Las Crónicas de El Gráfico

2014. Honor al Subcampeón

En Brasil la Selección cayó en el alargue de la final ante Alemania. Dispuso de situaciones para ganar, pero el destino le dijo que no. Argentina cerró un gran torneo, que la devolvió a la elite.

Por Redacción EG ·

09 de junio de 2018
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Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos subiendo la escalera con Messi, con Masche, con todos los muchachos. Vamos con la cara de la derrota tallada en mármol, con ese primer impacto que te vacía el alma cuando arañaste el modo más excelso de la gloria. El único sublime. Porque también hay otros, aunque ahora no lo sepamos; o lo sepamos y no queramos entenderlo. Vamos con Leo y tampoco escuchamos los silbidos para Dilma, ni vemos el Cristo iluminado de alemán, ni levantamos la vista para ver los fuegos artificiales que explotan sordamente, ni nos arden los aguijones de los alemanes que hablan portugués. Le damos la mano a Blatter, la mano a Dilma, y nos colgamos esa medalla que hoy no queríamos, que ya valoraremos, que pesa tanto como la decepción. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos en el acto final de la Copa del Mundo, en el partido que sueñan todos, el que no jugábamos desde hace 24 años. Cinco Mundiales que se nos fueron hundidos en la ciénaga, mareados de angustia, ebrios de fracasos, heridos de impotencia, despilfarrando camadas enteras de talento individual. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos otra vez en la mesa grande del fútbol. Volvimos. Pusimos esa banderita que tanto amamos en el podio del deporte que moviliza al planeta. Saltamos las vallas deportivas y las zancadillas propias de una localía hostil, siempre amenazante, que ahora disfruta una victoria ajena sin advertir la catástrofe propia. Pero allá ellos con sus estigmas. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos con Leo y los muchachos, acá en el césped, la frente alta, altísima, viendo y respetando la premiación al legítimo campeón. Tragamos esta saliva densa, envenenada de pesadilla, con sabor a desconsuelo, porque todavía no recalculamos. Pisamos el césped pero parece una nube. La nube de esa perplejidad entre lo que pudo ser y no fue. El colchón entre el deseo y la realidad que deja llagas en el alma. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos acá, en el templo del Maracaná que otros construyeron y no pudieron pisar, honrando al campeón y honrándonos a nosotros mismos. Porque para saber ganar hay que saber perder. Como perdieron estos alemanes en casa en la Copa de 2006. Como perdieron hace cuatro años en Sudáfrica. Hoy festejan porque supieron digerir las heridas, mantener un camino, lamerse y seguir. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos en ese primer peldaño de la escalera que termina allá arriba, donde está Alemania. Que sabe estar arriba, pero que también supo estar abajo, como nosotros ahora, o tal vez peor, jugando los insulsos partidos por el tercer puesto. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Y seguir.

La sangre corrió distinto por las venas, hizo cosquillas. Desde que Argentina se instaló en la final hasta que sonó el primer pitazo de Rizzoli en el Maracaná, el grupo fluctuó entre el disfrute y la responsabilidad. Entre la satisfacción de un mandato cumplido y esa revolución de adrenalina que se apodera del cuerpo cuando asoma una instancia única, superadora. Y entonces los minutos se sucedieron con un vértigo de montaña rusa, mixturando sensaciones con informaciones, deseos con realidades, palabras con hechos... Galopamos por el endiosamiento de Mascherano tras su actuación épica ante Holanda. Testeamos el muslo de Di María hasta la decisión final. Surfeamos las muy inoportunas palabras del representante de Sabella, asegurando que el técnico dejaría el cargo sea cual fuera el resultado. Participamos, como fieles seguidores de nuestros gladiadores del Twitter, de la despedida del plantel del entrañable búnker de Cidade do Galo. Nos mimetizamos con la invasión de cien mil argentinos por las calles de Río. Asistimos, con un silencio piadoso, al "maíor vexámen" (mayor vejamen) de la historia del fútbol brasileño. Palpamos la militarización de la ciudad para encriptar la seguridad del día final. Nos salpicó el odio visceral de los brasileños, que agotaron las camisetas de Alemania, que tiñeron con los colores germanos el diseño de su propia bandera...

Esta Selección se construyó su propio monumento en la historia. Ya es inolvidable, indestructible para la indiferencia. Devolvió a Argentina al escalón de la elite, la instaló entre los dos mejores de un Mundial luego de 24 años de oscura abstinencia. Se metió en el corazón de los hinchas a través de valores que definen al fútbol como expresión colectiva: sacrificio, solidaridad, temple, practicidad e inteligencia, pero también audacia, técnica, picardía y fantasía en la dosis justa, en los momentos adecuados. Pudo tener una bandera y eligió tenerlas todas. Porque llegó a Brasil siendo "la Selección de Messi" o "la Selección de los Cuatro Fantásticos", y se fue de Brasil como la Selección que interpretó  y representó al corazón de todos. Que latió a partir de la entrega conmovedora, de la gigantesca capacidad táctica del gladiador Mascherano -"El líder de una manada de lobos", como lo definió Schweinsteiger-, la usina que encausó otras energías dispersas hasta darles un perfil sólido y monolítico. El equipo fue unidad y totalidad. Un bloque granítico con providenciales intérpretes de brillantez. Alguna vez le tocó a Messi, tuvo su tarde angelada Di María, le llegó su día a Higuain, se comió crudos a los belgas el Negro Garay, fue héroe Romero... Pero siempre Mascherano: voz, mando, presencia, Jefe...

Reinventarse y ejercer la autocrítica también fue un mérito. Y allí hay puntos a favor de Sabella. Argentina desembarcó encasillada en el 4-3-3 de los fantásticos que se comió de un bocado a los rivales en las Eliminatorias. Un imprevisto ataque de cautela la hizo debutar con el 5-3-2 ante Bosnia, que el técnico rectificó en el entretiempo para volver a la matriz original. "Somos Argentina", bramó Messi, instando a desestimar los miedos. Así, con el dibujo que más le place a la Pulga, transitó el resto de la fase de grupos, hasta que la lesión de Agüero y el arranque de los "mata-mata" obligó a otro golpe de timón. Sabella apeló al 4-4-2 con Lavezzi en modo volante para saltar la angustiante valla de Suiza. Y para Bélgica y Holanda mantuvo el dibujo y sacrificó dos piezas que defeccionaban por dos que ofrecían mayor sustento: afuera Fede Fernández y Gago, adentro Demichelis y Biglia. Suficiente para aniquilar las turbulencias defensivas. Necesario para garantizar el equilibrio entre líneas. Sustancial para manejar la pelota más, mejor y al ritmo conveniente. Así, con esa convicción, con esa firmeza, con ese hambre de gloria, con ese caudillo agigantado, con el genio agazapado para el último acto, llegó Argentina al cruce con Alemania. Para escribir más historia...

Tremenda tensión e intensidad la del primer tiempo. Una final del mundo con todas las letras, jugada al máximo, exprimiendo cada recurso para llevar al otro al terreno propicio para potenciarle los defectos y capitalizar las virtudes propias. Argentina se plantó como se esperaba: equipo corto, bien junto, achicando espacios en su sector y atento para despegar en la contra no bien recuperara la pelota. Alemania, fiel a su estilo de posesión, triangulaciones y diagonales; ese toqueteo donde los volantes y delanteros trocan posiciones y aparecen en los espacios, los que Argentina intentó vedarle con una notable entrega. El plan pudo redituarle en un puñado de ocasiones a Argentina, profundo cada vez que salía por la derecha. No necesitó disponer de la pelota para ser más punzante en la primera media hora, cuando Hiquain se perdió un penal en movimiento luego de una entrega insólita de Kroos, cuando el propio Pipita definió en posición de adelanto otra corrida de Lavezzi -muy peligroso- por la derecha. Maldijo el Pipita, pero era offside. Y también se mandó Messi por ese costado, hizo equilibrio por la línea de fondo y tuvo que intervenir Boateng cuando Lavezzi se disponía a empujarla al gol. Pero el plan de Alemania también pudo resultar en el último cuarto de hora. De tanto sumar gente en ofensiva y explotar espacios por los laterales, pudieron convertir en llegadas que desactivó Romero y, fundamentalmente, en el córner de Kroos devuelto por el palo izquierdo tras el cabezazo en vuelo de Hówedes. La tensión y el dramatismo no aflojaron en ese segundo tiempo vivido en la punta de la silla. Agüero entró por Lavezzi. Bajó un poco Leo para enlazar. Y enseguida se encontró con un mano a mano que se fue ajustado a un palo. Era la segunda clarísima que Argentina no podía aprovechar. ¿Alemania? Insinuaba, pero no profundizaba. Mantenía su plan, pero no podía perforar un bloque en el que todos se desdoblaban para ocupar espacios, mientras los de arriba se perfilaban para desplegar en una contra que se presumía letal, así en ese complemento como en el alargue, el tercero que debió disputar Argentina. Gago ya había reemplazado a Enzo Pérez. Palacio ya corría por Hiquain, que se fue pateando la bronca por la primera jugada. Y Rodrigo, justamente, no pudo gatillar la tercera bala, a los 7' del alargue. Un presagio mortuorio atravesó a unos cuantos luego de esa jugada. Perder tres situaciones de semejante envergadura frente a un coloso como Alemania podía costar carísimo. Y costó. Porque ellos, que nunca habían dibujado jugadas tan picantes, eslabonaron una con absoluta precisión, y Gótze la durmió en la red cuando faltaban 8 minutos, Los únicos 8 minutos en los que Argentina fue perdiendo durante el Mundial.

Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos acá, en el templo del Maracaná que otros construyeron y no pudieron pisar, honrando al campeón y honrándonos a nosotros mismos. Porque para saber ganar hay que saber perder. Como perdieron estos alemanes en casa en la Copa de 2006. Como perdieron hace cuatro años en Sudáfrica. Hoy festejan porque supieron digerir las heridas, mantener un camino, lamerse y seguir. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos en ese primer peldaño de la escalera que termina allá arriba, donde todavía está Alemania. Que sabe estar arriba, pero que también supo estar abajo, como nosotros ahora, o tal vez peor, jugando los insulsos partidos por el tercer puesto. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Estamos acá, codo a codo con este plantel, con este cuerpo técnico. Que nos devolvieron la entereza, la adrenalina de la épica, el desvelo que viene aparejado con los sueños. Estamos acá, con ellos, que nos hicieron sentir vivos, orgullosos, un poquito poderosos, con ganas de gritar bien fuerte que somos argentinos. Hay que recordar de dónde venimos para asimilar dónde estamos. Y seguir.

Elías Perugino (2014). Fotos: Alejandro Del Bosco