posición debido a su origen alemán, lo reconoció, se compadeció con el estado deplorable del arquero y le ofreció asilo, comida y trabajo. El ídolo, a pesar del riesgo que implicaba aceptar la ayuda de extraños, se refugió en la trastienda del local, se convirtió en barrendero para escaparle al campo de concentración.

Kordik era fanático del Dínamo y del fútbol en general. Había vivido como hincha la década del 30, el período en el que el fútbol de su país se había convertido en un rito para las masas populares. Entonces le ordenó a su nuevo empleado que recorriera las calles y buscara a sus antiguos compañeros de equipo, que los acercara a la panadería que también para ellos habría refugio. La idea del panadero era reorganizar el viejo Dínamo en el patio de su comercio. Un soñador como los que ya no abundan. Trusevich emprendió el rastreo en la primavera del 42; un mes después había localizado a siete de sus excompañeros y a otros tres futbolistas del Lokomotiv Kiev. Sobre el polvo de esos dos gigantes nació el Fc Start.

El primer partido del Start fue el 7 de julio de 1942, ante el Rukh, un cuadro formado por el colaboracionista Georgi Shvetsov quien además era el regente de la nueva liga local. A pesar de las pésimas condiciones, alimenticias y atléticas, de las viejas estrellas, los de Kordik se impusieron 7 a 2 en el debut. Una serie de resultados favorables ante distintas guarniciones militares de la zona agigantó su fama y el temor de los administradores germanos de que el fútbol rebelara los afanes nacionalistas del abatido pueblo ucraniano.

El Luftwafe, el equipo de las fuerzas armadas de Alemania, no toleró la derrota 5 a 1 ante el combinado ucraniano. Perder, y de ese modo, ante un equipo de sangre judía, era una burla para el acervo nazi. La orden llegó sin alternativas: había que repetir el partido. Tres días después volvieron a enfrentarse en el estadio del Zenit. Trusevich y sus compañeros fueron advertidos sobre las consecuencias de dificultar la victoria de su rival. Aunque eran conscientes del riesgo, desafiaron a los administradores con actitudes que sellaron su muerte. Se negaron a efectuar el saludo nazi antes del inicio del partido, y jugaron como prescindiendo del contexto. El árbitro, un oficial de la escuadra de protección alemana, consintió sin disimulos el juego brusco y malintencionado de los teutones, que optaron por lastimar a sus rivales como estrategia principal. El propio Trusevich cayó desmayado después de recibir una patada en la cabeza. Con el arquero tendido en el piso, los soldados convirtieron el primer gol del partido. A pesar de las atrocidades, los ucranianos volvieron a ganarles a sus verdugos, esta vez 5 a 3. Durante 90 minutos se burlaron en las narices del aparto exterminador más atroz y poderoso que tuvo el siglo XX.

Una semana más tarde, tras otro triunfo 8 a 0 frente al Rukh, la mayoría de los integrantes del plantel fueron secuestrados por la Gestapo, acusados de formar parte de los servicios de inteligencia soviéticos y trasladados al centro de exterminio Babi Yar, un barranco en las afueras de Kiev donde fueron asesinados. Tres de ellos sobrevivieron y se encargaron de difundir la historia, El partido de la muerte, que se convirtió en un mito para la cultura de aquel país.

Imagen SINDELAR, una leyenda del fútbol agigantada por su final heroico. El crack austríaco fue un ferviente opositor al nazismo, se negó a jugar para Alemania cuando Hitler invadió su país.
SINDELAR, una leyenda del fútbol agigantada por su final heroico. El crack austríaco fue un ferviente opositor al nazismo, se negó a jugar para Alemania cuando Hitler invadió su país.
LA LENTA CENSURA del tiempo borroneó las pocas imágenes que existen sobre Matthias Sindelar. Su historia, sin embargo, se siguió alumbrando por el poderío de una trama tan triste como heroica. El austríaco, acaso el mejor futbolista que hubo en el planeta entre finales de la década del 20 y mediados de la del 30, decidió despojarse de todo, del fútbol primero e incluso de la vida después, para no consentir con la barbarie nazi.

Se había ganado un lugar en la selección por sus actuaciones en el Austria Viena, equipo con el que fue tricampeón consecutivo de la copa de su país. Era ambidiestro y hábil para gambetear, astuto y voraz para definir. De chico lo llamaban el Hombre de Papel, por su habilidad para pasar entre miles de piernas sin que le quitaran la pelota. El tiempo refinó su apodo y su juego. El Mozart del fútbol  merodeaba el centro del ataque, flotando entre la mitad de la cancha y los últimos metros de la ofensiva con elegancia. Su carrera fue corta pero intensa, apenas jugó 44 partidos con su selección y convirtió 27 goles. Con él en cancha, Austria dio el batacazo tres veces ante Alemania (dos goleadas 5 a 0 y otra 6 a 0) y consiguió otros triunfos abultados ante Francia, Suiza y Hungría. También la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Berlín. En 1938, cuando el Tercer Reich anexó el territorio austríaco a sus dominios, los nazis organizaron un partido amistoso entre Alemania y Austria como una especie de bienvenida al régimen. Se jugó en Viena y los locales, con un gol de Sindelar, derrotaron a los teutones por 2 a 0. En el festejo, el delantero descargó su bronca frente al palco oficial con un grito eufórico. Antes, se había negado a realizar el saludo hitleriano.

Aquella actuación le valió recelo y admiración. Los administradores nazis le tomaron rechazo por tal prueba de desprecio indisimulado. Pero el técnico Sepp Herberger lo convocó para jugar en la nueva selección alemana que incluía a los talentos de los países sometidos. Se negó a cada llamado, y además redobló la apuesta al permanecer en su patria y exhibir su oposición al nuevo imperio. Reforzó su amistad con el presidente del Austria Viena, destituido de su cargo; compró un restaurant que le había sido expropiado a su antiguo dueño, también amigo del futbolista. La Gestapo reveló su nombre en los informes. Como les ocurrió a millones, esos archivos contenían su final.

El 23 de enero de 1939 lo encontraron muerto en su departamento de Viena junto a su esposa, Camila. Nadie duda acerca de las causas de esas muertes: inhalación de monóxido de carbono. Sí, dos conjeturas persisten en torno a la carátula. La versión más acreditada, y que remarcan los informes policiales de la época, supone un suicidio de los novios, quienes no hubieran soportado la prisión y el posterior asesinato en manos de los oficiales germanos. La otra refiere un crimen de la Gestapo.

Imagen EL AJEDRECISTA ruso ostentaba el título mundial, pero tras la guerra lo excluyeron por haber participado en los campeonatos organizados por los nazis. Murió olvidado en un cuarto de hotel.
EL AJEDRECISTA ruso ostentaba el título mundial, pero tras la guerra lo excluyeron por haber participado en los campeonatos organizados por los nazis. Murió olvidado en un cuarto de hotel.
AL MOMENTO DE SU MUERTE, en 1947, el ruso Alexandr Alekhine era rehén de su pasado. Un tiempo de sangre en el que había sido prisionero de guerra dos veces y perseguido por la Revolución Bolchevique de su país; una etapa que le había delineado el carácter, irascible y sombrío. Tras la Segunda Guerra, el entonces mejor ajedrecista del mundo, es excluido del proceso de reorganización de la competencia que impulsó la Federación Internacional. Le imputaban haber colaborado con los nazis para obtener beneficios personales.

Alekhine, de alta alcurnia, comenzó a practicar ajedrez a los 11 años. Como un guiño del destino, adoptó estrategias para jugar al deporte más estratégico que existe cuando, a los niños como él, les estaba prohibido el ingreso a los clubes de la época y debían hacerlo por correspondencia. El Zar Nicolás II, quien más tarde sería asesinado junto a toda su familia por el fuego revolucionario de los leninistas, le entregó el título de Gran Maestro en 1914. Ese mismo año, en el umbral de la Primera Guerra, fue apresado por el ejército alemán cuando estaba disputando un campeonato en aquel país. Ni siquiera en prisión dejó de jugar al ajedrez, aunque debió esforzarse para hacerlo a ciegas, imaginando el tablero y memorizando todos los movimientos. Meses más tarde fue liberado, regresó a su país y se enlistó en la Cruz Roja para colaborar en el conflicto bélico, a pesar de que no tenía formación médica.

En 1926, el cubano José Raúl Capablanca ostentaba la corona mundial. Mañas de la época: los campeones ponían una bolsa elevada para restringir el número de retadores. El ruso buscó financistas para su aventura pero no consiguió, hasta que el gobierno argentino de Marcelo Torcuato de Alvear se hizo cargo de la suma con la condición de que la partida se disputara en Buenos Aires. En octubre de 1927 venció al cubano en la capital argentina y se coronó campeón mundial, título que ostentaría hasta 1935 tras caer con el holandés Max Euwe y volvería a recuperar dos años más tarde frente al mismo rival europeo.

Cuando Francia entró en guerra, Alekhine, quien había obtenido la nacionalidad mientras cursaba sus estudios de abogacía en París, se enroló en el ejército galo como traductor. Fue detenido por los nazis que le ofrecieron un trato diferenciado a cambio de su participación en los torneos organizados por los nuevos administradores. Su colaboración sirvió también para que su mujer pudiera conservar los bienes inmuebles que la pareja tenía en París. El costo de su deshonra fue la muerte. Porque tras la guerra, su nombre, a pesar de su condición de campeón mundial, fue olvidado por la federación, que convocó a otros cinco ajedrecistas para determinar el nuevo mapa de este deporte. Sus últimos refugios fueron el alcohol y la nostalgia, la culpa y acaso la impotencia. Solitario y retraído, se radicó en Estoril, Portugal. El 24 de marzo de 1946 lo hallaron muerto en un cuarto de hotel a causa de un ataque al corazón. Fue uno de los mejores jugadores de ajedrez de todos los tiempos, ganó 49 campeonatos a lo largo de su carrera y en 1925 quebró el récord mundial al jugar 28 partidas simultáneas con los ojos vendados habiendo ganado 22.

Por Alfredo Merlo