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Un cacho de cultura

Otro material inédito de Eduardo Sacheri, a propósito de la etología y sus alcances futboleros.

Por Redacción EG ·

03 de mayo de 2014
  Nota publicada en la edición de Abril de 2014 de El Gráfico

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Hoy, si me permiten, vamos a ponernos científicos. Así, sin vuelvas. Qué tanto. Hartos de los que nos acusan, a los futboleros, de ser pura reacción impulsiva, puro deseo, pura bajeza emocional, vamos a dedicar la columna de este mes a charlar de etología. Eso. Para envidia de la gilada. Etología, por si aquel señor que está sentado con la espalda contra el paraavalanchas no lo recuerda, es la ciencia que estudia el comportamiento de los animales. Efectivamente, mi amigo. Eso es la etología. Veremos si, a la final, le encontramos la vuelta para conectar la dichosa etología con el deporte. Total, como decía mi abuela, el “No” ya lo tenemos. Y de última, si la conexión entre la etología y el deporte resulta infructuosa, por lo menos nos habremos asomado por un rato al ancho y prestigioso mundo de la ciencia. Que, como diría el enorme Caloi, siempre es bienvenido “un cacho de cultura”.

Según parece, entre las aves de corral existe una conducta instintiva que los investigadores del comportamiento animal –los dichosos etólogos– han denominado “orden de picoteo” o bien, si queremos mantener el concepto en idioma original “pecking order”. Qué tal, se nos dio por la exposición bilingüe.

Diversos científicos han investigado el comportamiento en pollos para interpretar, entender y justipreciar esta conducta de las aves. Un momento, querido lector, deténgase: tal vez usted esté pensando “la de gente que está al divino botón”, al imaginarse a un fulano que, desde atrás de un alambrado, o frente a una computadora, llena planillas con la descripción de lo que hacen los pollos de un gallinero. Sin embargo, lo invito a considerar que probablemente usted (y del mismo modo, probablemente yo) hacemos algo parecido cada vez que nos ensimismamos en un partido de fútbol. También nos pegamos a un alambrado, o a una pantalla televisiva que hace las veces de alambrado, y nos dedicamos al pormenorizado análisis de la conducta futbolística de un grupo de caballeros. Una mirada escéptica, además, puede concluir que es más constructivo estudiar el comportamiento animal de los pollos que el comportamiento, igual de animal, de los matungos que nuestro querido club denomina, con cierta pomposidad, “plantel profesional de fútbol”. Pero no nos vayamos por las ramas ni nos dejemos intimidar por esos cínicos que no entienden que el fútbol es la sal de la vida. Y volvamos al asunto.

Parece ser que los pollos arman una especie de jerarquía, con un pollo bien “capanga” (obvio que no lo llaman así) que picotea cuando se le canta y donde se le canta. Una especie de pollo Alfa (aunque lo de Alfa suene un poco pretensioso tratándose de pollos, pero bueno, digo así para que se entienda) que hace lo que quiere. En la otra punta del asunto, en el otro extremo de la cadena, hay otro pollo que no puede picotear nada, ni nunca, salvo que no haya ningún otro pollo interesado en anticipársele. Propiamente, el último orejón del tarro. Y en el medio, todos los demás pollos. Cada uno, con un lugar estrictamente definido. El segundo pollo puede picotear cuando se le dé la gana salvo que se entrometa el pollo Alfa. El tercer pollo puede hacer lo mismo con excepción de que esté en presencia del primero o el segundo, y así hasta llegar al pobre gilastrún del pollo Omega (atiéndaseme, manga de incautos, que cuando lo denomino “Omega” no estoy hablando de las propiedades alimenticias del aceite, sino acudiendo a la última letra del alfabeto griego. Ahí, para que tengan, qué tanto, un poco más de alta erudición).

Según los científicos, este “orden de picoteo” evita que los pollos gasten energía en pelearse todo el tiempo por un pedazo de lombriz, una miga de pan, esas pavadas por las que discuten los pollos. Seguro que el sistema tiene muy poco de democrático, pero parece que los pollos escogen este mecanismo social para evitar andar a los picotazos todo el tiempo.

Bueno, yo propongo que algún investigador del comportamiento humano profundice en este asunto para explicar la conducta de los grupos de tipos que juegan al fútbol. Y ahora no hablo de jugadores profesionales. No, señor. Nada de eso. Hablo de jugadores amateurs. Esos que forman parte de esos grupos que se reúnen periódicamente a jugar. Puede ser un fútbol cinco los martes a la noche, un fútbol once los sábados a la tarde, una liga paupérrima de las que se juegan en canchas chúcaras, un torneo intercountries de zona norte. Da igual. Lo que importa es el concepto: “grupo de tipos que se juntan a jugar al fulbo”. Ese es el concepto.

Cualquiera que haya transitado esos vínculos viriles sabrá a qué me refiero. No existe una sola vara para juzgar a los miembros de un grupo de jugadores. No, señor. Existen tantas varas como jugadores. En una jerarquía tácita pero inflexible, lo que en algunos es festejado, en otros es inadmisible. Lo que con unos se dispensa con dulzura, en otros se condena sin atenuantes.

Estudio de caso 1. El Coco llega tarde a jugar
Por ejemplo: individualicemos un sujeto A, digamos “el Coco”, siendo el Coco uno de esos tipos que ostentan un lugar de preferencia en el grupo de jugadores. En consecuencia, el Coco podrá hacer, con sus presencias y sus ausencias, lo que se le cante. Nadie le pedirá que confirme su asistencia con anticipación. Nadie se quejará si llega quince minutos después de empezado el partido y pretende ingresar de inmediato, aunque eso signifique desequilibrar las acciones o dejar afuera a uno que llegó dos horas antes del inicio del match. De ningún modo. Coco es inimputable. Viene a ser uno de esos pollos Alfa que picotean como se les canta. Y para completar el ejemplo, imaginen ustedes quién deberá salir para dejar sitio al Coco: adivinaron, el que deberá salir es ese pobre muchacho que no le hace daño a nadie, pero que no representa, en el espíritu de cuerpo del grupo, más que un indeseado cuatro de copas.

Estudio de caso 2. El Mencho hace la del Diego a los ingleses
Pero no solo las cuestiones de puntualidad y presentismo se resuelven según este sistema, al parecer idéntico al de las aves de corral. No, señor. Todos los diferendos se gestionan según idéntico mecanismo. Tomemos el ejemplo de, supongamos, el Mencho. El Mencho juega de defensor y es más bien torpe. Sin embargo, como a cada chancho le llega su San Martín, existe la posibilidad de que un día cualquiera el Mencho avance desde su área con pelota dominada, desparramando rivales, hamacando la cintura si es que todavía la conserva, o el termotanque de carne que ha venido a reemplazarla en caso de que haya aumentado sensiblemente de peso. No importa. A lo que voy es que el Mencho desarrolla una jugada individual digna de ser filmada, conservada y discutida en la Masía del Barcelona, como ejemplo de gambeta vertical hacia el arco contrario. Para culminar el ejemplo, pongamos que el Mencho saca un lindísimo disparo de media distancia, un poco desde afuera del área y estrella el balón en el ángulo del arco, o genera una intervención homérica del guardavalla. La cosa es que no es gol. A eso voy. Bueno: lo más probable es que el pobre Mencho, que pertenece al pelotón de rezagados de este gallinero, reciba una serie de reclamos, imprecaciones y objeciones por parte de sus compañeros (con el Coco a la cabeza, claro). Que “¿Por qué no tocás?”, que “¡¿Quién te creés que sos?!”, que “¿A vos te parece morfártela así?”, que “Levantá la cabeza, caray”, y cosas del estilo. Reitero: no se está juzgando la acción, sino sentenciando a su ejecutor a partir del lugar que se tiene en el grupo. El derecho a equivocarse depende del lugar que uno detente en esa jauría de perros futbolistas.

Estudio de caso 3. Ricardito quiso salir jugando
Lo mismo pasa con los “vociferadores”. Hay tipos que pueden hablar y tipos que deben callar. Y hay tipos a los que se les puede reclamar, y tipos a los que no se les puede decir nada. Supongamos que Ricardito, uno de los nuestros, quiere salir jugando, como último hombre, entre cinco rivales. Supongamos también que Ricardito la pierde y que entre los cinco rivales demoran siete segundos en enfrentar a nuestro arquero desguarnecido y mandarla a guardar. ¿Qué sucede a continuación? Depende, señores míos. No puedo completar la historia sin saber cuál es el lugar de Ricardito en la cadena jerárquica de ese grupo de matungos.

Si Ricardito es de los que viajan en el furgón de cola, los insultos a Ricardito, a sus antepasados y al futuro de su estirpe, se escucharán desde cinco kilómetros a la redonda. Le dirán “morfón”, le dirán “idiota”, le recomendarán que no venga más, hasta alguno se permitirá preguntar en voz alta, retóricamente, “¿Y a este quién lo trajo?”. ¿Y qué hará Ricardito mientras lo sacuden de todos lados? Nada. No dirá esta boca es mía, porque como habitante habitual del fondo del tarro de los orejones, último o anteúltimo perpetuo en ese frasco, sabe que lo único que le queda es callar, que saquen rápido desde el mediocampo, y rezar para que dentro de un rato sea otro el chambón al que el clan decida destripar por su torpeza.

Estudio de caso 4. El que quiso salir jugando fue Matute
Pero cuidado: porque si el que quiso salir del fondo y desató la catástrofe fue Matute, siendo Matute uno de los que cortan el bacalao, un respetuoso silencio se hará a su alrededor. Nadie, léase bien, nadie, se atreverá a recomendarle que deje el fútbol, o que se vaya a la loma del diablo, o que la próxima vez que quiera salir jugando desde el fondo con cinco rivales encima, mejor salga jugando con alguna parte de la anatomía de su señora madre, o de su señora hermana. No, señor. Nada de eso. Como mucho alguno se permitirá negar con la cabeza, filosófico, mirando el piso, mientras piensa todo lo que le diría pero no le dice.

Cuidado, que puede ser todavía peor: puede ser que el susodicho Matute decida ensayar una explicación que JUSTIFIQUE (sí señores, que justifique) la tremenda burrada que acaba de cometer. Y los demás van a escucharlo sin interrumpirlo. Puede que diga que le picò mal y que por eso se atoró, que la cancha esa es una porquería y a ver cuándo se mudan a algún lugar como la gente. O en un alarde de locura temporaria puede hasta echarle la culpa a los compañeros, sí, señor, a los compañeros, porque en este equipo miserable se esconden todos y nadie se muestra y no hay a quién pasársela, a la final. Y NADIE lo hará callar. NADIE.

Las conclusiones del estudio
¿Qué es lo que nos pone en un sitio o en otro? ¿Qué nos vuelve pollos Alfa, pollos segundones o pollos que están para el cachetazo? Me parece que es una combinación de cosas. Sin duda, los tipos que juegan bien al fútbol tienen más chance de liderar el grupo, o de pertenecer al menos, mal que mal, al grupo de los que están a salvo de los picotazos. También los tipos que aportan sacrificio, pero sacrificio en serio, tienen una leve ventaja al respecto. Tampoco asegura nada, pero ayuda. Algo ayuda.

También la antigüedad en el grupo puede ser un elemento para ser tenido en cuenta. El dichoso “derecho de piso”, como quien dice, pero a la inversa. Así como un recién llegado debe mantener cierta compostura, pasar rápido la pelota, agradecer los pases, llegar puntual, ofrecerse a lavar las camisetas, es posible que alguien muy antiguo en el clan pueda sentirse con derecho a la protección del entorno.

Pero no siempre sucede. Hay un ámbito intangible donde se definen estas cosas. Ayuda jugar bien, ayuda ser útil a los compañeros, ayuda ser antiguo en ese clan. Pero también sucede que hay buenos jugadores a los que no se les respeta la habilidad, corajudos a los que no se les valora la entrega, vitalicios a los que no se les reconoce la chapa. Misterios del fútbol, supongo. Misterios de las relaciones humanas de las que el fútbol es apenas una superficial evidencia.

Eso sí, si nuestro hijo viene a contarnos que tiene un lugar, en el grupo de fútbol, demasiado lejano al privilegio: ¿cuál debe ser nuestro consejo? Algún padre aconsejará restarle importancia, porque las cosas importantes de la vida son otras. Otro recomendará acercarse todo lo posible a los caudillos, como un modo de que su carisma actúe por contagio, o al menos como salvaguarda. Y algún otro, tal vez más chapado a la antigua, recomiende hacer como algunos gallos, que en el gallinero no tienen reservada, por nacimiento, ninguna preferencia, pero se lo ganan a pura fuerza de valentía, plumas perdidas, cicatrices y picotazos. Que si para algo sirve el fútbol es para probar un poco lo mejor y lo peor que la vida nos tiene reservado.

Tal vez algún científico critique esta columna, partiendo de la idea de que no pueden compararse las esquemáticas conductas de un grupo de aves de corral que tienen el cerebro del tamaño de un maní, un arco emocional limitadísimo y una gama de movimientos corporales también muy limitado, con el comportamiento de un grupo de seres humanos que juegan al fútbol. ¿Saben qué le podemos contestar a ese científico? “No crea, jefe. Usted, porque no nos vio jugar…”

Por: Eduardo Sacheri