Las Crónicas de El Gráfico

Cenizas de pasión por Perugino

¿Se puede jugar dormido? ¿Es posible hablar, vivir y respirar fútbol? ¿Vale una mentira piadosa para estar en la final de un Mundial? ¿Es imaginable que alguien se desmaye por la emoción de festejar un gol? Todo eso definió a un personaje con el fuego sagrado que hoy tanto escasea.

Por Redacción EG ·

15 de febrero de 2018
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A los periodistas les suele pasar. Cada tanto se sientan a una mesa con gente que conocen poco, o que ven por primera vez, y en medio de la reunión salta un curioso que les pregunta: “¿Y vos a qué famoso le hiciste notas?”. Uno puede palpar cierto desánimo en ese interlocutor ocasional cuando le informa que nunca cruzó palabras con Ricardo Fort, que jamás viajó a Los Angeles para entrevistar a Angelina Jolie en la previa de un estreno o que son remotas las posibilidades de plasmar una producción en la que Annalisa Santi muestre y explique los secretos de sus ocho tatuajes (aunque mal no estaría). Cuando se enteran de que el periodista se dedica al mundo del deporte, imaginan respuestas que uno bien podría darles: Messi, Zidane, Maradona, Platini, Maldini, Ronaldo, Isimbayeva… Nada descabellado: quienes llevamos más de tres décadas en la profesión hemos charlado con ellos o con personajes semejantes, tan de póster para la gente común, tan de carne y hueso para nuestro oficio. Pero el primer nombre que le viene en mente a este cronista casi siempre hace fruncir el ceño del inquisidor: “Francisco Varallo. Fue el personaje con quien más me gustó hablar”. Para comprenderlo deberían haberlo conocido a El Cañoncito[1], que se fue a fines de 2010, con 100 años recién cumplidos y una leyenda futbolera más larga que la Muralla China: último sobreviviente de la final de la primera Copa del Mundo, ídolo de Gimnasia en el amateurismo y máximo goleador de Boca en la era profesional hasta que apareció Palermo.

Aparte de ser un testigo del Big Bang de los mundiales, Panchito era un YouTube viviente. Recordaba jugadas con sus más mínimos detalles como si estuvieran ocurriendo en ese momento. Jugadas, personajes, anécdotas, diálogos y más jugadas. Y las recordaría tal cual –el grabador no miente– en tres charlas separadas por varios años de diferencia, como si su disco rígido permaneciera inalterable pese al paso del tiempo.

Ya jubilado, e incluso luego de haber cerrado el local de lotería con el que subsistió luego del fútbol, Panchito invitaba a charlar en el living de la casa que compró con los 8.000 pesos del pase de Gimnasia a Boca[2], en 1931. Se sentaba en un sillón de un cuerpo, de cara a un ventanal luminoso, cerca del cuadro con el campeón del 31, y se frotaba las manos del placer: “¡Qué lindo que es hablar de fútbol! Me pongo a contar cosas y me siento un pibe de nuevo…”, arrancaba y no paraba. “El fútbol de hoy es más difícil que el mío, no te dejan ni respirar, pero antes pensábamos en hacer goles y ahora meten uno y el técnico enseguida los manda para atrás. Nuestros equipos se formaban con nueve jugadores buenos y dos que acompañaban; ahora es al revés”, comparó en 1998, aunque huela a antes de ayer.

En tiempos de Boca y la Selección, Panchito era una celebridad. Por las tardes se peinaba a la gomina y salía a caminar por el centro de Buenos Aires con su amigo y compañero Roberto Cherro. Cada tanto se les unía Carlos Gardel, y el Zorzal les iba tarareando tangos por la vereda hasta que llegaban a café La Meca, donde veían pasar la vida por la ventana, mientras la vida los veía a ellos. Iban a los teatros y las luces los buscaban para que el público los aplaudiera. “Increíble, pibe. Nosotros sólo sabíamos pegarle a una pelota, ni artistas éramos…”.

Fue veneno de Gimnasia y se hizo veneno de Boca, pero la sangre le hervía por la Selección. Era un sentimiento efervescente, pero también un aguijón doloroso en esa rodilla izquierda que le apuró el retiro en 1939[3] y que jamás le permitió olvidarse de un episodio ocurrido nueve años antes. Porque a Panchito le destrozaron la rodilla en la mitad del Mundial del 30 y no se curó nunca más. “En el partido con Chile, mientras festejaba un gol de Stábile por centro mío, vino Subiabre, el capitán de ellos, y me pegó un patadón terrible de atrás, de caliente nomás. No lo vi venir, me agarró flojo y me rompió todo”.

Esa patada la sintió hasta el último de sus días, lo condenó a ponerse hielo in eternum, a probar de todo para mitigar el dolor[4]. Esa lesión le impidió jugar la semifinal con Estados Unidos y casi lo limpia de la final con Uruguay[5]. Lo probaron la misma mañana del partido, adentro de un gallinero, y aunque le dolía un montón, Panchito se mordió los labios, no dijo nada y jugó igual. “Fue un error. El primer tiempo lo aguanté bien, pero en el segundo no podía correr más, jugamos con uno menos”, se sinceraba, aunque jamás se lo reprochó: “Yo quería estar como fuera, otros estaban atemorizados[6] y arrugaron un poco”, se defendía. Y admitía que nunca más lloró de la rabia como ese día. “Veía a los uruguayos festejar y besarse la camiseta y no lo podía tolerar”, gruñía Panchito, el puño cerrado golpeando la cuerina del sillón negro, los ojos inyectados, la puteada contenida en la punta de la lengua. “Me calmé un poco en 1933, cuando les ganamos un amistos en el Centenario con un gol mío”, bajaba a tierra. “Tenía tanta sed de revancha que me desmayé festejando el gol. Corría como loco y me imaginaba los titulares: ‘Argentina le ganó a Uruguay con un gol de Varallo’. Zito, mi reemplazante en el segundo tiempo, se perdió un gol increíble y yo lo festejé para adentro. Quería que Argentina ganara con un gol mío nada más”, reía Panchito, pícaro como cuando engatusaba defensores con “la renquera del perro”[7].

La última charla fue durante la fiesta del centenario de Boca. Varallo ya andaba por los 95, pero era una ametralladora de máximas futboleras. “El nueve y el diez deben ser un matrimonio”, repetía hasta el cansancio, y por eso compartió con Cherro todo lo que recibió: “Si me regalaban un lechón, yo le daba la mitad a él. Si me llegaban dos trajes, uno era para él”. A los chicos que le preguntaban les decía que él jugaba parecido a Batistuta. Le gustaban esos delanteros que no tenían miedo de patear, de pinchar una nube de un pelotazo. Como él, como Scotta, como Bati, como Palermo. “Cuanto más me gritaban burro, más le pegaba al arco. A veces me puteaban durante 88 minutos, pero la clavaba al final y me iba de la cancha en andas”, reía Panchito, un patada de mula que practicaba con una pelota más pesada para que sus tiros fueran misiles el domingo.

Pancho Varallo era futbolista hasta cuando dormía. De noche soñaba con goles y con jugadas, pateaba a su mujer de zurda y de derecha, rompía veladores a los manotazos festejando sus cañonazos oníricos. Y lo más lindo era que así, entre sueños, la rodilla no le dolía. “No sé por qué será, pero cuando sueño no soy grande como ahora. En los sueños rejuvenezco y soy jugador como cuando era pibe. No sé por qué sera…”. Era por la pasión, Panchito. Por ese fuego sagrado que no se extingue ni hecho cenizas.

Por Elías Perugino (2014)

TEXTOS AL PIE

1- Cuando jugaba en Gimnasia, lo bautizaron El Cañoncito del Bosque. Al pasar a Boca fue El Cañoncito, a secas.Varallo nació el 5 de febrero de 1910 y murió el 30 de agosto de 2010. Jugó en Gimnasia, Boca y la Selección, pero también integró una gira americana que hizo Vélez en 1930.

2- Como jugador de GELP, Varallo cobraba un viático de 35 pesos por partido. En Boca pasó a ganar un sueldo fijo de 800 pesos mensuales: “Me quedaba con 100 y los 700 restantes me los guardaba mi viejo para ir ahorrando”.

3- Durante ese año no entrenó. Se quedaba en la cama toda la semana para que se le desinflamara la rodilla y se levantaba los domingos para jugar. Logró hacerlo en 26 partidos y señaló 10 goles.

4- Panchito no se dejaba tocar por los médicos, sólo le tenía confianza a un masajista japonés de Boca, Kanichi Hanai, quien le hacía tratamientos con calor y lo masajeaba con grasa de caballo.

5- Uruguay ganó 4-2. El primer tiempo terminó 2-1 para Argentina. Se jugó en el estadio Centenario, desde las 14.45 del 22 de julio de 1930, con el arbitraje del belga Jean Langenus.

6- En la previa, el plantel argentino fue hostigado en su concentración de la barra de Santa Lucía (“hacían ruido hasta las 4 de la mañana”) y recibió llamados amenazantes. “A Monti le dijeron que iban a matarlo a él y a las hijas. Stábile, Peucelle y yo no aflojamos la pierna, pero otros jugaron menos de lo que podían”.

7- “Me hacía el rengo para que los defensores me descuidaran un poco. Cuando me daban el pase, salía corriendo como si nada y ya no me podían alcanzar”.