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Juan Román Riquelme: Basta para mí

Con su decisión de alejarse de Boca y volver a la zona de conflicto, el ídolo aceleró el proceso de santificación de sus fanáticos y abrió nuevos frentes para sus detractores. Una historia de extremos que Román alimentó en toda su carrera, de la que se benefició y se perjudicó por igual, pero que acentuó su espíritu de líder indomable.

Por Redacción EG ·

14 de agosto de 2012
La voz quebrada, justo en alguien que no se quiebra nunca, fue la última e impensada capa de barniz que necesitaba el mito. Una cuota de humanidad inesperada y conmovedora, minutos después de la derrota ante el Corinthians. Alguien hablando a corazón abierto, entre sollozos pero con un énfasis propio de quien sabe que, así, no hay vuelta atrás. Ni con un banderazo ni con mil.

Juan Román Riquelme, que ya era bandera, a partir de ahora se materializará como tal. Su rostro aparecerá en paredes y en remeras. La silueta de Román dejará los posters con pelota al pie para multiplicarse también en stencil, como simbolismo de rebeldía y genialidad.

Imagen "YA ESTA, maestro". Un testimonio del Román que manejaba todos los hilos de Boca. Hasta las fotos.
"YA ESTA, maestro". Un testimonio del Román que manejaba todos los hilos de Boca. Hasta las fotos.
A Román algunos lo ven como una metáfora de todas las libertades posibles: están dispuestos a hablar por él, a defenderlo a cualquier precio y como sea, aunque esa –justamente– no represente la más riquelmista de las formas. Porque hay formas riquelmistas, también. Generalmente eso del “ismo” llega con los años; se da con un puñado de grandes técnicos, hombres que simbolizan escuelas de pensamiento o revoluciones de juego.

Casi nunca hay un “ismo” que deforme el apellido de un futbolista activo. Pero Riquelme siempre fue un adelantado a su tiempo. Tanto que ni siquiera pudo esperar aunque sea cinco, diez partidos para que le llegara la primera ovación de La Bombonera. Fue en su debut, aquella tarde del 96 contra Unión, cuando se escuchó el improvisadísimo cantito que luego se convertió en himno: “Riqueeelme, Riqueeelme”. El mismo que ahora quizás sea un temido grito de guerra.

Y sí, es cierto que en todas las canchas existen ovaciones exageradas y fallidas, esqueletos en los placares de cada hinchada, pero ovación con cantito y todo, en menos de 90 minutos de juego, vaya si es difícil encontrar alguna.

Desde aquel debut quedó en claro que Riquelme no llegaba para ser uno más. Que era distinto. Que no se animaba a gritar los goles pero que era capaz de animarse a otras cosas que por cierto valían más la pena. Los (no) festejos de a poco cambiaron: apareció la manito levantada, palma abierta, para frenar los intentos de abrazos de sus compañeros, cuando Román quería ir en busca de algún amigo especial del plantel, frente al que sí se le transformaba el semblante.

No solo el fútbol entra por los ojos. Quizás ni nos hayamos dado cuenta, pero aprendimos a amar a Riquelme también por aquellas expresiones, sonrisas auténticas sin maldad ni segundas lecturas, que en todo caso quedarían para más adelante.

Asistimos a las grandes obras del Riquelme jugador mucho antes de empezar a desentrañar el ovillo del Riquelme de vestuario. Y con sus pinceladas de fútbol llegaban los elogios, pero también aparecían, de a poco, algunos críticos. Los críticos del enganche, núcleo creativo de cualquier equipo que elija supeditarse a él, contra los profetas de la descentralización del juego. De un lado el respeto por la tradición y lo artesanal; del otro los promotores de la industrialización de las posiciones y la no dependencia de una única pieza. Una pieza cuyo magnetismo obliga a las demás a gravitar a su alrededor.

Con los altos y bajos propios de cualquier deporte, todos los equipos con Riquelme funcionaron más o menos de la misma forma, incluso con entrenadores de concepción contraria al riquelmismo, ya instaurado como corriente. Son los técnicos con los que terminó chocando. Falcioni fue el último.

No por ser el único 10 en stock, sino sencillamente por ser el mejor de su clase, la Selección se aferró y se desprendió de Román con una desmesura propia del volcán de pasiones que genera alguien como él. Así desde el 97 hasta 2012, horas antes de la final de la Libertadores. Fue el salvador reclamado cuando estuvo ausente y el jugador más criticado cuando estuvo presente. El que hacía funcionar el equipo o el que lo paraba. El que de acuerdo con la zona donde se moviera, servía o no servía, verbo que usó Maradona en aquella nota televisiva que motivó el segundo adiós de Román a la Selección.

Imagen LLENO DE FUTBOL. El trato de pelota y la pose de crack, talento inoxidable de Riquelme.
LLENO DE FUTBOL. El trato de pelota y la pose de crack, talento inoxidable de Riquelme.
 Alguien que derrochó tanto fútbol en la cancha, fuera de ella jamás regaló una sonrisa a quien no quisiera dársela. Muchos aseguran que Román es muy fácil de entender y mucho más, de querer. Otros aún necesitan de una fórmula científica para saber cómo entrarle.

En ese camino también se instaló la otra polémica, alentada muchas veces desde afuera, pero fogoneada otras tantas por él mismo. El desplante a Palermo en aquel gol 219, la lucha (conocida años después) pro Chelo Delgado en Japón, la reputación de “muchacho difícil” vociferada por el paraguayo Cáceres, su respuesta explícita de que él en Boca estaba para jugar y no para hacer amigos...

La polarización que provoca Román obliga a que, quien quiera debatir sobre sus cualidades de líder, deba admitir que en la discusión se barajarán dos únicas opciones: el peor de todos y el mejor de todos. El que siempre tiene razón y el que nunca la tiene. Un mazo con dos únicas cartas, sin posibilidad de contemplar que quizás existan más. O que de hecho existen más. Que en todo no puede ser ni el mejor ni el peor. Que no reina para dividir ni divide para reinar.

Imagen ROMAN AUTENTICO. Brazos abiertos, sonrisa genuina. Alegría selectiva, en este caso, para Clemente.
ROMAN AUTENTICO. Brazos abiertos, sonrisa genuina. Alegría selectiva, en este caso, para Clemente.
El fundamentalismo pro o contra Riquelme está dispuesto a negar ciertos aspectos de su personalidad o de su juego con tal de enaltecer otros. Y así, sin posibilidad de matices, es difícil llegar a una pintura clara, que no tenga un contraste extremo. El verdadero Riquelme seguramente vive en esos matices que de movida nadie quiere contemplar.

Es que Román ya no es una persona sino que es una bandera. Con él nunca hubo lugar para la neutralidad. Sus decisiones obligaron a tomar posiciones y marcaron la agenda de enemigos de turno para sus fanáticos: Bielsa, Van Gaal, Macri, Pellegrini, Pekerman (cuando lo sacó), aquel tesorero (Angelici) que no quería firmarle el contrato de 4 años… hasta que le tocó enfrentarse a Maradona, al que dejó directamente de llamar por su nombre o apellido. Y en esa pulseada también logró lo que nadie había podido: que la gente de Boca estuviera de su lado contra Diego.

Con los años, el nombre de Riquelme tomó la fuerza de un cataclismo de inspiración, un ineludible faro de representatividad y hasta de argentinidad, con todo lo que ello implica: desde el fervor más incondicional hasta el rechazo más genuino. La capacidad de aglutinar seguidores pero también detractores. Riquelme consiguió estar en boca de todos, siempre, pero por razones distintas.

Fue el líder más positivo, el que no transa, el que marca el ejemplo para los pibes y se planta ante todo y todos para defender sus convicciones. O el líder más negativo, generador de camarillas y agitador de problemas.

La construcción de su imagen de rebelde comenzó a transpirar a través de los medios, a los que luego transformó en un escenario más de su campo de batalla, siempre abierto a dos interpretaciones bien distintas: desde la idea de que habla sin decir nada, hasta la sensación de que sus conferencias de prensa marcan la agenda del fútbol argentino. El destaca al mejor jugador, al equipo que mejor juega, al que más sabe de fútbol, pasa facturas y entrega conceptos que habilitan a la reflexión, el análisis o la polémica. Muchas veces, entremezclados por esas frases en apariencia huecas y repetitivas. Las mismas que lo catapultaron al mundo publicitario, en el que aceptó reírse de su latiguillo de la felicidad y mostró una cara desconocida.

Las notas individuales, más conceptuales aún, llegaron casi siempre desde la conveniencia de charlar con un periodista amigo, conveniencia al principio disfrazada por la timidez, luego sostenida por el círculo del elogio fácil.

Imagen BASILE FUE uno de los entrenadores que transformó a Román en su bandera. Lo tuvo en Boca y en la Selección.
BASILE FUE uno de los entrenadores que transformó a Román en su bandera. Lo tuvo en Boca y en la Selección.
 Selectivo hasta para los anuncios, el timing para plantear sus conflictos casi siempre llegó a destiempo. El gran estratega en la cancha, fuera de ella quizás no supo ser tal. El último ejemplo fue la oficialización de su partida a horas de jugar la final de la Libertadores, lo que enrareció el ambiente e increíblemente puso la derrota nocturna en segundo plano.

La difusa frontera entre las reivindicaciones y los caprichos admite también un doble análisis. Al fin y al cabo, Riquelme fue capaz de quedarse seis meses sin jugar o de perderse un Mundial, con tal de no dar un paso atrás. Como antes fue el que desistió de ir a River cuando era un juvenil, o el que le espetó el Topo Gigio a Macri, en plena lucha por su sueldo de 5.788 pesos. Sin club, su fantasma merodeará La Boca mientras no rompa su contrato. ¿Está al borde del retiro o en rebeldía contra presidente y DT? Y llegan más lecturas posibles: el que piensa sólo en él contra el que no se arrodilla ante nadie. El que quema los libros de la diplomacia aunque termine sufriendo las llamas en su cuerpo, contra el que no logra atemperar su personalidad para supeditarse a las necesidades básicas de un equipo, un cuerpo técnico o un club.
El todo y la nada, conceptos permanentes en un Riquelme que en ese conmovedor adiós en San Pablo admitió estar vacío. Quizás, como casi todos los conceptos que lo acompañaron desde aquel debut, sea un término demasiado extremista y no lo esté tanto. Pero en el caso de Román, el vaso nunca estará por la mitad. Vacío o lleno, así sin términos medios. Como Riquelme. 

Por Martín Mazur.

Foto: Alejandro del Bosco

Nota publicada en la edición de agosto del 2012 de El Gráfico

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