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Atormentame que me gusta

Una mirada aguda sobre nuestro fútbol en la pluma del genial escritor, en exclusiva para El Gráfico.

Por Redacción EG ·

23 de diciembre de 2013
Nota publicada en la edición de diciembre de 2013 de El Gráfico

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Que me estoy poniendo viejo me lo dice el espejo, cada vez que me veo las ojeras, temprano a la mañana. Pero me lo dice también cierta impaciencia, cierta intolerancia que me generan cosas, situaciones, que antes me pasaban desapercibidas. Supongo, también, que la actualidad futbolística de mi club colabora para tornar mis ojos ácidos y cínicos. Para que pierda toda ingenuidad. Para que piense demasiado. Es que el fútbol, como todas las grandes fantasías, exige que uno deje la razón… no digo afuera. Pero al menos que la controle, que la mida, que la domestique. Que la obligue a ubicarse en un sitio cauto y secundario. Y estos días no puedo. Me cansan ciertas cosas. Me fastidian demasiado rápido. Y convierten mi rutina de ir a la cancha en algo que dista mucho del placer, se los aseguro.

Lo que dicten los astros
Empecemos por el principio. El día del partido. Pero no me refiero a cómo amanezca el día, a cómo se levanta uno, a las cábalas y los preparativos. No, señores míos. Me refiero a las infinitas idas y vueltas que se producen antes, simplemente para fijar, digo bien, para fijar el día del partido. En una mescolanza en la que intervienen la AFA, los organismos de seguridad, los ministerios del Poder Ejecutivo, los jefes policiales designados para los operativos, la Agencia Espacial de los Estados Unidos para la detección de objetos voladores no identificados y la Asociación Tailandesa de Lucha Grecorromana, el partido pasa del domingo al sábado, del sábado al lunes, del lunes al viernes y del viernes otra vez al sábado. Pero a la madrugada o a medianoche, eso todavía no es seguro, y no se sabrá hasta que los sacerdotes del templo de Saturno escudriñen las vísceras de algún animal sacrificial y tomen la decisión definitiva. Mientras todo esto sucede el hincha, claro, tiene una vida. Por fuera del fútbol, digo. Y en esa vida hay eventos sociales como cumpleaños, bautismos, casamientos, asados con amigos, cuando no, sencillamente, un empleo. Y uno baraja esos compromisos para un lado, y para el otro, con el vértigo de desastre inminente de un malabarista de semáforo. Que el cumple del nene lo pasamos del sábado al domingo así puede venir tu tía la de Garín. Que avisale a tu hermana que no puedo ir al bautismo del nene más chico, que vas a tener que llamar al laburo para decir que me duele el pecho y temo por mi vida. Finalmente, y después de consultar el horóscopo del diario –en el apartado “vida sentimental”– la usina de pensamiento y estrategia conformada por AFA, FIFA, Aprevide, Coprosede y Amoxicilina 500 designa, con unas 36 horas de anticipación, la fecha y hora del partido. Y vos te querés matar, por supuesto. Pero en lugar de matarte, empezás con la última tanda de malabares. Decile a tu hermana que lo del bautismo sí. Lo de llamar al laburo y avisar del preinfarto lo dejamos para la fecha 14. Invitala a tu tía para el cumple del nene que, eso sí, nos quedó para la medianoche del domingo, pero bueno, qué querés, todo no se puede.

Solucionado el primer problema (y generados, en esa solución, otros diez problemas, como que nuestra mujer nos retire el saludo por espacio de cinco semanas, o que la tía de Garín no consiga remise para volverse a su casa a las 3 de la mañana del lunes, vieja complicada), vamos finalmente a la cancha.

Trapitos al sol
Y vas, nomás, pongamos que en auto. Cuando te acerques, deberás decidir, ni más ni menos, dónde dejarlo. Cerca de la cancha, los trapitos te cobran como si fueran a realizarle, en tu ausencia, alineación y balanceo. Te alejás cinco, siete, doce cuadras. En algún momento, dejás de ver trapitos. Bien. Estacionás porque no hay moros en la costa. Y cuando, aliviado, bajás y cerrás la puerta, aparece uno, emergiendo poco menos que desde debajo de una baldosa, que acaba de diplomarse de trapito, para preguntarte “¿Se lo cuido?”. Momento de tensión. Vos sabés que, apenas des vuelta la esquina, volverá a meterse en su casa o se irá a comprar una cerveza. Sabés que, además, dejaste el auto a quince cuadras y al final vas a terminar pagando por nada. ¿Qué deberíamos hacer? Sencillo: plantarnos, manos en los bolsillos, ojos entrecerrados a lo Clint Eastwood, y la frase “Dejá. Dejá que el auto se cuide solo”. ¿Seremos capaces? Por supuesto que no. Salvo que tu auto te importe menos que la Liga de Ucrania (dicho esto con todo respeto por las ex repúblicas socialistas soviéticas) no vas a atreverte a semejante osadía, excepto que quieras, a tu regreso, encontrarte el capot, las puertas y el techo autografiados por el susodicho con un vidrio filoso, o adornado con diversas escenas de pintura rupestre. No, señor. Vas a pagar. Y a caminar las quince cuadras rogando que sea temprano. Porque ahora viene el siguiente capítulo de la serie “Nací para sufrir”.


Tranquilo, la infantería te cuida
Como dejaste el auto lejísimo, demorás bastante en acercarte a la cancha. Ya se está juntando gente y te topás con que la policía te armó un retén a cinco cuadras del estadio, otro a tres, otro a una y el último en la puerta. Y cada vez, los muchachos de la Guardia de Infantería –con esa cordialidad que les sale por todos los poros y emana del lustre de sus bastones– te solicitarán amablemente que te detengas, que te comprimas con otros doscientos infortunados y que desees por varios minutos ser mujer o niño de brazos, porque son los únicos que pueden pasar por el costado del ingenioso “dispositivo-cerrojo” de los uniformados. Mientras esperás, con las manos en los bolsillos para salvaguardarte de los pungas, das rienda suelta a tu cinismo pensando que la barra brava, cuando llegue, no va a someterse a demoras ni circunloquios como los que vos estás padeciendo. No, señor. Nada de eso. Ellos avanzarán, con paso de murga, y la Infantería se pondrá a un costado para admirar mejor su colorida fiesta popular. Este sería el momento de pedir permiso, permiso, reculando, y volverte a tu casa. Pero no lo vas a hacer. Igual te la bancás. Te reís de algún chiste ingenioso que, al amparo del amontonamiento, algún pícaro se permite gritarles a los policías. Modestísima venganza, pero venganza al fin. Y de ahí al siguiente retén.

En alguna de esas contenciones empiezan los cacheos, que están sometidos al mismo misterio oracular que rige la designación de los días para el partido. Puede ser que te hagan sacar las llaves, los documentos, el buzo que llevás atado a la cintura y la dentadura postiza. O puede que el guardián del orden se limite a mirarte con expresión de “¿Sabés qué, pelado? Me parece que con vos no corremos riesgo” y te deje pasar como venís. O que te toque un cacheo de una especie y uno de otra, para que no te aburras.

Al fondo a la derecha, el abismo
Advierta, estimado lector, queridísima lectora, que todavía no hemos arribado a nuestro destino final de la tribuna. No. Aún no. Es posible que, si tenemos un viaje largo, necesitemos hacer una escala técnica en los sanitarios. Ah, maravilla. En este caso, la visita nos depara tantas sorpresas como distintos escenarios guarda nuestro queridísimo estadio. Digamos, como principal apotegma, que la calidad arquitectónica del sanitario es directamente proporcional al precio de la entrada. En los baños del sector de palcos hay hasta espejos. Sí, señores míos, espejos. Que me ha tocado verlo, un par de veces, con estos ojos, y puedo jurarlo por la salud de mis descendientes. En las plateas más caras, si no espejos, abundan al menos los inodoros y los mingitorios. ¡Y canillas que funcionan! En las plateas menos onerosas, instalaciones parecidas, pero con faltantes. Ejemplo: hay un par de mingitorios inundados que hacen las veces de pequeñas cascadas feng shui, y la grifería de las bachas presenta algún faltante.

Pero descendamos al último escalón del poder adquisitivo futbolero: la popular, al fin y al cabo, y sus servicios sanitarios. Oh, escenario del horror. Los mingitorios han desaparecido. En su lugar, una pared a la cual habremos de aproximarnos y, codo con codo, hermanados con nuestros compañeros de divisa, unir nuestras aguas menores para que fluyan, mancomunadas, hacia una canaleta. Pero cuidado: misterio de la capilaridad de los líquidos: uno supondría que las aguas deberían moverse hacia algún desagüe que las conduzca hacia un destino, si no mejor, al menos distante. Pero no. Ahí se quedan. Ahí se hermanan y aumentan su caudal hasta el previsible desborde. Como los lavatorios también desbordan, todo el recinto está cubierto con una película líquida de un centímetro de altura, en la que chapoteamos de ida y de vuelta, preguntándonos qué porcentaje del líquido vendrá de los lavatorios y cuál de la canaleta. Pregunta callada y ociosa, pero que no podremos esquivar mientras escuchamos el clap, clap, de nuestros pasos. Claro que también tenemos la chance de evitar el promiscuo paredón e intentar refugiarnos en los retretes. Ventaja: evitamos que nuestros vecinos de infortunio estén pegoteados a nuestros costados, porque al menos una pared separará nuestras intimidades. Desventaja: no hay inodoros, sino insondables letrinas, y las sorpresas con las que podamos toparnos allí exceden nuestras más atroces conjeturas.

Y ahí, el césped
Pero bueno, queridos amigos, ya casi estamos llegando. Y además, papi, no te quejes que el fútbol es la fiesta popular y a eso hemos venido. Y acá me detengo, porque esta es una de las trampas que el fútbol te tiende, que la cancha te prepara, y te hace caer siempre como un chorlito. Después de todos los infortunios que venís arrastrando, subís dos, tres escalones, girás detrás de una pared, y de repente ves el pasto de la cancha. Es como una foto mal sacada, porque no lo ves entero. Ves un manchón, un rectángulo mal centrado, porque te tapan las paredes, el piso, una parte de las tribunas. Pero es el pasto. Es posible que, de cerca, sea un pisadero miserable. Que tenga cráteres del tamaño de trincheras de la Guerra del 14. Pero desde ahí arriba es precioso. Es igual, siempre igual, a la primera vez que lo viste. Verde y brillante. Refulgente por el sol o por las luces blancas de los focos. Más verde todavía con la línea de cal recién repasada.

Y como un idiota, o como una pavota, según el género de quien llegue, uno se quedará un segundo pasmado, ahí detenido en su maravilla, como hizo la primera vez.

Pero cuidado, señores míos. Que esta columna no busca que reincidamos en la inocencia, sino que advirtamos nuestra candidez. Así que basta de romanticismo. Avance nomás, tribuna adentro, porque ahí parado como un tonto maravillado no hace más que tapar el acceso y molesta. Y el romanticismo no conduce a nada. Sépalo. O sí, conduce. A que usted, vuelta a vuelta, regrese a sufrir.

Lamentablemente, o no, voy a tener que cortar acá. Un poco porque este ensayo se me está haciendo más largo de lo que tenía calculado, y tampoco es cuestión de llenar toda la revista con mis improperios. Que la gente de El Gráfico me tiene paciencia, pero todo tiene un límite. Y además, esta enumeración de barbaridades me ha llevado la presión a 20-16 (siendo 20 la mínima, obsérvese lo mal que quedé). De manera que ahí quedamos, listos para sentarnos donde se quiera, o para quedarnos de pie donde se pueda, a la espera del comienzo del dichoso partido. Yo me quedo acá escribiendo lo que sigue, para el mes que viene. Usted, mientras tanto, si tiene el estómago fuerte y una billetera bien provista, pídase un café.

Por Eduardo Sacheri