Memoria emotiva

Pandillas en el ring

El gimnasio de George Hernández es uno de los más reputados de Chicago, Estados Unidos. Allí entrena a boxeadores profesionales surgidos de las pandillas. La tarea no es muy sencilla: cada tanto pierde a futuros campeones porque los matan a balazos.

Por Redacción EG ·

02 de enero de 2014

Nota publicada en la edición de diciembre de 2013 de El Gráfico

Imagen NO SOLO entrenan mayores; también niños. Son hijos de los pandilleros que no pueden legarles otro futuro profesional que no sea el boxeo.
NO SOLO entrenan mayores; también niños. Son hijos de los pandilleros que no pueden legarles otro futuro profesional que no sea el boxeo.
George Hernández comienza por desatarse la corbata y los primeros botones de su camisa. Abajo, tiene una musculosa blanca, de algodón, y algunos tatuajes pasados de moda. Y las cadenas, dijes y pulseras que sólo se pone los días como hoy. George está así, de traje, con todo el oro, con un habano por prender, porque viene de una funeraria. El traje lo usa más en funerarias que en eventos. George, vive de funeraria en funeraria.

“No lloré a ese cabrón –dice, mientras se pone ropa deportiva antes de que comience el entrenamiento en el gimnasio de boxeo que dirige en Chicago, la ciudad con más problemas de pandillas de los Estados Unidos–. Un cabrón así, que andaba en el mundo del crimen, no podía andar sin armas, como lo sorprendieron. Por eso no lo lloré”.

George Hernández nació en 1950, en Costa Rica. Cuando tenía 40 días, sus padres se mudaron a Nueva York. A los 8 años, presenció por primera vez un asesinato. Fue en la puerta del vecindario en el que se crió. George corrió y se quedó al lado del cuerpo: quería comprobar si las personas morían igual que en las películas. A los 12, sus padres lo abandonaron y fue enviado a un reformatorio de menores. Ahí adentro, encerrado, creció a los golpes. Salió, y fue un gangster. Su hermano también. Todo el que quisiera vender drogas en su barrio, debía pagarle a su familia. Su hermano asesinó a 16 rivales. También, eran los dueños de la venta de lotería en la zona. George llegó a tener nights clubs. Hasta que se cansó y comenzó a estudiar, y dedicó su vida al boxeo.

“Si tú vienes creciendo en la violencia, y más aquí en Chicago, esto (por el boxeo) es lo mismo que ves en la escuela, en la esquina, pero con reglas. Cuando uno crece en las pandillas, crece peleando, y se le hace fácil subirse al ring. Y más si te pagan por pelear”.

Hoy, George lleva dos cuentas en su carrera como entrenador de este gimnasio de Chicago: tiene 17 boxeadores profesionales y 28 asesinados. Las fotos de todos los muertos están pegadas en una pared, bajo una cruz, al lado de un clavo en el que se cuelgan las sogas y algunas vendas. Son fotos, recortes de diarios que informaron el crimen o tarjetas de invitación a entierros que arman un minisantuario. George recuerda todos los casos: señala al que murió arriba del ring; a los que fallecieron por sobredosis de drogas; a los que cayeron por enfrentamientos entre pandillas; a los que perdieron la vida en la cárcel; a los que estaban donde no tenían que estar.

George los recuerda, y los va señalando y aclara las causas de cada muerte. “Tiro, tiro, droga, tiro, gansgter, tiro, droga; este fue el único que murió por causa natural, tiro, suicidio, tiro, tiro, drogas, tiro, tiro, tiro”.

George está acostumbrado a que sus boxeadores desaparezcan de un día para el otro. Porque mueren, porque los detienen, o porque los hieren de bala. Ya está acostumbrado. George anda prevenido; no le teme a la muerte.

“Son mis pupilos y soy un padre para ellos. Pero yo sé que ellos morirán pronto. Este ‘chamaquito’ –dice por un boxeador que acaba de llamarlo por teléfono– se me está perdiendo. Salió de la cárcel, volvió a entrenar, y ahora está vendiendo drogas de nuevo”.

El gimnasio en el que trabaja George queda en Central Park, Garfield, una de las zonas más conflictivas de Chicago. Solamente del 22 de septiembre al 21 de octubre último, se registraron 41 homicidios.

El mes pasado, Gregory Tatum, un pastor de California, convocó a los pandilleros de la ciudad para hacer una tregua. Chicago, con más de 500 homicidios el año pasado y 300 en lo que va del 2013, se ubica en el epicentro de la violencia pandillera del país. Según datos que maneja la policía de la ciudad, en Chicago se contabilizan más de 600 pandillas a las que se atribuye el 85% de los homicidios en enfrentamientos por dominio territorial o balas perdidas. Pero los pandilleros líderes no se presentaron, y la reunión quedó en la nada. Sólo se acercaron los de la “vieja guardia”. Ellos, reconocieron que actualmente existe una “completa anarquía” entre los pandilleros. “Todos los jefes están en la cárcel y los jóvenes no tienen ninguna estructura, son rebeldes y no honran nada”.

El trabajo de George forma parte de los programas del Estado para alejar a los jóvenes de las pandillas y las drogas. El gimnasio está ubicado en el medio de un parque, que podría ser los bosques de Palermo. Aquí, se practica básquetbol, beisbol y boxeo. Todo es gratuito. El Estado paga el sueldo de los docentes y el mantenimiento de las instalaciones. El mejor pupilo de George, el que tiene más conducta, es el mexicano Alejandro Granados, quien se encuentra como sparring de Adrien Broner, el rival de Marcos “el Chino” Maidana, el próximo 14 de diciembre.

Imagen POSTALES del particular gimnasio de George: marcas de balazos.
POSTALES del particular gimnasio de George: marcas de balazos.
A los que hacen guantes arriba del ring, George no les permite beber agua en el minuto de descanso. Tampoco está permitida la música. Ni hacer bromas durante el entrenamiento. Las paredes del gimnasio casi que no se ven: están tapadas por banderas de Costa Rica, Puerto Rico, México y Estados Unidos. Por cuadros de boxeadores, de artículos periodísticos; por un armario que rebalsa de guantes; por una canilla falseada que no deja de hacer ruido y muchos trofeos y cinturones. Hay, también, cosas raras para un gimnasio de boxeo: un microondas, unos tambores, un fax, un matafuego. Y una caja fuerte: que no se usa para guardar dinero. Allí, el policía que está haciendo manoplas con un
boxeador amateur, deja su arma reglamentaria.

En las paredes laterales hay puertas que dan a seis habitaciones. En cada una hay bolsas, cielo y tierra, pesas, materiales del gimnasio. En una de ellas se está cambiando Ed Brown.

Ed dice, y el fotógrafo traduce, que comenzó en el gimnasio cuando tenía seis años, gracias a George. El lo había visto pescando cerca del gimnasio, y llorando, cuando sus primos lo molían a golpes.

Hoy Ed tiene 22 años. A los 15, recuerda, salió uno de sus primos de la prisión. Era el que más lo había golpeado cuando era niño. Ed estaba esperando ese momento. Quería revancha. De la paliza, lo envió al hospital. Allí se sintió bueno por primera vez. Como amateur fueron más de 300 peleas ganadas y 15 títulos nacionales. El último sábado de diciembre de 2012, llegó el día esperado. Su debut como profesional fue inmejorable. Ed ganó por KO en el primer round. Hizo una combinación que terminó con un gancho abajo, de izquierda, y el rival cayó. Bajó del ring, se duchó, y se abrazó a sus familiares y amigos que habían ido a alentarlo. El festejo estaba preparado. Pero afuera había enemigos. Nadie lo sabía. Salieron a la puerta y desde una camioneta recibieron una ráfaga de disparos. A Ed le dieron tres tiros. Sus primos y amigos también fueron lastimados. Pero él no se acuerda más nada de esa noche. Se recuperó y volvió a pelear dos veces más. Y ganó las dos por KO. Como en la primera.

“El boxeo atrae mucho en nuestro ámbito –me dice el fotógrafo que dice Ed–. Desde que me alejé del mundo de la calle, los pandilleros me invitan a unirme a ellos. Pero yo no quiero”.

-¿Y cómo es decirles que no viviendo en el mismo barrio?
–Me viven provocando para que pelee contra ellos. Lo hacen estando armados. Como gano dinero con el boxeo, y no necesito más de ellos para vivir, les genera envidia y me viven buscando pelea.

Ed sabe que si no fuera por el boxeo su vida sería drogas y vida de gangster. Aunque suene repetitivo; aunque suene a una frase común. Pero la vida en Chicago no es como en el Conurbano. Aunque muchos crean que en el Gran Buenos Aires se viva con miedo.

“He tenido muchas amistades que en el intento de cambiar su vida con el boxeo, terminaron muriendo por los problemas de antes”, concluye Ed. Concluye, porque un viejito, de anteojos, que no habla con nadie como si no manejara el inglés ni el español, termina de ajustarle los guantes y el cabezal.

En el ring lo espera otro gringo, blanco, de espalda fibrosa y un tatuaje en la espalda que dice “respect”. Son rounds de cuatro minutos. George da indicaciones en inglés. Y a los gritos, como si los estuviera insultando.

En un momento, se da vuelta, y me dice:

“Estando en condiciones, nadie puede ganarle. Será campeón del mundo”.

Antes de entregar el texto, envié un mail para preguntar cómo le había ido a Ed en su pelea, del 18 de noviembre. Me dijeron que se había suspendido. Que un día antes había recibido un tiro en el pie.

Imagen GEORGE GONZALEZ, con su infaltable habano, le coloca los guantes a un pupilo. Su gimnasio está enclavado en un parque de Chicago.
GEORGE GONZALEZ, con su infaltable habano, le coloca los guantes a un pupilo. Su gimnasio está enclavado en un parque de Chicago.
Omar Rodríguez me lleva a recorrer un barrio de pandillas. “La mayoría de mis pupilos tienen mejores autos que el mío”, me había dicho George. Omar era uno de ellos. Tenía un auto nuevo, un modelo que no se conoce en la Argentina. Es sábado al mediodía, y después del entrenamiento, decidí regalarle mi musculosa de Lamadrid, el club en el que practico boxeo hace dos años.

Tiene 29 años y desde los 13 llegó a Chicago, desde Puerto Rico. Uno de sus tatuajes ➤ dice “Orgullo boricua”, por su nacionalidad. Hoy, su récord es de 19-1. Pero dice que recién comenzó a entrenarse duro cuando cumplió su segunda condena por tenencia de drogas y atentado de homicidio. Su primera pelea, en la calle, fue en una noche de Halloween. Un grupo de diez “prietos”, como se les dice aquí a los negros, comenzó a arrojarles huevos a él y a su hermano. Por ser blancos. Omar tenía 13 años. Esa, fue la primera pelea, y también, la primera paliza que recibió.

En la escuela lo mismo: era pelear en cada recreo: los latinos contra los “prietos”. Siempre, con bates de béisbol. Al segundo mes de estudio, un mexicano dejó en coma a un negro y todos fueron expulsados. Desde ese día, la escuela fue la calle. Y el aula, la pandilla Spanish cobras. Allí, para ingresar, como el resto de los pandilleros, debió someterse a un minuto de golpes entre tres o cuatro miembros. Luego, se contactó con cárteles mejicanos. A ellos les compraba en cantidad la cocaína que luego revendía al revoleo, en las esquinas. A los 15 años lo detuvieron. Llevaba un arma y drogas.

-¿Y qué pandillas son las más bravas de chicago?
-Las de morenos no quieren tener el barrio caliente para que la policía no los moleste, y puedan vender droga más tranquilos. Hasta Historias verdaderas echan a los ladrones; no están permitidos en sus pandillas. Los barrios de latinos son más violentos. Si tú pasas con la gorra para un costado, sienten que los están invitando a pelear. Omar tiene cinco puntos tatuados cerca del tobillo. Esa imagen lo identifica con otras pandillas que llevan los mismos ideales. Otras, se tatúan seis puntos. Cuando se cruza un pandillero con los cinco puntos con otro con seis puntos, deben pelear. Esto sucede en cualquier país del mundo en el que haya pandillas que representan a cada grupo.

Pasamos por un local de “Hot dogs”. Omar cuenta que antes, cuando era pandillero, pasaban los días en esta zona: “gangeando” o “representando” a la pandilla. Ganaba casi 2 mil quinientos dólares semanales. Llegó a tener tres autos, a alquilar su propio departamento, y algunos problemas: recibió dos tiros y cuando se enteraban de que hacía boxeo y que le gustaban “los puños”, lo provocaban con bates de béisbol. No le importaba. En esa época, dice, quería demostrar que era “el más hijoeputa” del barrio.

El lugar se parece a cualquier barrio de clase media de Capital Federal. Más que nada, a esas cuadras de Saavedra, Floresta, Devoto o Villa Luro, a las que sólo llegan los que viven en la zona. Por aquí no pasan colectivos ni autos; hasta puede escucharse el sonido de los pajaritos. Son viviendas populares, pero que no se parecen en nada a las que el Gobierno construye en el Conurbano. Estos son planes de viviendas del primer mundo. Los únicos que llegan son los compradores. “Los prietos” están en las esquinas, de a grupos, y todos visten igual: musculosa, jean y gorra con la visera plana. En otras esquinas, más cercanas a las avenidas, están los negros más adictos. Se les dice “soldados”. Ellos vigilan que ni la policía ni nadie que les parezca extraño merodee la zona. En esta zona, los negros son los que venden, y los blancos los que compran. Heroína, cocaína, y marihuana. Es fácil reconocerlos. Caminan con miedo, mirando hacia todas las esquinas; demostrando que no son del barrio; que ni de casualidad entrarían a un barrio así si no fuera por las drogas. Hay cámaras en distintas calles. El ciudadano estadounidense comprende que es un barrio caliente por esa señal. Y por algunas pintadas que hacen los pandilleros.

-¿Y cuándo comenzaste a entrenarte profesionalmente?
-A los 19 años iba arriba de mi Chevy de colección y unos “chamacos” me tiraron un ladrillo y me rompieron el vidrio. Frené, preparé mi arma y disparé. No apunté a matarlos. Pero cuando miré por el espejo, venía un patrullero. Quise escapar, pero me pillaron. Pasé seis meses en prisión y otros seis en libertad domiciliaria. Mi mujer, con la plata que había podido quitarme, pagó, entre fianza y abogado, unos 30 mil dólares. En casa seguí vendiendo drogas. Pero para las fiestas caí en la depresión. Veía que todos salían y yo debía quedarme. Comencé a ir a la iglesia y a entrenarme fuerte. Junto a 7 boxeadores fuimos a representar al gimnasio a los Guantes de Oro, el certamen más importante de amateurs de la ciudad. Todos los competidores, de nuestro gimnasio y los demás, éramos pandilleros o ex pandilleros. Gané ese campeonato, en 2005. El resto de la pandilla me decía que no podía cambiar, que debía volver con ellos. Pero no insistieron por mi hermano. El es bien pesado en el grupo y está en prisión.

-¿Por qué a todos les gusta el boxeo?
-Yo te apuesto que más del 80 por ciento viene de una historia mala. O si no, ¿tú para que vas a lastimarte si puedes ser un doctor o puedes tener tu negocio? Hacemos esto porque tenemos la mente dañada. Tenemos coraje en el corazón, y muchas cosas malas. Desde chiquito que peleamos por nuestra vida; estamos acostumbrados a lo negativo. Eso es lo que nos lleva a querer demostrarlo en el ring. ¿Qué mejor lugar para desquitarnos?

Imagen ESTAMPITAS de boxeadores muertos en el gimnasio de Chicago.
ESTAMPITAS de boxeadores muertos en el gimnasio de Chicago.
Pero en el gimnasio de George no todo es violencia entre pandillas. Arriba del ring, haciendo cintura, hay tres hermanos: tienen 6, 7 y 9 años, y vienen seis veces por semana. Son norteamericanos, hijos de mexicanos. El más chico tiene una técnica que promete. De esos que si se los grabara, sería de los videos más vistos en internet.

Su papá también se entrena. Me acerco, le pregunto por qué los trae desde tan niños.

“Es que la educación en Chicago es muy cara, y yo no tengo dinero; ni tendré cuando ellos crezcan. Traerlos a boxeo es lo único que puedo hacer para ayudarlos en una carrera o profesión”.

El, al igual que el otro mexicano que está entrenando, ingresó como ilegal a los Estados Unidos. Desde Tijuana, con un “camello” que les cobró cinco mil dólares para cruzarlos. Su madre también está en el gimnasio. No entrena, pero los observa. Saca un teléfono celular y muestra algunas peleas de sus hijos. Y dice que los tres, cuando regresan de boxeo, se van directamente a la cama.

Si todos los padres fueran como los de esos tres hermanos, en Chicago, habría menos muertes violentas. Y más boxeo. Y más esperanza

Por Nahuel Gallotta / Fotos: Alejandro Lopez