¡Habla memoria!

La patada que incendió los Balcanes

En mayo de 1990 un partido entre el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja, que ni siquiera llegó a jugarse, dio el pistoletazo para el comienzo de la Guerra de Yugoslavia. Aquella tarde la imagen de la agresión de Zvonimir Boban a un policía se convirtió en el símbolo de la desintegración de un país multiétnico.

Por Redacción EG ·

03 de octubre de 2014
Imagen EL MOMENTO. Boban ve que un policía está golpeando a un hincha croata en el suelo y le lanza una patada voladora. Esa agresión se convertiría en un símbolo de la Guerra de Yugoslavia y de la independencia de Croacia.
EL MOMENTO. Boban ve que un policía está golpeando a un hincha croata en el suelo y le lanza una patada voladora. Esa agresión se convertiría en un símbolo de la Guerra de Yugoslavia y de la independencia de Croacia.
Yugoslavia, como suele decirse, fue un estado con siete fronteras, seis repúblicas, cinco nacionalidades, cuatro idiomas, tres religiones, dos alfabetos y un líder. Cuando en mayo de 1980 ese líder, llamado Josip Broz Tito, murió, el país inició su lento pero sostenido proceso de putrefacción. La ausencia del Mariscal, que con su muñeca de hierro había logrado mantener unido lo irreconciliable, encendió la chispa de un conflicto que estalló, simbólicamente, el 13 de mayo de 1990. ¿La ocasión? Un partido entre el Dinamo Zagreb de la entonces República Socialista de Croacia y el Estrella Roja de Belgrado, capital de la Yugoslavia comunista, que ni siquiera llegó a jugarse.

El marco de la coyuntura lo ponían la profunda crisis económica y la proliferación de los movimientos nacionalistas en las distintas repúblicas balcánicas. Unos días antes en Croacia había ganado, en las primeras elecciones libres, Franjo Tudjman, el representante de la Unión Democrática Croata que abogaba por el desmembramiento de Yugoslavia. Con esos antecedentes y los recelos a flor de piel, no se esperaba, precisamente, un partido tranquilo. “Muerte a Tudjman”, era el canto de guerra de los Delije, los ultras del Estrella Roja que se habían acercado al estadio Maksimir de Zagreb. Para ellos, los intentos soberanistas eran actos de traición hacia Serbia, el verdadero y puro ocupante de la península yugoslava.

Los Delije eran liderados por Zelijko Raznatovic, un extremista serbio apodado Arkan que se hizo tristemente célebre por cometer crímenes de lesa humanidad durante la Guerra de Yugoslavia. Arkan tenía un poder real dentro del club, al punto tal de que era el encargado de organizar los desplazamientos de su grupo y estaba oficialmente contratado por la directiva como coordinador de seguridad. Amigo también del gobierno de turno, en cabeza de Slobodan Milosevic, se volcó a la lucha armada y, para combatir contra Croacia durante la guerra, armó un ejército paramilitar que en poco tiempo reclutó más de diez mil ultras del Estrella Roja. Pero todo eso vino después, y a la fecha del partido Arkan comandaba solamente un nutrido grupo que hacía un culto del hooliganismo.

Aquella tarde, cuando entraron al estadio, los Delije lo hicieron gritando “Zagreb es Serbia”, mientras que del otro lado los Bad Blue Boys, ultras del Dinamo de tendencia independentista, enarbolaban insignias croatas y alimentaban fogatas con banderas yugoslavas. Advertidos del peligro, en el perímetro interno de la cancha los policías se contaban por miles, pero en los ingresos habían sido burlados cuando los hinchas de ambos bandos lograron evadir los controles y los cacheos. 

Los primeros choques entre los ultras empezaron cuando los jugadores ya estaban sobre el terreno, calentando para el comienzo del partido. La seguridad, en principio, logró sofocar los incidentes pero luego la tribuna se desbordó y los Delije asaltaron el sector ocupado por los Bad Blue Boys. La batalla campal desatada en las gradas desembocó en la invasión de la cancha. El plantel del Estrella Roja, que esa temporada sería campeón de la Copa de Europa, enfiló camino de los vestuarios, mientras que los jugadores del Dinamo Zagreb veían como la policía reprimía a los hinchas, haciendo especial énfasis en los simpatizantes croatas. Uno de los futbolistas que seguía de cerca la trifulca, con una mano sosteniendo la pelota y la otra tomándose la cabeza, era Zvonimir Boban, una incipiente figura balcánica que se había destacado en el Mundial Sub-20 de Chile 1987. En eso, Boban, al ver que un policía arremetía ferozmente contra un joven enfundado en la bandera de Croacia que estaba tendido en el suelo, sale disparado sobre el agente y le aplica una patada voladora que es inmortalizada por un fotógrafo. Esa reacción, ese acto que para Boban estaba bañado de justicia, marca un antes y un después en el devenir de una región históricamente conflictiva.

La patada, con la fuerza del más potente bisturí, diseccionó las entrañas de la multiétnica Yugoslavia y la transformó para siempre. Un país entero se diluyó entre la carrera enfurecida de Boban, el golpe y su retirada del terreno, auxiliado por los hinchas del Dinamo Zagreb que evitaron que se convirtiera en un mártir. Croacia ganó un héroe, y Serbia un enemigo eterno. Finalmente, una hora después la policía logró controlar la revuelta. El resultado fue un centenar de heridos y el legado de un partido memorable en el que, paradójicamente, la pelota jamás se puso en juego.

La agresión de Boban, que se adelantó un año y monedas al inicio formal de la guerra entre Croacia y Serbia, abrió un sangriento periodo de anarquía política y conflictos civiles que arrastrarían a millones de balcánicos a la muerte. Una patada bastó para derruir los endebles acuerdos de paz celebrados entre repúblicas históricamente enemigas y sacar a la luz toda la basura que se había escondido debajo de la alfombra durante el sempiterno gobierno del Mariscal Tito.

La guerra se libró a lo largo de gran parte de la década del noventa, una época en la que el mundo decidió mirar para otro lado. Yugoslavia pagó muy cara su desobediencia política de no alinearse en ninguno de los dos lados del Telón de Acero durante la bipolaridad del corto siglo XX de Eric Hobsbawn. No fue un satélite soviético ni tampoco una nación pro-americana. Nadie tenía intereses que defender en la península, y cuando la OTAN intervino, con los bombardeos de 1999, fue para convertir en polvo las ruinas de un país que ya ni siquiera existía como tal.

Boban se transformó en un símbolo de la independencia croata, en el héroe nacional encargado de darle el golpe de gracia a una Yugoslavia oxidada. Su camiseta ondeó en las trincheras de Zagreb y fue el escudo de una república que logró su soberanía plena recién en agosto de 1995. “Ahí estaba yo, una cara pública preparada para arriesgar mi vida, mi carrera, todo lo que la fama puede comprar, todo por un ideal, por una causa: por la causa croata”, confesaría años después. En Maksimir hay una placa de bronce que recuerda aquella encendida tarde: “Para los seguidores del equipo, que comenzaron la guerra con Serbia en este estadio el 13 de mayo de 1990”.

Ese mismo día en los Balcanes se desataron todos los infiernos. Se rompieron las analogías, y el fútbol y la guerra fueron la misma cosa.


Por Matías Rodríguez