Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: Todos tus muertos

La violencia dejó al fútbol argentino al borde del abismo. La cuerda se tensó demasiado, y los que miran hacia otro lado están ganando por goleada. ¿Vamos a dejar que se salgan con la suya? Algo hay que hacer. No se banca más.

Por Elías Perugino ·

16 de diciembre de 2012
 Nota publicada en la edición de diciembre de 2012 de El Gráfico

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A veces, los periodistas deportivos regamos las sobremesas de un asado con anécdotas placenteras de nuestro recorrido profesional. Evocamos coberturas, viajes, entrevistas con figurones de leyenda, bromas de redacción… Son ramalazos gratificantes, reencuentros imaginarios con instantes que reivindican la elección de vida hecha cuando todavía estaban sin revelar los rollos del viaje de egresados a Bariloche.

No queremos, nos negamos, pero si quisiéramos y subiéramos las persianas de la negación, también podríamos calcar la espiral de la misma trayectoria profesional eslabonando episodios dolorosos, indignantes. Latigazos de locura e intolerancia que nos llevaron a teclear con crispación sobre una Olivetti marrón, una PC de escritorio, una netbook o un pianito virtual.

Sin ir más lejos, mi primer trabajo efectivo se lo debo a un barrabrava muerto. La noche del 19 de octubre de 1983 la pasé en la redacción de Diario Popular. Era colaborador permanente, se jugaba una fecha del Metropolitano y el jefe de la sección Deportes, Luis Moreiro, nos citó a otros muchachos y a mí para recibir data por teléfono y escribir el texto de un puñado de partidos menores. No lo sabíamos, pero andaban con ganas de efectivizar a dos y esa noche, en la calentura del cierre, tomarían la decisión. La evaluación consistía en entregar el 90% del texto a los 20 minutos del segundo tiempo y dejar cinco líneas para escribir la cabeza del comentario con el pitazo final. Ni más ni menos que la fórmula de trabajo indicada para un cierre apretado.

Si la noche desbordaba de partidos menores era porque en la cancha de Vélez se jugaba “el” partido: Boca 1-River 0. Cumplida la tarea[1], me disponía a salir por la puerta de Intendente Beguiristain 182, en Avellaneda, cuando desde la radio dieron el alerta: “Se están produciendo graves incidentes en las calles, se cruzaron las hinchadas de Boca y River, hay heridos de bala”. Moreiro no lo dudó: llamó a la sección Automotores para pedir dos autos, nos miró a Horacio Convertini (hoy director de Muy) y a mí, nos indicó que fuéramos a la comisaría y a los hospitales de la zona para recabar información que pudiera incorporarse a una segunda edición del diario y nos dio la indicación clave: “No se olviden de llevar cospeles”[2]. Esa noche, con apenas 21 años, murió de un balazo Matutito Taranto, el tercero en la jerarquía de la barra de River. Al otro día, mientras lo velaban como a un mártir de la gesta riverplantense y hasta el propio presidente Aragón Cabrera lagrimeaba al lado del cajón, Moreiro, satisfecho con la info que habíamos recabado, nos llamó a Convertini y a mí para ofrecernos la efectivización.

Ese no fue el primer muerto que se cruzó en mi camino de cronista, ni sería el último. Dos meses antes, desde los viejos palcos de la Bombonera, vi volar la bengala marina que los barras de Boca clavaron en el cuello de Roberto Basile. En diciembre de ese 1983, salí milagrosamente ileso de “La Batalla del Gallardón”[3]. En 1985, escuché el disparo policial que mató al pibe Scaserra y presencié el momento en que un médico del hospital le decía a su papá que no había caso, que el nene había muerto. A fin de ese año, mientras caminaba por debajo de la tribuna de Central[4] en medio de las corridas, quedé a metros de la cápsula de gas lacrimógeno que le reventó la cabeza a Enrique Fernández. Tiempo después, contemplé con sordo estupor cómo un caño de cinco metros por seis pulgadas era arrojado desde la tercera bandeja de la Bombonera por hinchas de San Lorenzo y le perforaba el pecho a Saturnino Cabrera. Al tiempo, cubrí las muertes de Angel Delgado y Walter Vallejos a la salida de otro superclásico en la Bombonera. Y podría seguir enumerando, como cualquier periodista deportivo con más de dos décadas de oficio…

Funcionarios y entes se fueron sucediendo desde aquellos dolorosos cadáveres ochentosos. Por entonces, desde la erudición discursiva se pronosticaba una granítica política de castigos y un compromiso severo de la dirigencia futbolística para alejar y disolver a las barras. Ni una cosa ni la otra han sucedido. Al contrario: se multiplicaron la impunidad y la connivencia, se fortificaron las células delictivas, se endiosaron a sus líderes repugnantes, ahuyentaron de las canchas a los hinchas genuinos, la droga se insertó en las tribunas, prosperaron los quiosquitos de la reventa y de los trapitos, se facilitaron los “barra brava tours”[5]…

Lejos de la sanación, los últimos años sólo le aportaron diversidad a la problemática: ajustes de cuentas (Gonzalo Acro, Pimpi Caminos)[6], la legitimación de organizaciones como Hinchadas Unidas Argentinas, clubes con dos y hasta tres barras en la tribuna (Boca y Chicago), féretros paseándose con total impunidad por las populares[7], tiroteos en quinchos de uso multitudinario para los socios, batallas a balazo limpio entre hermanos por el liderazgo de la barra de Deportivo Merlo, la llamativa permeabilidad de la tecnología aplicada para asegurar el cumplimiento del derecho de admisión, partidos suspendidos premeditadamente utilizando a menores como lanzadores de bombas… Y todo eso sazonado con algunas declaraciones desafortunadas[8] de la presidenta de la Nación y con la inclasificable definición de Juan Carlos Crespi, uno de los vicepresidentes de Boca y justificador celestial: “Los apóstoles eran los barrabravas de Cristo”.

En medio de ese maremoto endemoniado, con olas de diez metros cruzando la cubierta del fútbol argentino, la aparición de Javier Cantero se parece a un salvavidas. El presidente de Independiente no es un superhéroe. Es un integrante más de la manada. Coherente y sincero, soñador y decidido, honesto y frontal. Un señor que ve lo que todos observamos y que se plantó –solita su alma– contra los energúmenos que otros apañan o niegan. No tiene más armadura que la razón. Apenas dispara verdades. Esta solo porque quienes deberían respaldarlo eligieron, hace rato, caminar por la otra vereda. Allá ellos con su conciencia harapienta. Acá, detrás de este tipo de anteojos antiguos y pelo sin teñir, deberíamos encolumnarnos los otros. Uno a uno y sin chistar. Uno a uno y codo a codo. Y cuando la hilera sea tan grande como la convicción, algo empezará a cambiar. Animate, vení, sumate a la fila. Hacelo como nosotros, como yo, por todos tus muertos.

Por Elías Perugino

TEXTOS DE PIE

1- Al cronista le tocó escribir sobre el empate en uno entre Talleres y Temperley, con goles de Bocanelli y Néstor Scotta, respectivamente.

2- En la época pre-celulares, no quedaba otra que localizar un teléfono público (naranjas en aquel momento) para comunicarse con la redacción.

3- Los Andes recibió en su cancha a Chacarita, por la final del Octogonal que definía un ascenso a Primera. Terminó en una batalla campal entre ambas hinchadas, con la policía montada surcando la cancha cuan jugadores de polo.

4- Ese día se jugaba una fecha del cuadrangular entre River, Boca, Central y Newell’s, con las cuatro hinchadas en el estadio. Hoy sería irrealizable.

5- Además de acompañar a sus clubes en excursiones internacionales, los barras también asistieron a los últimos mundiales respaldados por la dirigencia política, gremial y futbolística.

6- Acro, de River, fue acribillado a la salida de un gimnasio. Al Camino, de Newell's, le pegaron cinco tiros cuando se retiraba de un bar.

7- Durante el partido de Reserva entre Quilmes y Unión, jugado este año, la barra quilmeña se paseó con el féretro del hijo de uno de sus jefes. El acto funerario se concretó con la autorización del club.

8- En una reunión con los dirigentes del fútbol, Cristina Fernández de Kirchner dijo sentirse maravillada por los muchachos que están “en la cancha, colgados del paraavalancha y con la bandera, nunca mirando el partido. Arengan, arengan y arengan. Mis respeto para todos ellos”.

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