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Rugby carcelario: Sueños de libertad

Un equipo de rugby formado en la Unidad Penitenciaria 48, de San Martín, provincia de Buenos Aires, funciona como escape a la sensación de encierro. Treinta reclusos que luchan en la cancha bajo el nombre de Los Espartanos han conseguido que la convivencia en su pabellón sea de celdas abiertas y sin peleas.

Por Redacción EG ·

29 de junio de 2012

Nota publicada en la edición de mayo de 2012 de El Gráfico

Un guardiacárcel abre las puertas traseras de un camión celular y de su interior descienden los presos en fila. A diferencia de las películas estadounidenses, no visten camisa a rayas horizontales, o una bola negra encadenada a los pies, ni tampoco desfilan, entre piropos y silbidos, frente a antiguos reclusos, sedientos de “carne fresca”. Esta vez, quienes bajan del vehículo penitenciario están transpirados, llevan camisetas deportivas, botines y conversan animadamente. Desde los calabozos, se escuchan gritos del resto de los presidiarios: “¿Y?… ¿Cómo les fue?”…“¿Ganaron?”.

Los destinatarios de todas las preguntas y de todas las miradas son Los Espartanos de la Unidad Penitenciaria N°48 de San Martín, provincia de Buenos Aires, que regresan de jugar un partido de rugby en otra institución carcelaria. Un equipo formado por 30 detenidos, de los 500 que están encerrados. ¿El origen del nombre? Lo pusieron ellos para enfatizar el carácter de grupo en cada partido, “como los luchadores de la película 300”, según cuenta Eduardo Oderigo, abogado penalista, amante del rugby y socio del San Isidro Club (SIC), que ya lleva dos años enseñándoles a jugar al rugby a los presos de esta Unidad y fue el precursor de esta movida.

Oderigo venía seguido al penal para tratar con sus defendidos, vio que había una cancha de fútbol vacía que casi no se usaba y, como amante del rugby que es, pensó que el deporte podía servir como vehículo de inclusión social. Que se podía utilizar para que el tránsito por la cárcel fuera menos insoportable.

“Después de conocer el penal y viendo la casi nula actividad física que se realizaba acá, surgió la idea de enseñar rugby”, destaca Oderigo. Y no tiene dudas acerca de cuál es la relación con los reclusos: “El trato con los internos fue claro de entrada: nosotros no queremos que salgan ni un solo día antes, sino que cumplan con sus penas, justas o no; pero sí que cuando salgan tengan grabados a fuego valores que nunca nadie les había transmitido”, expone, mientras acaricia la ovalada en sus manos.
Ahora, Los Espartanos se dirigen a la cancha de ese penal, donde Diego Claisse, el otro entrenador, les indica algunos ejercicios de elongación. “Al principio, solo venía para reforzar al equipo por pedido de mi amigo zanjero. Hasta que vi tanto entusiasmo entre los muchachos que me contagiaron y comencé a venir siempre. Cuando te das cuenta de lo mucho que necesitan de tu presencia, del afecto, sumados al ámbito de cordialidad en el que se desarrollan las actividades, es difícil despegarse”, expresa quien también es abogado penalista, fanático del rugby, pero de la vereda opuesta: del Club Atlético San Isidro (CASI).

Vida nueva por la ovalada
Fue paulatina la llegada del rugby para los internos de la 48, donde la mayoría cayó por robo a mano armada. Al principio, solamente jugaban dos horas, los martes, y luego cada uno volvía a sumergirse en su realidad, con códigos distintos en cada pabellón: cruentas peleas con arpones fabricados con un palo de escoba, y una faca en el extremo, o ataques con “hojas de afeitar” caseras elaboradas con la colilla de un cigarrillo. Las riñas eran tan feroces que, cuando un recluso sentía peligro de muerte, tomaba de rehén a un guardia penitenciario, para que el reo fuera trasladado a otra institución. “Antes, los jugadores estaban desperdigados por otros pabellones: el de evangelistas, el de yoga, el de trabajadores… y eso complicaba juntarse para ir a entrenar. Si algún pabellón estaba castigado, nadie podía salir de allí adentro”, explica Claisse.

Ahí fue cuando Diente, el actual capitán de Los Espartanos, se ganó la cinta. “El o Zé Pequeño, desde las ocho de la mañana gritaban pidiendo que dejaran salir a cada uno de su pabellón”, agrega. Pero hace tres meses lograron lo que venían gestionando desde hacía dos años: un pabellón exclusivo para los que juegan al rugby. Para llegar ahí, hay que caminar por pasillos sombríos que producen escalofríos. Peor aún cuando un interno desconocido, de los que no son deportistas, observaba con atención el equipo del fotógrafo, hasta que se acercó a su oído y le dijo: “De esas tuve miles”. Se rió pícaramente y se alejó. Al fondo, un santuario repleto de trofeos y estandarte de Los Espartanos se luce, e indica que ahí se encuentra el pabellón. Ahora sí, la sensación de estar a salvo recorre el cuerpo. La nave está compuesta con celdas a sus lados y, en una de ellas, varios miran televisión. Más precisamente, “Pumas de Bronce, Corazón de Oro”; en otro calabozo, algunos parecen estar planeando una jugada, o recordando la de algún partido.

“Acá adentro respiran rugby las veinticuatro horas. Lo más importante son los valores del rugby que se transmiten y fueron incorporando en el día a día: solidaridad, sentido de equipo, compromiso, respeto al prójimo y a la autoridad”, detalla el hombre del CASI. Durante el recorrido, un detalle llama la atención: todas las celdas están abiertas, algo insólito en la mayoría de las cárceles por las salvajes peleas que hay entre los detenidos. “Es impresionante. Se lo ganaron por la conducta, individual y grupal, que mejoró notablemente entre ellos”, asegura Diego, y recuerda: “Los Espartanos, sin la intervención mía o de Eduardo, consiguieron la autorización para entrenarse un día más a la semana. Están fanatizados”, finaliza.

Siguiendo el recorrido, una celda tiene una cortina de tela que reemplaza a los típicos barrotes de hierro. Suavemente se menea con el viento que se cuela en el pasillo. Adentro, sentado sobre un extremo de la cama inferior de la cucheta, un joven toma mate. Se ceba uno y apoya el termo en un cajón de frutas, que actúa de mesa de luz. “Antes estaba en el pabellón del Arte de Vivir, pero tenía ganas de probar otra cosa. Ahora, con Los Espartanos estamos todos conectados, y siento que tengo que dar lo máximo por ellos y seguro es lo que siente cada uno. Somos como un grupo que quiere un cambio profundo. Somos como luchadores de la libertad”, describe Adrián, un joven de 26 años que cumple una condena de cuatro años por intentar robar la casa de una famosa conductora de televisión, en Nordelta.

En los muros, algunas fotos suyas jugando para los espartas disimula la falta de pintura y deterioro dela prisión. “Este es Diente -señala en una imagen donde está el equipo completo- el capitán. Lo eligieron los profesores porque era quien nos incentivaba a jugar. Nos arengaba, como Agustín Pichot a Los Pumas”. En la despedida, Adrián pide que se le entregue un ejemplar de la revista y cuenta sus sensaciones por jugar al rugby: “Salir a la cancha me saca de la fea rutina diaria, en la que me carcomo la cabeza pensando en mi mujer que está afuera, manteniendo a mi hijo ella sola; en la que cuento los días que me faltan para salir en libertad. Cada vez que salgo a jugar, es como si todo lo malo desapareciera y solo me viene a la mente una cosa: la sensación de ser libre otra vez“.

Por Pablo Elías