Las Crónicas de El Gráfico

Más que mil palabras [sobre el ELA]: el baldazo

Mientras se viraliza el desafío del agua helada, el fútbol también puede contribuir al estudio de la ELA.

Por Martín Mazur ·

28 de septiembre de 2014
  Nota publicada en la edición de septiembre de 2014 de El Gráfico

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HAY UN MODO FACIL y un modo difícil de hablar de la esclerosis lateral amiotrófica. El fácil no lo encontrarán en esta nota. Quienes decidan quedarse no se enterarán de quién nominó a quién para el baldazo de agua helada, ni de cómo respondió Beyoncé al desafío de Will Smith o qué dijo Liam Gallagher al aceptar el Ice Bucket Challenge sugerido por el Kun Agüero.

El único baldazo de agua helada de estas líneas será la historia de Stefano Borgonovo, un enfermo de ELA que conmovió al mundo del fútbol.

Delantero potente, Borgonovo llegó al Milan en 1986 (22 años) y se fue cedido: al Como, primero; a la Fiorentina, después. En Florencia formó una dupla mortífera con Roberto Baggio. La llamaban la B2: Roby metió 15 goles; Borgonovo, 14. Sólo los superaron Serena (22), Van Basten y Careca (19). Maradona terminó con 9.

Su regreso al Milan contribuyó a que el equipo de Arrigo Sacchi alzara la Copa de Campeones. Borgonovo marcó contra el Helsinki y metió el gol de la clasificación a la final, de visitante ante el Bayern Munich y en el alargue. Volvió a la Fiore y fue compañero de Batistuta. Más tarde, se hizo entrenador.






EN 2008, Borgonovo anunció que padecía ELA. ¿Qué era eso? El fútbol italiano lo fue averiguando a medida que veía el deterioro de su cuerpo. Los músculos dejaban de responder. Brazos y piernas se transformaban en inservibles. La voz se apagaba. Todo eso pasa mientras la mente se mantiene lúcida.

Junto a su esposa, Borgonovo forjó una fundación que se transformó en ejemplo. Organizó partidos amistosos y consiguió fondos. En Milan-Real Madrid estuvieron todos sus compañeros de entonces, desde Ancelotti a Gullit. Los ojos de Borgonovo ya habían perdido su órbita, pero él aún lograba sonreír. Ronaldinho, el hombre que rio durante toda su carrera, esa noche lloró de tristeza.
Nadie sabe por qué llega la ELA. Sí que estadísticamente, ataca más hombres que mujeres. Así y todo, la sucesión de casos en el calcio fue motivo de investigación judicial. Entre los que jugaron a fines de los 70 y principios de los 80, hubo al menos ocho casos de ELA (y muchos más extraoficiales). Seis de ellos habían estado en el Como. ¿Era algo que les daban a los jugadores? ¿Un tóxico en la pintura en el pasto? ¿Los desechos de una fábrica de químicos cercana? Nadie tuvo la respuesta, pero sí el conteo de víctimas. Albano Canazza (38) murió en 2000; Celestino Meroni, en 2001; Adriano Lombardi (62), en 2007; Maurizio Gabbana (52), en 2009. A ellos se sumaron Gianluca Signorini (42), en 2002, y Lauro Minghelli (41), en 2004. Borgonovo se fue en junio del año pasado. Tenía 49 años y una energía que su cuerpo le impedía mostrar.

Michel Platini le escribió unas líneas para el que habría sido su cumpleaños 50: “Será siempre un ejemplo de lucha para nosotros. El recuerdo de su amor por el fútbol y su extraordinaria fuerza de voluntad continuará viviendo a través del excelente trabajo de su fundación”.

Piergiorgio Corno, también ex jugador del Como, sobrevive. “Gracias a Dios soy uno de los más longevos de esta terrible patología, una enfermedad cruel que roba y destruye todos los instrumentos de una orquesta, hasta que no respiras más. Pero la vida con ELA también puede ser bella, a despecho de quienes digan que no se trata de una vida digna, y quiero darles esperanzas a tantos pacientes que la sufren”, escribió Corno en el diario La Provincia di Como, en 2011.




UNO PUEDE quedarse con la idea vaga de que los baldazos, tan humorísticos algunos, sirven para concientizar sobre una enfermedad que tiene una sigla. ALS, en inglés, ELA, en castellano, o SLA, en italiano. Y no será poco. Si el objetivo fuera difundir una problemática existente, la campaña se viralizó de modo tan efectivo que hizo que buena parte del mundo al menos supiera de su existencia.

Pero con eso de las tres nominaciones, el riesgo es que se transforme en una prolongación de un reality entre famosos. Y el efecto de la concientización se perderá dentro de la banalización del baldazo en las redes sociales.

“Esto no es un juego, sino algo muy serio. Lo que hace falta es donar, como hacen en Estados Unidos”, dijo la viuda de Borgonovo tras recibir el baño helado de sus hijos. Y nominó a todos los representantes del mundo del fútbol, para que donen y aporten a la causa.

Nadie sabe cuánto llevaría, en tiempo y en dinero, lograr una cura. Quizás ni siquiera exista una. El mundo del fútbol tiene una oportunidad única. Que la iniciativa del baldazo pase a ser otra: un apagón de las finanzas durante 24 horas al año. Un día de los sueldos de jugadores y técnicos, de regalías de la FIFA, comisiones de representantes, derechos televisivos y porcentajes de pases millonarios, donados a la fundación de Borgonovo. Nadie morirá por quedarse sin un día de sueldo. Pero sí se muere de ELA.

Uno de los videos más difundidos es el de Anthony Carbajal, a quien hace poco se le diagnosticó la enfermedad, que también sufre su madre: “Casi nadie habla de esto, porque es muy fuerte ver (a un enfermo) y hablar al respecto. Nadie quiere ver a alguien deprimido que está muriendo. No quieren que se les arruine el día”.

Había dos formas de hablar de la ELA. La fácil era quedarse con la cadena de baldazos. La difícil era la del baldazo de realidad. Y para eso, nada mejor que ver el antes y el después de Stefano Borgonovo, acompañado de su amigo inseparable, Roberto Baggio. En 1988 y en 2012. Sin ELA y con ELA. No había una sola foto capaz de contar esta historia. La del futbolista no nos habría dado dimensión real del padecimiento del paciente. Y la del paciente no habría mostrado su imponente porte de deportista. Si llegaron al final de la nota, el desafío es que nominen a tres a leer la historia de Borgonovo. Los baldazos ya probaron su punto. Es hora de ver qué hay más allá, aunque el baldazo de realidad sea durísimo y no haya nada para reír.

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Por Martín Mazur 

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