LAS CRÓNICAS DE EL GRÁFICO

Disparador: Una de botineros

Por Elías Perugino · 16 de noviembre de 2014

Hoy cualquier futbolista se anima a usar calzados multicolores. Algunos lo hacen porque les pagan fortunas. Otros, más modestos en sus condiciones, simplemente porque siguen la moda que dictan las marcas más poderosas. Eso no es transgredir. Transgresor de verdad fue el protagonista de esta historia.


  Nota publicada en la edición de noviembre de 2014 de El Gráfico

Un reportero gráfico es algo más que un fotógrafo. Un reportero gráfico es un fotógrafo con alma de periodista. Un tipo que puede hacer arte con su cámara –como capturar un atardecer y eternizarlo como si fuera una pintura sobre un lienzo–, pero que se mueve por la vida con el instinto asesino de un cazador de noticias. Con ese olfato felino para detectar dónde está la presa y abalanzarse sobre ella para gatillarle a repetición. Así los reporteros gráficos han sabido retratar momentos irrepetibles de la historia, sin discriminar entre la estatura de los personajes ni la disparidad de las situaciones, entre el impacto de un Papa jugueteando con una paloma o el horror de un niño desnudo escapando de la guerra. Y ni siquiera necesitan abordar una temática trascendente para desempolvar ese instinto que los diferencia de los fotógrafos sociales.

Javier García Martino es un reportero gráfico. Uno de los tantos que han elegido al deporte como ingrediente principal para cocinar su trabajo. Cubre cuatro o cinco partidos por fin de semana, pero también recorre la rutina mansa de los entrenamientos, donde nunca pasa nada, hasta que pasa; donde los jugadores siempre hacen el mismo ejercicio, hasta que brota alguna punta para activar los sensores y descerrajar un ¡clic! Pasó a los dos días del Superclásico submarino que chapotearon millonarios y xeneizes en el Monumental. Boca volvió a las prácticas y afuera de la utilería, en la vereda, podía verse esta postal[1], que García Martino subió a su página con la leyenda “Todavía se están secando…”.

Si mi abuelo resucitara y le mostrara esa foto, dudo de que sus retinas resistieran semejante policromía, tan brutal estallido visual. Ni siquiera se daría cuenta de que son botines. Mi abuelo se fue en la década del setenta, y en ese tiempo los botines eran negros. ¿Cómo explicarle, entonces, ese mar de rosas, amarillos y verdes flúo; el botín derecho de un color y el izquierdo de otro; el modelo que parece una media; el que simula la boca de un dragón o ese salpicado de triangulitos en el empeine? Es una avalancha incontenible impulsada por la voracidad del marketing deportivo, con un alto grado de aceptación de parte de los protagonistas y, fundamentalmente, de los consumidores, que luego se vuelcan a las tiendas para adquirir el calzado de sus ídolos y lucirlo en los picados con amigos.

En el fútbol del tercer milenio hay que ser muy transgresor para usar botines negros. Chiquito Romero y algún audaz[2] más se animaron en el Mundial, a contramano del resto, que cultivó la onda arco iris. El fútbol local es un espejo de esa tendencia que baja como un torrente desde Europa, apenas enfrentada por especímenes quijotescos como Riquelme, cuya verdadera rebeldía late en el fondo y no en las formas, en esa sutileza insolente para picar un penal o herir al adversario con una asistencia quirúrgica diseñada con el pie derecho envasado en un sobrio y antediluviano botín oscuro. Que no se parece en nada a los pesados borceguíes de las primeras décadas del Profesionalismo, pero que es un pariente directo –aunque más ligero y flexible– de aquellos que los utileros lustraban con mucho esmero y bastante pomada en los años sesenta y setenta.

Hoy reina el feroz imperio del merchandising. Un jugador consagrado es el disparador ideal para la venta de indumentaria, cosméticos y bienes de todo tipo. Rige la espontaneidad programada. Ese rasgo distintivo pergeñado para ser tendencia. Y las figuras terminan contando más millones por su perfil publicitario que por su prestación deportiva[3]. Nada que ver con la uniformidad rasante de los hábitos setentosos, que es donde la memoria nos rescata a un pionero de verdad. A un muchacho que rompió los moldes ad honórem, sin activar ningún mecanismo mercantilista. Quienes tengan más de 45 años lo deberían recordar: Jorge Armando Sanabria, “Lulú” Sanabria[4]. El tipo que un día provocó un tsunami de comentarios, mayoritariamente venenosos, por animarse a lo que nadie se animaba: usar botines blancos. Una peca de blancura en un amplísimo océano de negritud y conservadorismo.

Ocurrió en un viaje de Huracán a Formosa. De una marca deportiva habían enviado unos botines blancos y nadie se los quería poner, hasta que los vio Sanabria y aceptó loco de la vida. En ese tiempo, el delantero del Globito usaba el pelo por la cintura y pantaloncitos muy cortos y ajustados, típicos de la época. “Lo más suave que me gritaban los rivales era ‘puto’”, contó tiempo después. Sanabria jugó muy bien con sus botines blancos y, al día siguiente, el golpe de gracia lo pusieron los ingeniosos tituleros de Crónica: “Gran partido de ‘Lulú’ Sanabria”, comparándolo con una muñeca de historieta: “La pequeña Lulú”[5]. Y así entraron los tres en la leyenda del fútbol argentino: Sanabria, Lulú y los botines blancos.

¿Cómo iba a tenerle miedo Lulú a los botines blancos, a las cargadas o a los insultos? Eso fue un juego de niños. Miedo pudo tener cuando jugaba en Unión Magdalena y se codeaba con dirigentes y jugadores que tenían amigos vinculados al narcotráfico y se pasaban el día armados hasta los dientes, listos para tirotearse al menor incidente. Miedo pudo tener cuando fue al AmaZulu[6] de Sudáfrica y era el único blanco en un equipo de negros en el peor momento del apartheid, aunque la picardía lo hizo zafar de una manera increíble…[7] Miedo, pero miedo de verdad, tuvo cuando jugó en el Aguilas de El Salvador y vivía cara a cara con la guerrilla. “Me cansé de escribirle cartas a mi novia, que más que cartas eran testamentos: dejale el coche a éste, la casa a aquel…”. Así se lo contó una vez a La Nación: “Yo vivía a 280 kilómetros de la capital, en San Miguel. Para ir a la capital tenías que atravesar la selva por un camino de montaña, donde estaban escondidos los guerrilleros. Cada tanto paraban los ómnibus: ‘Colaboración para la causa...’, decían, y te pedían guita. Nosotros teníamos un brasileño en el equipo. Y una vez se lo quisieron llevar. ‘Vos te venís con nosotros a la montaña’. El tipo se puso a llorar, pero nada. Nosotros teníamos al jugador que había hecho el único gol de El Salvador en el Mundial de España: Zapata. El habló con el guerrillero para que no se lo llevaran. Y lo dejaron. A partir de ahí no se viajó más en ómnibus, sino en avión. Pero el avión era un Fiat 600 con alas y los guerrilleros se ponían en una montaña y lo bajaban. Entonces, los de la compañía llegaron a un acuerdo. Todos los meses había que darles un dinero a los guerrilleros para que no les bajasen los aviones”.

Lulú Sanabria, los botines blancos y los riesgos de verdad. ¿Lo de hoy? Lo de hoy es pura cháchara…

Por Elías Perugino
NOTAS AL PIE

1- Los botines que se utilizan en la actualidad suelen pesar alrededor de 130 gramos.

2- A la onda tradicional del arquero argentino se sumaron su colega colombiano Faryd Mondragón, el defensor holandés Stefan de Vrij y casi nadie  más.

3- LeBron James, gran figura de la NBA, percibe 20,6 millones de dólares de salario, pero, además, embolsa 41,8 millones por sus diferentes contratos comerciales. Mal no le va.

4- Nacido el 9/8/1952 en Paso de los Libres, Jorge Armando Sanabria jugó en 17 equipos: Excursionistas, Huracán, Unión Magdalena (Colombia), Vélez, Independiente, Varta Caldas (Colombia), Argentinos, Central Norte, Quilmes, Armenio, AmaZulu (Sudáfrica), Rivadavia de Baradero, Aguilas (El Salvador), Sportivo Baradero, Ledesma, Casino Iguazú y Mercedes.

5- Personaje creado en 1935 por la estadounidense Marjorie Henderson Buell.

6- El AmaZulu FC fue fundado en 1937. Con sede en Durban, juega en la Premier Soccer League, máxima categoría del fútbol sudafricano.

7- “Zutu, en zulú, es libertad. Y por un pedido del líder de ellos y dueño del equipo, Yabo Paghatti, yo entraba en la cancha y me ponía de frente a una tribuna y gritaba: ‘¡Zutuuu!’. Y toda la gente de esa tribuna lo repetía. Después giraba y me ponía de frente a otra tribuna. Y otra vez: ‘¡Zutuuu!’. Y la gente lo repetía. Un argentino, blanco, en un país con un problema racial..., increíble lo que hice”, le contó Sanabria a La Nación.

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