Las Crónicas de El Gráfico

Un tatuaje en el alma

Para bien o para mal, las marcas de la niñez son el trampolín para definir una identidad. Mucho de lo que seremos como adultos se cocina cuando todavía no tenemos ni la más remota idea de lo que queremos para nuestras vidas. Y ni hablar en relación con el fútbol...

Por Elías Perugino ·

09 de enero de 2018
Imagen
Los sábados a la tarde, con la boca todavía pastosa por la siesta, el Negro Ramírez espiaba por las hendijas de la ventana de su dormitorio. Cuando veía que los pibes empezábamos a pelotear en el campito de la esquina, llenaba el tanque con tres mates amargos y se cruzaba para jugar “su” partido. Nadie sabía bien a qué se dedicaba ni cómo subsistía. Básicamente, el Negro Ramírez era un hombre solo. No se le conocía ascendencia ni descendencia. Ni padres, ni hermanos, ni mujer, ni hijos. Nada de nada. Pasaba en solitario los días intrascendentes del invierno y no salía de su cucha para las fiestas de fin de año, cuando todos nos sentíamos más buenos, lindos y felices. Todos menos el Negro Ramírez, impertérrito en su existencia silenciosa y sin matices, quizás demasiado ocupado en brindar consigo mismo. Tendría unos 50 años mal llevados en la década del 70. O tal vez parecía eso porque el guardarropa le atrasaba dos generaciones. Nunca un cigarrillo, jamás un indicio de haberse pasado de la raya con el trago, cero conflicto con los vecinos. Más que solemne, parecía hastiado y aburrido. Como si su plan maestro hubiera sido llegar al día del juicio final sin haber dejado el más mínimo rastro de su existencia.

El Negro Ramírez ni siquiera tenía cuadro. Le daba lo mismo que el campeón fuera Boca, River o Independiente. Tenía una Spica[1] de cuero marrón sintonizada en la Rivadavia del Gordo Muñoz, Jorge Bullrich y Juan Carlos Morales[2], aunque nunca se le oía gritar un gol. Había, sí, un aspecto del fútbol que le despertaba una fascinación fetichista: el arbitraje. Los domingos solía ir hasta la canchita del club San Martín para observar los partidos oficiales por la liga regional. Ni se calentaba por el resultado, iba para ver a los árbitros. Unos señores de evidente buen comer, con bigotes espesos y cabelleras congeladas a la gomina, que solían impartir su particular justicia con vocabularios y tonos castrenses, muy propios de la época. El Negro Ramírez llegaba temprano, se amarraba al alambrado a la altura de la mitad de la cancha y después del último pitazo, echaba raíces en la barra del bufet con la orgásmica ambición de tomarse una cañita con el juez. Dicen que invitaba de su bolsillo con tal de charlar un rato sobre jugadas y decisiones.

Los sábados, cuando empezaba la acción en el campito, el Negro Ramírez se aparecía con su atuendo arbitral: el eslabón perdido de lo que hoy sería un pantalón de jogging, la misma camiseta blanca sin mangas que usaba para dormir, unas pantuflas cerradas con motivos escoceses y un silbato de plástico verde y amarillo, como de Aldosivi, similar a los que venían con los chupetines Topolín[3]. Casi un Minguito[4] sin saco ni funyi. Los tramposos del grupo –una minoría que era determinante para los resultados– quisieron repelerlo cuando se acercó por primera vez para ofrecer su delivery de arbitraje. Un nuevo orden no les convenía. Pero como los desprotegidos éramos más y la decisión fue por votación, lo tuvieron que aceptar. Era eso o quedarse sin jugar.

De repente, el Oveja y el Baturro, que eran más grandes que el resto y se abrían paso en las áreas a codazo limpio, comprendieron cuán burros eran. Por las buenas, sin el auxilio de sus propias reglas, no podían gambetearse ni a un enano de jardín[5]. También desaparecieron los conflictos interminables para dirimir si la pelota se había ido o no más allá del cardo grande que servía de línea imaginaria del lateral. No había manera de que alguien robara un gol en el conteo hasta diez. Y a diferencia de los árbitros con los que se tomaba una copita en el club, tan proclives a la mano dura y la bravuconada, el Negro Ramírez ejercía una conducción cálida y paternal. Incentivaba al buen juego y la lealtad. Inducía a que todos cambiáramos permanentemente de equipo para que fluyera la amistad. Armaba partidos exclusivos para los más chiquitos, antes condenados a mirar de afuera y nada más que mirar. Y era tan justo, o lo sentíamos tan justo, que cuando se engripaba y no venía, daban ganas de no jugar.

El Negro Ramírez conducía y nosotros nos dejábamos conducir. Era un ida y vuelta cargado de pureza y confianza mutua. Todo lo contrario a lo que hoy vemos en el fútbol argentino, donde el árbitro es un enemigo. Un conspirador al que suponemos digitado por la malicia o la incapacidad. Una figura repudiable a la que se le discute hasta cuando tiene razón. El destinatario de trampas y engaños para sacar ventajas, pisoteando al fair play. ¿Se equivocan? Sí. A veces, demasiado. Y cada tanto, groseramente. Ni el auxilio del VAR alcanza para garantizar la infalibilidad. No por la tecnología en sí, que es una herramienta más para disminuir el margen de error, sino por los intérpretes de esa tecnología, humanos y tan árbitros como los que corren por el césped. Cuando un árbitro se equivoca, el primer perjudicado después del equipo que padece el error es el propio árbitro. Podrá volver a dirigir al domingo siguiente o quince días después, pero la mancha es indeleble y le serrucha la proyección de su carrera. Sobran ejemplos: Diego Abal se perdió un Mundial, Diego Ceballos quedó afuera del radar…[6]

En su introspección, los árbitros deberán evaluar si les falta más capacitación técnica, una armadura psicológica para no atribularse con la presión o coraje para asumir los roles específicos. Si el VAR perdura, está claro que en las decisiones cruciales pesará más la audacia del juez de video que la impronta del árbitro central.  Valentía para avisar –la que no tuvo el uruguayo Andrés Cunha en el polémico Lanús-River– y humildad para admitir un error y rectificar el fallo serán los ejes esenciales para sustentar el sistema. Pero difícilmente cambie el prejuicio que infecta la credulidad de jugadores, técnicos, dirigentes e hinchas. Tragaron tanto veneno que ya no confían en nada. Les resulta más cómodo explicar derrotas a partir errores ajenos que admitir falencias propias. Viven tejiendo o adivinando confabulaciones.

Si hubieran conocido al Negro Ramírez, no pensarían así. Nosotros dejamos de ser pibes antes de que él dejara de dirigir. El día que desapareció ya éramos grandulones fanáticos de Queen[7]. Se fue sin decir adiós ni dejar rastros. Pero su plan de la existencia invisible le salió mal. A aquellos chicos les dejó un tatuaje en el alma. Les enseñó a ser leales, a ver en el otro a un tipo de buena fe, a no intoxicarse con dobles intenciones. Y no invirtió tanto. Apenas la siesta de los sábados y un par de cañitas los domingos…

Por Elías Perugino

Texto a pie 

1- Radio de origen japonés, famosa por su confiabilidad y durabilidad.

2- Apodado “El Relator de América”, Muñoz (foto) era el narrador estrella de Radio Rivadavia, secundado por Morales, mientras que Bullrich era el relator emblemático del ascenso.

3- Los chupetines venían ensobrados junto a un pequeño juguete de plástico.

4- Minguito Tinguitella fue un querible personaje interpretado por el actor Juan Carlos Altavista. Ingenuo, chapado a la antigua y de gran corazón.

5- Minúsculas estatuas que adornan parques privados. Generalmente inspirados en duendes. Algunos creen que traen suerte, otros sostienen todo lo contrario.

6- En el Clausura 2012, Abal cometió un error grave al convalidar un gol de Garcé en San Lorenzo 1-Colón 1 y quedó afuera de la carrera por llegar a Brasil 2014. Ceballos cobró penal para Boca ante Central, en la final de la Copa Argentina 2015, pero la falta se cometió afuera del área. Desde entonces, está relegado.

7- Banda británica formada en los años setenta. La integraban Freddie Mercury, Brian May, Roger Taylor y John Deacon. Fue furor en los ochenta.

Nota publicada en la edición de Diciembre de 2017 de El Gráfico