Las Crónicas de El Gráfico

Más que mil palabras (sobre la final de la Copa Sudamericana): el vacío

La imagen de desolación del vestuario de Tigre, tras la batalla subterránea en el Morumbí. Un texto de Martín Mazur.

Por Martín Mazur ·

22 de enero de 2013
 Nota publicada en la edición de enero de 2013 de El Gráfico

Imagen
LA NADA. LA NADA misma. El valor testimonial de esta imagen no está ni en la caja ni en la botella medio llena apoyada en el piso. Los protagonistas tampoco son los tubos fluorescentes ni los casilleros abiertos. Los verdaderos protagonistas están ausentes. Son todos sujetos tácitos.

Este es el vestuario de Tigre. O lo que quedó de él, luego del escandaloso partido contra el San Pablo. La foto es sobre la nada, sobre el espacio vacío que dejó la final de la Copa Sudamericana, abortada imprevistamente en el entretiempo tras un violento episodio en las profundidades del Morumbí.

Salvo Damián Albil, el resto de los jugadores de Tigre no sabía lo que era jugar una final internacional. Mientras el San Pablo tenía a jugadores con experiencia de Champions, como Jadson o Denilson, el único de los titulares de Tigre que había jugado en Europa era Gastón Díaz: dos temporadas en Rumania. En la cancha, el duelo era desparejo por donde se lo mirara. Pero si en la cancha al menos eran once contra once, en el túnel y en el vestuario la ecuación se alteró.

Si hubiera habido una cámara fija que compactara todas las imágenes en velocidad rápida, hoy tendríamos un hit en YouTube. En treinta segundos veríamos la llegada de los jugadores, el despliegue de la utilería, los masajes y la preparación, la reacción cuando los dejaron encerrados sin permitirles hacer el calentamiento previo, la última arenga antes de salir... Y el escándalo durante el entretiempo. Patovicas, jugadores, colaboradores y, por último, policías.

Los tabiques de madera que faltan volaron de un lado a otro como si fueran de telgopor. También se denunciaron pistolas, palos y hasta una especie de látigos. La única filmadora que registró parte de los incidentes era de un brasileño, que luego negó haberla tenido. Dijo que el aparato era un teléfono y que estaba “tratando de marcar”.




EL SAN PABLO –dirigentes, técnico y jugadores– eligió llenar el vacío de esta foto con palabras como “cobardía” y “huida”. Lejos de la reflexión, la Copa se levantó más alto todavía por el aparente contenido épico del abandono del rival, al que lo acusaban de tener un estilo guerrero y anti fútbol.

Al contrario del Corinthians campeón de América, el estilo de San Pablo se basa más activamente en la posesión de la pelota. La pelota como arma. El problema es cuando la ecuación se invierte. Y cuando un arma pasa a hacer de pelota. El gol definitorio del San Pablo no fue el de Osvaldo, sino el culatazo que recibió Albil. Ningún enfoque futbolístico puede prosperar cuando fuera del campo pasan estas cosas. Un encontronazo es una acción de juego. Un culatazo, no. Aferrarse al 4-5-1 no es lo mismo que empuñar una 42. Dos fueros completamente separados, a años luz de distancia, imposibles de integrar en una mesa de discusión.

La cara de susto de Messi, cuando el fusil del guardia árabe quedó apuntándole, no se registrará en ninguna cancha de fútbol. Lo que pasó fue demasiado grave para emparentarse con un estilo futbolístico o una actitud en el campo. Y si fuera por actitud, a los equipos de Mourinho los tendrían que haber emboscado en cada vestuario de Europa.

¿Cuántas veces un equipo no se presenta a jugar el segundo tiempo? ¿Es normal? ¿No admitiría pensar que algo realmente grave sucedió?

El vacío deja preguntas. Preguntas que nadie quiso hacerse. Ni Nicolás Leoz ni Eugenio Figueredo ni Romer Osuna, los dirigentes de la Confederación Sudamericana que se apuraron a mandar a levantar la tarima para las fotos de ocasión. Tampoco el árbitro Enrique Osses, que decidió (¿decidió?) dar por finalizado el partido y no suspenderlo. Mucho menos Rogerio Ceni. ¿Y si Tigre por casualidad hubiera ido ganando? ¿También habría levantado la Copa sin preguntarse por qué?

El mensaje, peligroso, es que se puede ganar un trofeo en la cancha, pero también con un equipo paralelo fuera de ella. Dentro de poco, en las delegaciones oficiales tendrá que haber un camarógrafo oficial, que filme todo para una hipotética prueba futura, y también un equipo propio de guardaespaldas, con el riesgo latente de llegar a un nivel de tensión imprevisible. Patovicas contra patovicas. De local y de visitante. Misiles de un lado y misiles del otro. La Guerra Fría versión fútbol. E investigaciones científicas tipo CSI mientras aún se reniega por instalar la tecnología en la línea de gol.

Joseph Blatter se manifestó “preocupado”. Es el mismo que instó a Camerún a jugar la final de la Copa de las Confederaciones 2003, a pesar de la muerte súbita de Marc-Vivien Foe en la semi contra Colombia. “No digo que el show debe continuar –explicó entonces el presidente de la FIFA– pero sí que la vida debe continuar. Y el fútbol es parte de la vida”. El arquero de Francia Gregory Coupet, en cambio, se solidarizó con el consternado Camerún, que corría riesgos de ser sancionado si no se presentaba: “No sé cómo es que vamos a jugar una final con todo lo que pasó. No entiendo cómo van a poder concentrarse en jugar un partido, si hoy no me pude concentrar ni yo”.




EL DAÑO que dejó esta final es irremediable. A Tigre se lo forzó a que saliera al segundo tiempo y jugara bajo protesta. Al fin y al cabo, ninguno de los golpes había sido mortal. Si el jugador es víctima y no juega, exagera o es un cobarde. Si es víctima y continúa, como le ocurrió al arquero de Defensor contra Independiente, es un héroe. “Nunca viví una situación así en el fútbol. De milagro no hubo un muerto en este vestuario”, dijo el ayudante de campo, Cacho Borelli, sangrando.

Esta imagen es la fiel abstracción de décadas de enfrentamientos sudamericanos. Tiene el sabor de las Libertadores de los 60, la textura de los 70 y el aroma de los 80. Tiene todo y a su vez no tiene nada. A la imagen la llena el vacío. Es la nada. Porque aquí, según parece, no ha pasado nada.

Por Martín Mazur

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