Anónimos reconocidos

Enrique Rotemberg, el doctor que es leyenda

Enrique Rotemberg tiene poco más de mil partidos como médico de la Primera de Ferro, club en el que lleva 35 años de trabajo pero que abrazó desde su niñez. Recorrido y anécdotas de un tipo que aún sueña con retirarse con Oeste en la A.

Por Darío Gurevich ·

25 de febrero de 2015
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"Vivía en Ciudadela, sobre la Avenida Gaona que era de tierra. Jugaba unos partidos bárbaros en la calle ancha. De chico, como todos los que fueron pibes alguna vez, no entendía sobre ningún tema de vida trascendente. O mejor escrito: sobre casi ninguno. “Mi recuerdo más antiguo relacionado a Ferro es feo: peleábamos el descenso y nos enfrentábamos ante Independiente como visitantes. Yo tenía siete años, fue en el 57, y mi viejo y mi tío eran fanáticos de Ferro y me llevaron a la cancha. Perdíamos 1-0, salvábamos la categoría con el empate, y nos cobraron un penal a tres o cuatro minutos del final. Bolaña pateó y Cozzi se lo atajó, y lloré como una criatura durante todo el viaje para casa -asegura-. Por suerte, ascendimos al año posterior y en el 59 salimos terceros (la mejor campaña en el profesionalismo antes de los 80), con un equipazo que estuvo 17 fechas invicto, y que bailó al campeón, San Lorenzo, 3-0 como local”.

Imagen El Dr. Rotemberg posa en el arco de la cancha de Ferro.
El Dr. Rotemberg posa en el arco de la cancha de Ferro.
Oeste lo atraviesa, como a muchos fanáticos. Además del arraigo familiar, su línea de tiempo siempre conecta con Caballito. Empezó a practicar básquet en Ciudadela durante su infancia, hizo la primaria en Liniers y la secundaria en Flores, pero su historia y sus historias giran en torno al corazón de la Capital Federal. Integró el primer equipo campeón de básquet del club en 1962 -categoría Infantil-, se sentó en el banco de la Primera en un puñado de juegos, y dejó a los 20 años, tras diez de recorrido, una vez que aprobó el ingreso para estudiar medicina en la Universidad de Buenos Aires.

Capaz como varios, estudioso y detallista como poquísimos, el 18 de diciembre de 1974 combinó dos momentos preciados en su vida: así como egresó en la carrera realizó la locura máxima por amor a su club, cuándo no. “Rendí la última materia, Toxicología, me recibí y avisé desde un teléfono público: `Vieja, me saqué un 8, soy médico`. Mi mamá contrató enseguida un servicio de lunch de una confitería, me esperaban en casa. Pero Ferro jugaba contra Independiente, en Vélez, y me fui a la cancha. Ganamos 2-1, el Goma Vidal le metió un gol de caño al arquero. Al final, llegué como a las 23.30. Me putearon todos, pero festejamos igual”.

Enrique Rotemberg es el que cuenta la y las anécdotas, el protagonista de estas páginas, el tipo que se transformó en médico por genética, por seguir a su padre, Nazar, que era clínico y pediatra; el adolescente que fantaseaba con trabajar en Ferro, el hombre especializado en traumatología que acumula 35 años de laburo en el Verdolaga y poco más de 1000 partidos en el fútbol profesional de este equipo.

“Bueno, en realidad, son casi 2000 partidos, entre fútbol y básquet -afirma-. Cuando me recibí, pedí un año de prórroga en el servicio militar y me fui a trabajar a Zapala con artilleros, que se lesionaban al movilizar los cañones. Cada vez que tenía licencia, me venía a ver a Ferro en básquet. Entonces, cuando corté, incluso con el servicio militar, el doctor Bondar me convocó para trabajar con el nuevo equipo de básquet y empecé el 1º de marzo de 1976 con León Najnudel, que era el entrenador, y Luis Bonini, que era el preparador físico. Para mí representó una continuación, no noté el cambio porque me la pasaba adentro del club desde chico: la colonia, la pileta, el básquet, el fútbol… Haberme integrado al básquet fue un aprendizaje en capacidad organizativa en el deporte. Mucho de lo que es Ferro se lo debe a la lucidez de Najnudel, que encontró eco en los dirigentes de aquella época, el presidente Leyden y sus allegados de confianza. Para ellos, León era un adelantado y resultó un asesor deportivo, porque estructuró al básquet y al club, y hasta acercó a Timoteo Griguol. Fueron tiempos muy lindos: la llegada de los primeros americanos de raza negra, Terry y Berry, los títulos nacionales, los dos campeonatos ganados en el Sudamericano del 81 y 82, y después los tres títulos en la Liga Nacional”.

Imagen A la derecha de Griguol en el banco en Caballito.
A la derecha de Griguol en el banco en Caballito.
Chiqui, como lo conocen todos en Oeste, apodo que forjó durante los 80 por decirles Chiquitín a los jugadores, así como puso manos a la obra en el básquet también lo hizo paralelamente en el fútbol. “A principios del 84 u 85 había que viajar con el básquet, ya tenía a mi hija Lorena que era chiquita y me incliné por el fútbol, área en la que quedé como médico a cargo a mediados de los 90”, aporta. Los recuerdos vinculados al fútbol surgen en consecuencia y rescata rápidamente un podio de experiencias que describe en primera persona.

■ “Hicimos una gira en el 79 por Colombia y Ecuador, con Garabal como técnico. Como el médico no pudo viajar, me mandaron a mí. Por suerte, nos fue bien. El asunto es que en la mesa de la concentración siempre me tiraban un migazo y me pegaban... Hasta que descubrí que era Vidal. El Goma era chiquito, y un día lo esperé en el hotel, lo agarré de la espalda, lo levanté y le dije: `La próxima miga te mato`. Y no voló ninguna más (risas)”.

■ “Al rato de que perdimos la final del 81 ante Boca, estaba en el vestuario y lo vi a Rocchia que entró llorando desconsolado y se encerró en el baño. `Burro, vení, ya está`, le dije. `Nunca vamos a salir campeones`, me respondió. `Y vos qué sabés`, le retruqué. Bueno, al año siguiente, salimos campeones invictos, contra Quilmes en Ferro. El plantel se supo sobreponer, porque cuando un cuadro chico llega a definir un título parece que nunca más lo repetirá. La moraleja es que hay que insistir, y nosotros insistimos y por decantación vinieron los títulos del Nacional 82 y 84”.

■ “Estábamos de pretemporada en Villa Giardino, en Córdoba. Los muchachos habían trabajado muchísimo durante esa semana, Bonini los hacía correr doble turno en la montaña. Bueno, los jugadores habían programado rajarse para algún lado hasta que Timoteo dijo: `Nos invitaron a comer unos chivitos, así que vamos a ir para allá y después que cada uno haga lo que quiera`. Fenómeno, nos pasó a buscar el micro a las 7 de la mañana y volvimos como a las 10 de la noche. Habíamos tardado como cinco horas para ir, y otras cinco para venir, el lugar era en el medio de las altas cumbres. Mirá qué día libre nos tocó (risas)”.

Recién, hace 30 segundos o menos, mencionó al Viejo, al entrenador que le dio a la institución que adora las dos estrellas más pesadas en su historia, y devuelve una mirada tan noble como feliz. “Timoteo, un grande, inmenso. Primero, por la calidad de técnico. Es el único entrenador de fútbol profesional que conocí que corregía errores individuales de los jugadores. Les explicaba hasta cómo poner las manos; pelota, pierna y cuerpo, y a los que no sabían manejar de buena manera el cuerpo, como Crocco y Márcico por ejemplo, los mandaba a entrenarse con el básquet. Igual, él se quedaba media hora después de las prácticas con un jugador puntual para corregir defectos. Si a Marito Pobersnik lo hizo Timoteo. El fue un gran maestro de los detalles”, sentencia.

Imagen En los 80, con traje, bigote y el brazalete de médico.
En los 80, con traje, bigote y el brazalete de médico.
Chiqui, en limpio, vivió los años dorados de su club desde adentro, lo que significa la envidia sana para cualquier hincha. “Para mí es una alegría. Desde el 57 que soy socio de Ferro, imaginate lo que siento por haber formado parte de ese glorioso proceso. Pero los resultados no se consiguieron de casualidad, porque las buenas administraciones económicas anteceden a los resultados, así como las malas. Pero los dirigentes también supieron rodearse de tipos que eran unos monstruos”, enfatiza.

Gozó de la buena y se bancó como un duque la mala. Se acostumbró a tener arriba de 900 consultas por mes dentro de una estructura médica que cubría a todos los deportistas del club, y sufrió la decadencia de la institución. Incluso, hasta soportó alejarse profesionalmente de Ferro, cuando el gerenciador Gustavo Mascardi lo bajó en octubre de 2002. A partir de ahí, tocó por la Selección Sub 17 de Haití y luego por los seis seleccionados argentinos de vóley, entre caballeros y damas. Pero ambos ciclos duraron poco. El primero, por problemas económicos, y el segundo, porque a Argentina la habían sancionado a cumplir dos años de suspensión en toda competencia internacional. A remar otra vez, entonces. Conarpesa Caleta Olivia apareció en sus planes y, junto a su colega Rubén Torrisi y al masajista Miguel Angel Giménez, trabajaron allí entre 2003 y 2005. Pero había, justamente, un pero: “Al principio, sentía dolor por haberme ido del club, y extrañaba. Después, el dolor se fue, y extrañaba a la gente, a las paredes, a los muchachos, el olor a Ferro”.

Imagen Aplicándole una inyección a Sergio Vázquez.
Aplicándole una inyección a Sergio Vázquez.
Conarpesa se retiró del vóley a mediados de 2005, y el Organo Fiduciario que manejaba al Verde lo repatrió a Chiqui y a su mencionado equipo de laburo para noviembre de ese año. Enseguida, y a diferencia del cuerpo médico que reemplazaron, recuperaron a Federico Fazio y a Iván Macalik, los centrales titulares de aquel equipo, y Ferro levantó. “Entramos derechos. Acá perdés dos partidos seguidos y nadie te quiere ver más. ¿Si tengo un paraguas protector en el club? No, soy como la canción pero al revés: salí campeón y me fui al descenso”, sostiene.

Serio, buena onda, algo chistoso, aunque contenido en la broma, admite que siempre tuvo “carácter de gordo” y que jamás le costó aggiornarse al trabajar rodeado de jóvenes (también es docente en la Universidad Nacional de La Matanza). Su pasatiempo, confesado aquí y ahora, dista de su actividad: “Tengo una vertiente artística, plástica digamos. Estudié pintura con Luis Barragán y, cuando puedo, hago un cuadro, con óleo o, ahora, más con acrílico”.

El doctor que cortó clavos cuando a Víctor Molina le partieron media baldosa en la cabeza ante Quilmes, que sacó adelante a Marcos Acuña de un cuadro respiratorio con pérdida de consciencia sufrido en La Plata, que es leyenda, al menos por Caballito, reconoce que el caso más interesante que atendió en su peregrinar fue el de Alejandro Sabella, que jugó en Ferro en 1987/88. “Me pidió que le sacáramos las carnes rojas y que le diéramos pollo, porque tenía ácido úrico alto, cuestión que no lo había dejado recuperarse por completo de un esguince de tobillo durante un año hasta que un reumatólogo se lo descubrió y le sugirió una dieta. Bueno, me quedó grabado, y después, gracias a eso, detecté varios casos más. Entonces, todo lo que Sabella me había contado al respecto me sirvió para mi actividad”, se sincera.

A lo largo de sus 35 años en Oeste, recibió varios ofrecimientos de trabajo en otros clubes, aunque los desestimó. “¿Vos te podés ir de tu casa si no te peleás con tu señora? Acá es lo mismo”, resume. Al elegir a los mejores futbolistas verdolagas que vio, incluye a Adolfino Cañete y a Alberto Márcico, por la categoría que tenían, y a Gerónimo Saccardi y a Oscar Garré, por la entrega. Sin embargo, corre a un costado el fútbol por un minuto y revela qué enseñanzas le dejaron todos estos años de carrera: “Hay que seguir estudiando, no creérsela, porque siempre existen cosas nuevas que te pueden sorprender en el fútbol y en la vida, nadie termina de conocer todo. Si la medicina fuera como está escrita en los libros, sería muy fácil. Lo lindo de esto es la gran cantidad de amigos que me quedan. ¿Si estoy para dar una charla técnica en un vestuario? No, el éxito de un trabajo grupal tiene que ser multidisciplinario e interrelacionado, pero cada uno debe ocupar su lugar. Cuando uno quiere invadir roles ajenos, el grupo fracasa”.

Enrique Rotemberg aún realiza las guardias en el Hospital Piñero -ya como el número 1 de los traumatólogos-, y no bufa. Quizá duerme dos o tres horas, o tal vez ni siquiera duerme, y se marcha para afrontar sus obligaciones pintadas de verde, y lo disfruta. Este tipo, que el 20 de junio cumplirá 65 años, todavía sueña despierto: “Quiero retirarme con Ferro en Primera. Pensé que íbamos a ascender en 2014, aunque quizá lo logremos en el torneo largo de este año. Soy consciente de que hay que dejarle paso a la juventud, de que un día ya no podré trabajar más acá ni en ningún lado. Pero estaré ligado a Ferro de alguna manera, siempre”.

Por Darío Gurevich. Fotos: Emiliano Lasalvia y Archivo El Gráfico           

Nota publicada en la edición de enero de 2015 de El Gráfico