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Mauro Zárate: volver a empezar

El año de tortura en la Lazio ya quedó atrás. Es tiempo de recuperar la alegría de jugar y reinventarse. Es hora de sentirse integrante pleno de un grupo y dejarse acariciar por las reacciones espasmódicas de la tribuna. Como quien retrocede para tomar impulso, el menor de la dinastía está listo para hacer ruido una vez más.

Por Redacción EG ·

08 de septiembre de 2013
   Nota publicada en la edición de septiembre de 2013 de El Gráfico

Imagen A LOS 26, Mauro Zárate volvió a Velez, convencido de que está a tiempo de relanzar su carrera. Y razón no le falta.
A LOS 26, Mauro Zárate volvió a Velez, convencido de que está a tiempo de relanzar su carrera. Y razón no le falta.
Preso en un campo verde y amplio, sin paredones a la vista ni guardias que le impidieran salir. Pero sin nadie con quien ir a jugar, aunque sea un ratito.

Mauro Zárate se pone serio cuando repasa, detalle a detalle, el último año de su vida deportiva. Las escenas de sus recuerdos casi siempre transcurren en Formello, el centro de entrenamientos de la Lazio, ese que conoce tanto como la Villa Olímpica de Vélez, a la que acaba de regresar y desde donde dispara las imágenes mentales. “Quería volver a sentirme futbolista, sentirme importante. No quiero pasar otra vez por lo que pasé”. Lo dice sin ponerse solemne, con la naturalidad de quien se liberó de un peso que lo oprimía. Y dispuesto a relanzar su carrera desde el mismo sitio en que la empezó. Como un cantante consagrado que elige, después de una operación de garganta, volver a los bares donde se hizo famoso.

ABRAZO DE OSO
La historia del menor de una dinastía familiar futbolera como pocas y la Lazio empezó a escribirse cinco años atrás. En agosto de 2008, después de cuatro meses en el exótico fútbol de Qatar y otros seis en el Birmingham inglés, llegó a préstamo al club romano. Y fue amor en un flash: en el primer año, la Lazio ganaba la Copa Italia, un oasis en un desierto de frustraciones en cadena. Mauro, la estrella emergente, era tapa de diarios que le convidaban elogios desmedidos: “Era todo rosa”, certifica. Era, también, el prólogo de lo malo por venir.

El relato se posa en torno a la figura de Claudio Lotito, el empresario dueño y presidente de la sociedad que controla el club. Hay que situarse en el verano italiano de 2009: con el calor de la copa ganada, la Lazio decide pagar los 20 millones de euros que valía la ficha de Mauro. Aclaración: en ningún pasaje de la charla saldrá de su boca el apellido Lotito, como si la rima con maldito le impidiera nombrarlo. Lo llamará “él”, simplemente. “Todo arrancó mal. Yo sabía que el club no iba a poder pagarme cuando se decidieron a comprar mi pase. Pero él lo quiso hacer igual porque nos había ido bien. Dudé mucho y al final acepté. Pasó el tiempo y se dio lo que pensaba: él no podía sostenerme y me dieron a préstamo al Inter. Cuando volví quiso venderme a Rusia, yo no lo acepté y la relación se fue desgastando hasta que en diciembre pasado quiso venderme a Ucrania; yo arreglé mi contrato, pero, a último momento, él pretendió más dinero, y la operación se cayó. Fue el punto final, desde entonces ni siquiera me dejaron entrenar con mis compañeros”. Lo suelta de un tirón, casi en plan descarga rápida.

Tiene más, ahora sí con la mira fija en el señor todopoderoso de la Lazio. “Es una persona totalmente desagradable. Si se lo preguntás a un jugador actual de la Lazio, no te lo va a poder decir así, pero como mínimo lo definirá como particular. Hay 20 jugadores a los que ya les hizo lo mismo que a mí. Este último tiempo ya ni nos hablábamos. Yo esperaba que se diera cuenta de que estaba actuando mal, pero no pasó, ni va a pasar. Tampoco pretendía que mis compañeros saltaran por mí, porque es difícil declarar en contra del que te paga. El gremio no movió un dedo por mí, por eso valoro lo que hace Agremiados acá, es de lo mejor que tenemos en el fútbol argentino. Allá ni se meten a defender al jugador”, compara.

Entonces, lo que había sido amor era odio, a la altura de un culebrón de la tarde, esos en los que las formas siempre se exageran. Como el destrato que sufrió en la última temporada, cuando la relación ya no tenía retorno. Fue cuando Formello le empezó a parecer una cárcel al aire libre. “Los primeros seis meses me entrenaba con el plantel, pero sabía que no tenía chances de jugar. Pero después ni eso, me cortaron todo contacto con mis compañeros. Y si hacían doble turno a mí me hacían ir a las 12, así no me cruzaba con nadie. Los entrenamientos los planificaba yo, hacía lo que podía con un profe que me habían puesto. No podía ni practicar definición, ¡si era yo solo! A veces colgaba una pechera en el arco para apuntarle a los palos y pateaba… No tenía ni vestuario para cambiarme”.

Atrás quedó ahora, también, el incidente que le costó diez mil euros, pero, sobre todo, una fuerte condena social: la tarde de marzo de 2010 en la que lo fotografiaron haciendo el saludo nazi en la tribuna, como si fuese uno de los miles de hinchas radicalizados del club. “Un día vinieron los capos de la hinchada y me invitaron a ir a la Curva Norte a ver un partido con ellos porque yo estaba suspendido, y me pareció divertido. Ahí pasó que me sacaron la foto con ese gesto desubicado, pero después expliqué que no sabía el significado y se entendió”, le quita dramatismo. Vivencias de las que aprendió, como las que le marcan las distancias entre ambientes tan diferentes: “Todo el tiempo que pasé en Europa me sirvió para aprender; lo primero es saber que un vestuario de allá es muy diferente al de acá. Acá se comparte desde el idioma hasta los valores. Allá el jugador está muy pendiente por ver quién cobra más. El primer año fue todo lindo, pero el secretario deportivo del club (Igli Tare) después divulgó por toda Italia cuánto ganaba yo y la cosa se empezó a complicar. Cualquier cosa que hacía, para bien o mal, se exageraba muchísimo”.

Imagen UN JUGADOR itinerante: vivió en Doha, Birmingham, Roma y Milán.
UN JUGADOR itinerante: vivió en Doha, Birmingham, Roma y Milán.
LA PAGINA EN BLANCO
El juicio que Mauro le inició a la Lazio mediante la FIFA es el vaso comunicante con su nueva realidad. Porque aquí y ahora empieza otro capítulo. Tuvo que esperar hasta la tercera fecha del torneo para volver a jugar en Vélez, ocho años más tarde de su debut en Primera con esa camiseta. Y aunque el pequeño desgarro que sufrió esa tarde ante All Boys en Floresta puede parecer una cachetada, el chico ya no tan chico (cumplió 26 años el 18 de marzo) recuperó las sensaciones de un partido, nueve meses después de su última vez.

“Yo los busqué y ellos me buscaron también. Al principio quería ir a un equipo de mitad de tabla de Europa porque sabía que después de la inactividad me iba a costar y si iba a un grande, tendría menos posibilidades de jugar. Tenía ofertas, pero de equipos más chicos. Entonces mi hermano Sergio me dijo que en Vélez iba a poder volver a entrenarme bien, que podría jugar, lo pensé y me convencí. Sé que puede ser un trampolín para volver a Europa también”, explica, sin hacer demagogia. Su contrato es por un año con opción a extenderlo uno más.

Su camino de regreso al club, con Callejeros sonando en el estéreo de su auto, le hizo sentir olores conocidos: Mauro sabe bien dónde cayó. “Veía mucho a Vélez por televisión, y siempre maneja la misma idea: ir por abajo, atacar, ser siempre protagonista. Me fui muy joven, pero sé dónde estoy”, se planta.

-Llegás a un fútbol donde se juega cada vez peor.
-Sí, noto que el juego es difícil: cada vez hay más choques, más pelotazos, pero eso al que juega lindo lo favorece, marca más la diferencia (se ríe). Sé que tendré que readaptarme. Era muy chico cuando me fui, participé de un título desde el banco porque los delanteros eran Lucas Castromán y mi hermano Roly, así que me quedó la espina de no ser más protagonista, más allá de que pude ser goleador de un torneo después, compartido con Palacio.

-¿Qué tipo de jugador sos ahora?
-Hubo un cambio grande en mí. Cuando me fui, era un jugador que buscaba siempre la gambeta y utilizar la velocidad, que quería bajar hasta mitad de cancha, tomar la pelota y pasar a cinco hasta llegar al arco, que a veces por eso llegaba sin fuerza a la definición. Ahora sé cómo moverme, dónde gambetear y dónde no, cuándo hacer la diagonal. Juego más para el gol, que es lo que me pide Gareca, y me gusta. En algún momento me hicieron jugar como externo, en la Lazio y el Inter, y eso me mataba.

El cordón umbilical de los Zárate con el club arrancó con Sergio, Ariel y Rolando, sus hermanos mayores. “Y seguirá con mis sobrinos”, agrega. Tanto conocimiento mutuo le dio la experiencia de saber que también se enfrentará a la fama bien ganada de la platea de Vélez, un espacio reservado para hinchas exigentes, a veces excesivamente críticos. “Pero esta no es la única difícil”, matiza el que volvió a ponerse la camiseta número 9. “Esas críticas se aceptan, lo que no puede tomarse como parte del folclore son las agresiones, que te escupan en un córner. Es cualquiera, pero así están las cosas”, le quita dramatismo.

Será que esos gritos son los que quería recuperar. Los que lo harán volver a sentirse futbolista, la proclama que repite cada tres párrafos. Gritos de aliento, de reclamo, también de ofensa. De gol. Gritos que aturden menos que el silencio de un campo verde y amplio. Lo más parecido a una cárcel a la que no quiere volver.

Por Andrés Eliceche. Fotos: Emiliano Lasalvia