Las Crónicas de El Gráfico

El espíritu de las muchedumbres deportivas

En este artículo de 1925 se estudia el fenómeno que hace que un hombre salga de su hogar con el corazón lleno de buenos sentimientos y, una hora después, pierda todo control sobre sí mismo.

Por Redacción EG ·

06 de diciembre de 2018
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Lo que dicen, lo que gritan, lo que piensan las multitudes deportivas alineadas lo largo de los caminos o apiñadas en las tribunas. El espíritu  partidista local, regionalista o nacional del público es generalmente injusto por no decir antideportivo.

 

Actualmente, como a fines de la Edad Media, el apasionamiento — esa efervescencia a alta presión de la opinión — guía las acciones de las muchedumbres tanto deportivas como las otras.

El hombre, que nace bueno y a quien pervierte la sociedad, sale de su hogar con el corazón lleno de buenos sentimientos y el cerebro de excelentes ideas. Es justo, razonable, está tranquilo. Una hora después, ahogado en la multitud anónima, pierde todo control sobre sí mismo, obedece al ambiente y fuerzas invisibles le guían tiránicamente. Aclama al azul, odia al amarillo... Es esclavo de las ondas, diría un radiotelefonista; es el juguete del electroimán, diría un físico.

Estos curiosos fenómenos, reflejo de la multitud, merecen ser estudiados con atención. Bajo el vocablo general e inexacto además, de muchedumbre deportiva, se engloba a los atletas, los profanos, los curiosos, los dirigentes, los fanáticos, los competentes, etc.

— ¡Qué importa su mentalidad con tal que paguen! — decía en cierta ocasión un organizador de espectáculos deportivos.

Y uno de sus amigos agregaba:

—Gritan, silban, pero han pagado. Volverán para hacer ruido.

¡Curioso modo de encarar el problema! De ese sentimiento murió la lucha profesional que fue, quince ellos atrás, una verdadera gallina de los huevos de oro.

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En mangas de camisa, un pañuelo sobre el sombrero para proteger la nuca de los ardores de Febo, con la garganta seca y el rostro congestionado, el espectador do las populares espera desde mediodía la llegada de los ciclistas. Los ojos quisieran ya alcanzar a los corredores... Varios hombres cubiertos de polvo hacen su entrada en la pista: se les agobia a preguntas... Y, de pronto, suena el clarín. ¡Decepción general!... En lugar de la camiseta azul y blanca, aparece una roja. Un silencio de muerte pesa sobre los espectadores. Muchos llorarían de despecho y estrujan nerviosamente el programa... ¿Por qué deseaban que venciese el de la camiseta azul y blanca?... ¿Patriotismo?... ¡Bah!... Son todos internacionalistas.

Un sentimiento general, que no tratan de explicar los guía, los reúne, los funde a todos en el mismo crisol; empleados, obreros, patrones. No saben por qué preferían al otro; una corriente irresistible les empujaba hacia él. Tal vez porque era simpático y sabía hacer chistes, o porque era amable con todos... ¡Sabe Dios por qué!

La multitud de los velódromos es, ante todo, sentimental, extremadamente sensible, rápida para exagerar méritos y defectos. Se pone en contra de X porque gana siempre; contra Z, porque su entrenador no sirve; contra Y porque se da mucha importancia y su robe de chambre tiene colorines. En cambio, está a favor de R, porque parece buen muchacho; de S, porque no ha ganado nunca y hay que alentarlo; de T porque es un antiguo campeón...

La multitud que presencia un match de box es simplista y emotiva, ruidosa, afiebrada, colérica, atiborrada de prejuicios y opiniones hechas. Pero tiene una disculpa: generalmente está mal colocada para presenciar el espectáculo. Sigue, sin duda, los movimientos de los dos adversarios, pero no puede apreciar el alcance y eficacia de los golpes y su favorito es siempre el que se mueve y ataca. No comprende nada de las tácticas científicas, de la escuela inglesa, de derechas o izquierdas, y aunque un boxeador haya estado en condiciones de inferioridad durante catorce rounds, le bastará mostrarse superior en el último para conquistarse la adhesión casi general.

Como el público del velódromo, el de las tribunas obedece al ambiente, a la corriente que lo arrastra hacia X o N, y el favorito debo ganar a cualquier precio. Y si los jueces deciden otra cosa, están naturalmente, comprados, son unos bandidos, etc.

En ciclismo, el extranjero rara vez conquista el favor popular; en box ocurre lo contrario.

Un simple detalle, una robe de chambre lujosa, amigos demasiado expansivos en las primeras filas, ¡bravos! femeninos acentuados, bastan para iniciar la hostilidad de la muchedumbre.
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Se sabe que uno de los mejores boxeadores franceses se hizo muy impopular a causa de vestir con elegancia y tener gran partido entre el elemento femenino. Y como era hijo de un organizador se creyó en el favoritismo y la intriga. Se olvidaron las grandes cualidades del boxeador para suponer infinidad de cosas que no tenían fundamento.

Y como el boxeador no hizo nada para desviar esa corriente de antipatías, cayó en el olvido.

Otro boxeador, en cambio, se vio elevado de golpe a la categoría de ídolo popular; era obrero e hijo de obreros. Su juventud, su vigor, su entrain, su modo de saludar, le aseguraron en seguida la unanimidad de sufragios. Al gran público lo gustan los novelones por entregas en que la obrera o el aprendiz llegan a la celebridad y a la fortuna.

La multitud que presencia matches de box tiene, como hemos dicho, su disculpa: atiende poco de las antiguas prácticas; asiste a un espectáculo que la conmueve, que la apasiona porque su preferencia se fija en seguida sobre uno de los dos beligerantes.

Alrededor del campo de rugby, los partidarios aplauden a loa delantera a los tres cuartos, pero sólo alientan a los jugadores del equipo local.

 Amigos o simples compatriotas, desean ardientemente la victoria de los suyos, de los que a cada instante se encuentran en la calle, de los que tutean; la desean, la quieren, porque engrandece a la ciudad, a la región. Son sinceros. La performance de los del equipo local les parece fantástica; la de los adversarios no la ven: como que los ocultase una cortina. Pero la falta de éstos les deslumbra y gritan al referee para que haga justicia. Si no lo consiguen, se arma una silbatina fenomenal.

 
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Sólo las grandes ciudades escapan a esta ley del número y del sentimiento cuando un solo club local está en juego. En el caso de lucha local, el chauvinismo resulta ruidoso y molesto, pero en los grandes torneos internacionales,  la gran ciudad ofrece el espectáculo de una imparcialidad relativa; los cien arroyos que son los distintos clubs mezclan sus aguas de colores distintos en el gran río.

El público, atento y apasionado, no está exento chauvinismo, pero aquilata las cualidades y los defectos, diseca el juego y con una palabra pone en la picota a en jugador o le aplaude.

Multitud competente, disciplinada, compuesta en su mayor parte de antiguos atletas, de amigos, de dirigentes, de organizadores, es la de las carreras a pie. Se felicita sinceramente al vencedor y se grita para alentar a las competidores.

 

El Gráfico 1925