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La primera selfie

Lo vimos y no pudimos resistir la tentación de retratarnos junto a él.

Por Elías Perugino ·

17 de junio de 2014
Por decisión unilateral (debo admitirlo), me convertí en el chófer oficial de El Gráfico en Brasil. Nuestra Fiat Doblo está bien buena: tiene el alma y la silueta de un utilitario, acelera como un potente auto de calle, puede transportar a siete pasajeros sentados y se banca andar con gasolina común o etanol.

Manejarla es un placer, pero rutas como la BR-040 transforman ese placer en un suplicio lindante con lo suicida. En nuestros tres trayectos de casi 500 kilómetros (Río-Belo Horizonte, BH-Río y otro Río-BH) vimos siete accidentes, cinco de ellos con camiones, en su mayoría volcados luego de cruzarse de mano en un tramo de 200 kilómetros donde los pozos parecen piscinas y no existe separación entre carriles.

Con el espíritu de Ayrton Senna en el alma, los camioneros pasan a más de 120 kilómetros por hora sin importantes las curvas con peralte, las pendientes pronunciadas y los precipicios que empiezan a cuarenta centímetros del asiento del acompañante.

Para conducir se necesita apelar a la concentración de un cirujano cardiovascular y contar con el auxilio de un copiloto más avezado que los del Rally Dakar, en este caso Mazur, muchacho en debate permanente con un GPS que demora algunos segundos para dar indicaciones (los suficientes para acabar en el fondo del precipicio).

Es imprescindible no distraer la vista del asfalto ni un microsegundo. Por eso nosotros, los tripulantes de la nave “preta”, no habíamos divisado las laderas de los morros salpicadas por unos tótems de tierra colorada, observación que nos hizo Del Bosco en nuestro viaje iniciático, despatarrado en su cómoda poltrona trasera, saboreando una hamburguesa de la cadena que empieza con M.

Como la curiosidad es el motor del periodismo, paramos para investigar, justo en la rampa de acceso de un restaurante de ruta. Esas moles de un metro o más de altura eran hormigueros. Vulnerando sus principios ecologistas, Del Bosco le aplicó una patada descendente en un lateral que parecía blando, dejando al descubierto decenas de larvas. El resto de la estructura, presumiblemente más antigua, tenía la consistencia del mármol, tal como comprobó Del Bosco al asestarle una patada voladora como las de Pepino en Titanes en el Ring.

En nuestro tercer trayecto, ya con Borinsky acoplado a la delegación, repetimos la experiencia en el mismo hormiguero. Confiados, seguros de que ningún monstruo saldría por las hendijas inferiores y nos devoraría, apoyamos la cámara fotográfica en uno de los asientos de la camioneta y nos sacamos una foto al lado del hormiguero, como si fuera una selfie con Manu Ginóbili o Justin Bieber.

Así de raros somos los periodistas: la primera foto de los cuatro juntos en la cobertura de un Mundial, que siempre sacamos para tener de recuerdo, no fue frente a un estadio, ni dentro de un centro de prensa, ni en la puerta de Cidade do Galo. Fue al lado de un hormiguero.

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