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Passarella y su laberinto

En lo que va de su gestión como presidente de River echó a tres entrenadores y nunca se tomó un tiempo para diagnósticos responsables. Ahora es el turno de Ramón Díaz, que regresa al club después de años de postergación.

Por Redacción EG ·

30 de noviembre de 2012
Imagen FUE ELEGIDO PRESIDENTE de River a fines del 2009. Echó a Astrada, Cappa y recientemente a Almeyda.
FUE ELEGIDO PRESIDENTE de River a fines del 2009. Echó a Astrada, Cappa y recientemente a Almeyda.
Como un niño ansioso que prueba los chocolates fijándose en los del estante siguiente. Passarella, en su función como presidente de River, jamás se conformó con un entrenador. Al igual que esa criatura voraz que va arrojando los papeles de las golosinas en el trayecto hasta la caja registradora, el Káiser se la pasó descartando nombres. La salida desprolija de Matías Almeyda volvió a poner de manifiesto esta conducta inquieta y desconfiada.

El niño Passarella casi nunca termina de comer el chocolate. Lo suyo es elegir, probar y desechar sin preocuparse por el disfrute. Está en un laberinto por el que avanza a fuerza de pulsiones mal curadas. Y retrocede o vuelve a pasar por donde ya estuvo antes, sin sospecharlo. Los nombres de Leonardo Astrada, Angel Cappa, Juan José López y Matías Almeyda son los restos de este andar intranquilo. Pisoteados, a medio comer, quedaron expuestos por la misma voluntad que alguna vez los requirió, y al mismo tiempo expusieron ellos los desajustes de una gestión que, al menos en materia futbolística, se fue construyendo de parches y remedos de ocasión.

“Si querés que me vaya, mandame el telegrama de despido”. Astrada le mostró los dientes al presidente. El DT, antes de regresar de Tucumán – River había empatado sin goles con Atlético de esa provincia- recibió el llamado telefónico del niño Passarella. El entrenador era una de las herencias de la etapa de José María Aguilar. El penoso Clausura 2010 que había hecho el equipo hasta ese momento y la posibilidad de empezar a marcar su propia huella con la designación de un entrenador justificaron la salida del Negro. Pero aquella decisión fue el primer rasgo de una lógica de conducción bastante ordinaria. El periodismo, por caso, dio cuenta de la salida del técnico un día antes de que el presidente y el propio Astrada resolvieran el asunto cara a cara.

El despido de Cappa fue otra muestra de desprolijidad. A pesar de las insistencias de la mayoría del resto de los dirigentes para que postergara la decisión, Passarella prescindió del DT en la previa de un Superclásico en el Monumental. Esa sordera lo confinó aún más a su laberinto. La desesperación por acertar el tiro de gracia lo blindó con su orgullo de cartón. Nunca hubo tiempo para diagnósticos responsables. El niño seguía comiendo chocolates, abriendo y descartando esas golosinas, tratando de encontrar una idea de carambola. Hubo veces que la fórmula aparentó exitosa. Porque cuando se fue Cappa y asumió el Negro López, River repuntó con el DT interino sentado en el banco. Terminó cuarto en el Apertura del 2010 y Jota Jota fue ratificado en el cargo para el siguiente año. Yapa simbólica, en el torneo que condenó a su equipo al descenso a la segunda categoría, el Káiser sí respetó el contrato del entrenador, cuando el apremio de los promedios y la falta de respuestas futbolísticas sugerían otra alternativa.

Esa necesidad de dar golpes de timón lo llevó a recurrir a Ramón Díaz, con quien estaba distanciado y a quien había relegado a lo largo de su gestión a pesar del deseo del entrenador por regresar a River, del masivo pedido del público y del reclamo de gran parte de la dirigencia. La llegada del riojano generó en River un repentino aire de prosperidad, el efecto político esperado por el presidente. Detrás de ese telón de felicidad que supone el tercer ciclo del técnico más ganador de la historia del club, la operación Ramón volvió a develar la falta de previsión (y el destrato) con que se maneja esta dirigencia. Almeyda fue contundente en su discurso de despedida: en este clima de incendio entre los hinchas y el presidente, la omisión es salud. El Pelado prescindió de esa catarsis emocional que muchos de sus colegas aprovechan para pasarles factura a quienes les sueltan las manos cuando ya no los necesitan. El plan, entonces, en apariencia resultó perfecto. En su discurso institucional post anuncio, Passarella se ocupó de recalcar el buen clima que, a pesar de su destitución, supo conservar con Almeyda. Y celebró el arribo de Díaz, con quien reconoció tener diferencias aunque aprovechó el momento para minimizarlas e imputárselas al pasado.

El niño Passarella sigue arrumbado en su mundo solitario. Probablemente sea Ramón su última baraja para redimirse. En el último año de su mandato el camino a la reelección parece más complicado que escalar el Everest con ropa de verano. Por eso necesita que esta vez su fórmula ciega consiga el efecto que hasta ahora nunca tuvo. Tal vez el nuevo entrenador, más un par de refuerzos de jerarquía, dando una vuelta olímpica signifique un poder reivindicatorio que le permita postularse sin riesgo de hacer el ridículo. La intención es clara. Las raíces de esa movida ya vienen marcadas por la lógica passarelliana. La ilusión del niño por encantarse con su chocolate es la misma que otras veces. Quizás esta vez le alcance para salir de su laberinto.

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