Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: La nuestra la hacen ellos

Cambiaron los tiempos, se invirtieron los perfiles. Antes, los europeos eran esfuerzo y esquematización. Tanto admiraban nuestra técnica, que se propusieron emularla. Hoy nos dan cátedra desde Alemania, España o Inglaterra. ¿Nosotros? Dormimos en los laureles y roncamos de aburrimiento.

Por Elías Perugino ·

09 de junio de 2013
  Nota publicada en la edición de junio de 2013 de El Gráfico

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Cuando éramos chicos los que hoy somos grandes, no se hablaba del fútbol que le gusta a la gente. Eso estaba claro, no eran necesarias las disquisiciones cientificistas ni las explicaciones barrocas para describir la sencillez elemental del juego. El fútbol se definía por sí mismo. Se explicaba por la prepotencia de su propia naturaleza. Jugar al fútbol era exponer el arte del engaño legitimado, el imperio del pase y el control, la contundencia devastadora de la gambeta imprevista, el flechazo letal del gol.

Cuando éramos chicos los que hoy somos grandes, la jactancia máxima del hincha era la calidad del crack que usaba la diez del equipo, por entonces encumbrado como emblema, como símbolo de un estilo. No se polemizaba sobre nimiedades. Se discutía si Zanabria era mejor que Poy[1], si los tiros libres de Alonso eran más venenosos que los de Brindisi, si alguien podía opacar al maestro Bochini en el oficio de dar asistencias, si la cintura de Houseman se quebraba más fácil que la de Rojitas, si los chumbazos de Scotta eran tan cañonazos como los de Bernabé.

Cuando éramos chicos los que hoy somos grandes, el orden de los factores no estaba subvertido: los jugadores eran más importantes que los técnicos; el hincha gozaba de los éxitos propios y no deseaba ni auguraba la desgracia ajena[2]; la táctica era un complemento de la técnica; la técnica era la sustancia para sostener cualquier estrategia. La cancha era un disfrute, un compendio de folclore sutil y pintoresco, un espacio de energía compartida entre padres e hijos, un disparador de sentimientos en un horario lógico y en un marco seguro, un escenario donde el único negocio posible era aumentar la pasión.

Cuando éramos chicos los que hoy somos grandes, el fútbol que le gusta a la gente –con sus condimentos endógenos y exógenos– se parecía demasiado a la fiesta que hoy nos muestra la tele desde Europa. Un fútbol fresco, técnico y veloz, sin especulaciones ni trampas. Un fútbol desprovisto de mala leche y conventillo, respetuoso de las reglamentaciones escritas y de los espíritus tácitos, presentado en escenarios impecables, pensados para el confort y el goce del público. Un fútbol inspirado en la frondosa riqueza conceptual sudamericana. Un fútbol que imantó a las principales figuras internacionales por mandato natural de su poderío económico, pero que, también, se preocupó por construir esa identidad en sus propias factorías[3], sembrando valores lúdicos y de comportamiento en los juveniles de las inferiores. Un fútbol que, sabiamente, protegió y potenció a sus maestros.

Ellos, en esa Europa cada vez más distante en filosofía futbolera que en kilómetros, construyeron el fútbol que hoy miran e idolatran nuestros pibes. El fútbol que consumen por la tele mientras el nuestro se encarga de adosar escollo tras escollo para espantarlos. El fútbol que los impulsa a comprar miles de camisetas y objetos de merchandising de equipos extranjeros. El fútbol que intentan recrear, como mágicos titiriteros digitales, cada vez que empuñan el joystick de la Play.

¿Cuándo fue? ¿Cuándo fue que arrancó la degradación que nos corroe? ¿Hay un punto exacto, un exabrupto fundacional, un maldito día y una maldita hora?

La foto de nuestra realidad parece encargada por un enemigo. Los ingredientes de la putrefacción se entremezclan en un pastiche que nos salpica y nos incluye a todos. Porque nadie está exento de culpas en este fútbol argentino. Los clubes cobran cada vez más[4] y, sin embargo, deben cada vez más. Se desdeña el trabajo de base y los futbolistas llegan a Primera con notorias carencias de fundamentos técnicos. Aquellos chicos que superan el nivel medio, emigran de inmediato, los hinchas no los disfrutan y ellos tampoco aportan su cuota para mejorar la competencia interna. Ni siquiera sobrevivió el proyecto de juveniles de Pekerman, que al menos inyectaba docencia en el exclusivo estrato de los seleccionados.

¿Los técnicos? Salvo esporádicas excepciones, basan su trabajo en estrategias que les permitan salvar el pellejo a corto plazo: no se generan ni se siguen proyectos, cunde la cultura del como sea; vale el puntito de morondanga que asegura un mes más de sueldo en una vida sin horizonte; lloran por los arbitrajes, los horarios, los viajes, la triple competencia, las alturas o el llano; se dejan desmantelar planteles en medio de la competencia, despotrican y delatan a los fubolistas en público… ¿Los jugadores? Salvo invalorables excepciones, ni entienden ni quieren entender el juego, saben más de pines y de Candy Crush[5] que de qué cornos es un control orientado; no enarbolan el sentido de pertenencia a un club; piensan más en el pase que es sinónimo de transferencia que en el pase que asiste a un compañero; suben al Twitter las internas de vestuario y después se alteran cuando esos 140 caracteres les dan de comer a la porción del periodismo que gusta de amplificar los conflictos, que está en el fútbol dándole la espalda a lo que ocurre en la cancha, casi como una metáfora de lo que sucede con los barras…

Cuando éramos chicos los que hoy somos grandes, al fútbol que le gusta a la gente le decían “la nuestra”. Después –cuando logramos el absurdo de dividir a la sociedad futbolera entre menottismo y bilardismo, en vez de tamizar los matices positivos de cada corriente–, desde una vereda se quiso asociar a “la nuestra” con la vagancia y el desinterés por la preparación atlética, con la ignorancia premeditada de las condiciones del adversario. Pero “la nuestra” era la que no hacían ellos, los toscos y esquematizados europeos. Era el fútbol que asociaba movimientos colectivos con capacidad técnica, inteligencia táctica con picardía de potrero. Bases indudables de la escuela sudamericana.

Hoy, “la nuestra” la hacen ellos, los que eran toscos y esquematizados hasta que se propusieron aprender y mejorar, crear escuelas y sostener proyectos, captar a los talentos del extranjero y modelar los propios, honrar al juego y al espectador. Hoy, “la nuestra” pasa por las urgencias y el como sea, el talco y el bidón, las balas para todos[6] y las Hinchadas Unidas Argentinas, el cueste lo que cueste y “el premio Fair Play que se lo lleve Ecuador”[7], el técnico que es un falso y el jugador que es un cagón, los dirigentes conniventes y los árbitros bajo sospecha.

Para no naufragar en el tsunami hay que aferrarse bien fuerte a las poquísimas tablas de salvación: la Selección que diagrama Sabella, la dignidad reivindicatoria del Newell’s de Martino, las brasas todavía ardientes del mejor Vélez de Gareca, ese brote que se vislumbra en el Lanús de Guillermo… Pero después hay que remar y remar. Hay que volver al punto de partida. Al alma del fútbol que se disfrutaba cuando éramos chicos los que hoy somos grandes. Es eso o la nada. Eso o cadena perpetua a mirar y envidiar por televisión.

Por Elías Perugino

TEXTOS AL PIE

1- Al inicio de los 70, la zurda de Marito Zanabria (foto) enorgullecía a Newell’s y Aldo Pedro, el hombre de la palomita inmortal, era la bandera de Central. Alto duelo de la escuela rosarina.

2- Cada vez es más frecuente la aparición de afiches para burlarse de los infortunios del clásico rival. Y hasta se exige la derrota del equipo propio para perjudicar a ese adversario.

3- Barcelona, Ajax y Arsenal son los tres primeros ejemplos que se vienen a la cabeza a la hora de señalar escuelas exitosas y bien definidas.

4- Los clubes del fútbol argentino reciben 825 millones de pesos al año por la televisación. Y pretenden recibir 1000 millones para la temporada siguiente.

5- Es un jueguito adictivo. Un puzzle de caramelos que, según las estadísticas, es jugado por 25 millones de personas que utilizan la red Facebook.

6- Esa pintada –“balas para todos”– se utilizó para intimidar a varios planteles del fútbol argentino que peleaban por mantener la categoría.

7- Frase poco feliz de Humberto Grondona, técnico de las selecciones Sub 17 y Sub 20: “A mí dejame ir al Mundial y que el premio Fair Play se lo den a Ecuador”. El Fair Play es un pilar de la etapa formativa del jugador.