¡Habla memoria!

Barbosa, el hombre que hizo llorar a un país

En 1950 Brasil tenía todo para ganar su Mundial, pero algo salió mal aquella fatídica tarde en el Maracaná y un arquero firmó con sangre su condena eterna.

Por Redacción EG ·

16 de mayo de 2017
Imagen Ghiggia festeja, Bigode se agarra la cabeza mientras se le desdibuja la cara y Barbosa muerde el polvo. Se acaba de gestar el Maracanazo, tal vez la hazaña más grande de la historia del deporte.
Ghiggia festeja, Bigode se agarra la cabeza mientras se le desdibuja la cara y Barbosa muerde el polvo. Se acaba de gestar el Maracanazo, tal vez la hazaña más grande de la historia del deporte.
Moacir Barbosa Nascimento no llegaba al metro ochenta pero debajo del arco se hacía gigante. Sus manos, siempre sin guantes por un capricho de la época, eran capaces de detener hasta el más opulento disparo y su formación como arquero en lo más profundo de una favela de Campinas, en San Pablo, le aseguraba el carácter necesario para triunfar, siendo negro, en un fútbol de blancos. Formado en el humilde Ypiranga, su traspaso a Vasco da Gama, y la posterior consagración en el torneo carioca durante la segunda parte de la década del cuarenta, fueron sus puertas de acceso para llegar a la Copa del Mundo de 1950 como uno de los mejores arqueros del planeta y el titular indiscutido del local Brasil.

La actuación de Barbosa a lo largo del Mundial fue aceptable. Al equipo no le llegaban mucho pero cuando lo hacían, su arquero respondía. Entre goleadas, los locales se encaminaban a un título que parecía cantado; sin embargo, la final frente a Uruguay tenía distintos planes para Brasil en general y Barbosa en particular. Las doscientas mil personas que coparon el Maracaná jamás imaginaron, mientras celebraban el gol de Friaça, que ese pequeño territorio limítrofe, representado por once camisetas celestes, se iba a apropiar de la felicidad brasileña gracias a los tantos de Juan Alberto Schiaffino primero y de Alcides Ghiggia después, con complicidad de un Barbosa adelantado que quedó manoteando el aire y firmó con sangre la leyenda del Maracanazo.

El error del arquero, en el segundo gol uruguayo, fue su condena al ostracismo. Ghiggia dijo alguna vez que sólo el Papa, Frank Sinatra y él habían logrado enmudecer el mítico estadio carioca. Tenía razón, y el silencio de luto en aquella tarde fatídica resultó premonitorio para Barbosa. Brasil intentó por todos los medios olvidar el desastre, hasta cambió el blanco de su camiseta, considerado mufa, por el verde y amarillo de la bandera, pero era necesario encontrar un chivo expiatorio que purgue las penas del pueblo brasileño, y ese no podía ser otro que el primer arquero negro en la historia del país.

A partir de entonces Barbosa se convirtió en un enemigo público. Ni siquiera el regreso triunfal a su equipo, conservando la misma elegancia y caballerosidad de siempre, le garantizó piedad. Incluso en una oportunidad observó como una mujer, ante la pregunta de su hijo, lo señalaba como “el hombre que hizo que todo un país llorara”. Eso le dolió más que la final misma, y que el desplante de los dirigentes brasileños que no lo dejaron acercarse a la concentración de la selección que en 1993 se preparaba para enfrentar un partido de Eliminatorias para evitar la mala suerte. En aquella oportunidad le aseguró a un periodista, mientras mostraba una sonrisa incómoda, que “en Brasil la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Yo hace cuarenta y tres que vengo pagando por un crimen que no cometí”.

Los últimos años de su vida transcurrieron entre la pobreza y la marginalidad. Sobrevivía en la casa de su cuñada con una jubilación miserable y el cotidiano desprecio del pueblo brasileño, que frecuentemente recuerda a "los diez perdedores del año 50”, sin dar siquiera ese calificativo a Barbosa.

A diferencia de la ignominia a la que lo condenaron en vida, los medios brasileños dedicaron en abril de 2000 grandes títulos a la muerte del arquero, como si con ella se hubiese cerrado definitivamente la herida del Maracanazo. O Globo fue el más sugestivo de todos: “La segunda muerte de Barbosa”.

Por Matías Rodríguez