¡Habla memoria!

La leyenda de Seabiscuit, el caballo que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión

En tiempos de la Gran Depresión, un caballo perezoso y de poca clase se abrió paso entre la mafia, la Ley Seca y el jazz para convertirse en la esperanza de Estados Unidos, un país que logró reconstruirse con sus gestas como símbolo.

Por Redacción EG ·

05 de septiembre de 2014
Imagen SEABISCUIT, LA ESPERANZA. La costa oeste, una de las zonas de Estados Unidos más golpeadas por la crisis sobreviniente al Crac del 29, lo convirtió en un símbolo de ilusión y esperanza durante los años de la Gran Depresión.
SEABISCUIT, LA ESPERANZA. La costa oeste, una de las zonas de Estados Unidos más golpeadas por la crisis sobreviniente al Crac del 29, lo convirtió en un símbolo de ilusión y esperanza durante los años de la Gran Depresión.
Las clases altas de Estados Unidos dejaron todo salvo el turf. Durante la Gran Depresión ya no emprendían largos viajes a Europa, no organizaban ostentosas fiestas multitudinarias y no se acercaban a los políticos que no supieron gestionar el desastre, pero sí se mostraban en cada carrera importante. La platea del hipódromo era un sinónimo de pertenencia; concurrir a los grandes premios era una forma de pertenecer. El turf era, por antonomasia, el deporte de la aristocracia; y cada carrera el tiempo y el espacio en el que había que estar para que el apellido se la familia se siguiera pronunciando sin vergüenza en los banquetes de alta alcurnia. Aquellos años se caracterizaban, también, por la Ley Seca, el crimen organizado dedicado al juego y al tráfico de alcohol, la violencia indisimulada y la explosión del jazz como himno de melancolía y desilusión. En medio de todo ello emergió la figura de Seabiscuit, un caballo purasangre rebelde que comía y dormía más de la cuenta, y que no parecía ser lo suficientemente bueno para las carreras, pero que con el tiempo se convirtió en un símbolo del reflote del sueño americano.

Los primeros años de Seabiscuit fueron poco fructíferos. A pesar de su aspecto débil (era más pequeño que sus competidores) y su poca predisposición al entrenamiento, fue probado como caballo de carreras pero no obtuvo ninguna victoria en sus primeras diez participaciones. Automáticamente fue descartado para la competencia, y su trabajo fue reducido al cuidado de otros equinos o a entrenar caballos, incluso, de menor estirpe que él. Sin embargo, al ser hijo de campeones, su potencial aún era tenido en cuenta en el ambiente.

En el verano de 1936, Charles S. Howard, un empresario de la automotriz Buick aficionado a las carreras, lo compró por 7500 dólares, una inversión riesgosa de acuerdo con los antecedentes del caballo. Howard le asignó como entrenador a Tom Smith, una eminencia, y como jockey al canadiense Red Pollard, que no era demasiado famoso a pesar de haberse granjeado cierto respeto en el oeste americano y en México.

El reestreno de Seabiscuit en las carreras, en Detroit, fue olvidable, pero luego encadenó algunas victorias que lo encumbraron. Si bien aún no era reconocido como un caballo de primera línea, los asiduos seguidores del turf empezaron a ganar empatía con el equino. Su estilo, cansino en los primeros metros y fulminante en el tramo final, atrajo seguidores y sus hazañas empezaron a ser protagonistas del boca en boca. De a poco Seabiscuit se convirtió en la esperanza de los apostadores de poca monta, aquellos que con un par de monedas querían jugarse a una sorpresa para hacer una diferencia considerable.

La consagración de Seabiscuit llegó en 1937. Aquel año ganó once de quince carreras disputadas, y recorrió todo el país a bordo de un vagón de tren. Fue el líder de ganancias de Estados Unidos en la temporada, y capturó definitivamente la atención del público de la costa oeste. Estaba en la radio y en los periódicos. Llenó todos los noticieros y Howard lo convirtió, incluso, en una marca, comercializando una línea de productos que llevaba el nombre del equino.

Su fama en el oeste, especialmente en California, le generó la antipatía del este. En Nueva York el representante del turf por antonomasia era un caballo de tres años llamado War Admiral, que había ganado en 1937 la Triple Corona, el más prestigioso de los laureles, que se obtiene al vencer en el Derby de Kentucky, en el Prekness Stakes de Maryland y en el Belmont Stakes de Nueva York. Los pocos millonarios que quedaban en pie luego del Crac del 29 veían en aquel hijo de campeones un representante con estilo, y despreciaban a Seabiscuit que, poco a poco, empezaba a capturar la atención del sector de la aristocracia que sí había sufrido las consecuencias de la crisis. Los identificada con Seabiscuit la pertenencia clasista de base, y también el destrato posterior que tanto el equino como esa porción de la sociedad habían vivido. Al ser un triunfador inesperado, espoleado por el sacrificio, lo consideraban un símbolo de esperanza.

La dicotomía este-oeste encarnada en la disputa de Seabiscuit con War Admiral fue la antesala de una idea que se cocinó durante gran parte de la temporada de 1938: la de enfrentar a ambos caballos mano a mano. Al principio ambas partes desecharon la iniciativa; Howard porque no estaba seguro de las posibilidades de Seabiscuit, y los dueños de War Admiral porque no querían reducir la estirpe de su caballo a una disputa bilateral. Sin embargo, el lobby y la presión de la prensa lo hicieron posible, y el 1 de noviembre de 1938 ambos se encontraron en la que ha dado en llamarse “La Carrera del Siglo”.

El evento fue uno de los más celebrados de la historia de Estados Unidos. Miles de aficionados, provenientes de todos los rincones del país, colmaron el hipódromo Race Course de Pilmico, en Baltimore, corazón de la costa este. Aquellos que no consiguieron ingresar siguieron la carrera por radio, lo que determinó una audiencia de 40 millones de personas, cifra récord en el periodo de entreguerras. War Admiral era el gran favorito, y las apuestas lo daban superior en proporción de 4-1. Todos los pronosticadores, periodistas y seguidores del turf se inclinaban por el representante del este; el único estado que tenía como candidato a Seabiscuit era California.

War Admiral se caracterizaba por una explosiva salida, por lo que para muchos la diferencia entre los caballos se haría notable desde el primer tramo. En contrapunto, Seabiscuit acostumbraba correr a la velocidad del grupo y, aprovechando su estructura más pequeña y liviana, despegarse en los metros finales, ya lanzado en velocidad. Como Smith conocía las bondades de War Admiral, entrenó a Seabiscuit para correr en contra de su manera convencional. Con una fusta y una campana de partida, le enseñó al caballo a exprimir su velocidad desde el comienzo, y le sugirió a George Woolf, el jockey que reemplazaría al lesionado Pollard, que promediando la carrera le permitiera a su competidor ponerse por delante y le dejara a Seabiscuit mirar a su oponente. Eso lo estimularía a escaparse en velocidad.

Gracias al entrenamiento especial de Smith, Seabiscuit escuchó la campana de largada y se separó inmediatamente de su rival obteniendo una buena ventaja. A mitad de la carrera, War Admiral lo superó por una cabeza, así que Woolf siguió el consejo del entrenador: contuvo a Seabiscuit y le dejó ver a su oponente, y a 200 metros de la meta lo exigió para que se escapase definitivamente. Seabiscuit terminó ganando por cuatro cuerpos, y rompió todos los pronósticos. Por esa victoria fue elegido Caballo del Año, en 1938.

Su popularidad alcanzó la cúspide luego de “La Carrera del Siglo”, y el único reto pendiente era triunfar en Santa Anita. Sin embargo, durante una competición de preparación Seabiscuit sufrió una grave lesión en su pierna izquierda. Nunca se temió por su vida, pero los veterinarios que había contratado Howard, los mejores de Estados Unidos, dijeron que nunca podría volver a correr. Pollard, que se había roto la cadera en un golpe durante una carrera, había caído en el alcoholismo y perdido todo su dinero en apuestas clandestinas, colaboró junto a su esposa en la recuperación de Seabiscuit. Ambos aprendieron juntos a caminar nuevamente y, sorpresivamente, se presentaron en el handicap de La Jolla, en San Diego. Seabiscuit terminó tercero, y en la siguiente carrera, en San Antonio, volvió a ganar, derrotando en los últimos metros a Kayak II, un purasangre argentino que también era propiedad de Howard. El potencial del equino criollo era implacable, y un mito popular sostiene que el empresario automotriz obligó al jockey de Kayak II a que aflojara en el tramo final para posibilitar el éxito de Seabiscuit. Cierto o no, con esa victoria como antecedente el caballo se presentó a su último desafío.

En Santa Anita, que era conocido como “El gran cien” por el millonario premio que repartía, Seabiscuit se presentó ante 70 mil personas que lo vitorearon. California era su tierra fuerte, y la multitud esperaba su triunfo. El comienzo de la carrera no fue bueno, pero en la mitad de la recta Seabiscuit se recuperó, dejó atrás a Kayak II y en los metros finales, del lado de la barandilla, superó a Whichee y a Wedding Calls, consagrándose ante sus fanáticos. Fue la última carrera de Seabiscuit, y también de Pollard, que se dedicó a entrenar equinos en el rancho Ridgewood.

Al momento de su retiro, Seabiscuit era el caballo que más plata había ganado en premios en la historia, además del más famoso y representativo. Aún hoy sigue siendo, para todos los estadounidenses, una referencia directa hacia aquellos años de crisis, olvido y “Hoovervilles”. Una estatua que se erige en el paddock del hipódromo de Santa Anita lo recuerda como un símbolo de esperanza e ilusión durante la desgraciada etapa de la Gran Depresión.

Por Matías Rodríguez