Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: penales misteriosos

Algunos opinan que patearlos es sencillísimo y que un crack que cobra fortunas ni siquiera debería tener derecho a errar uno. Sin embargo, los grandes ídolos no solo han errado uno, sino varios. ¿Por qué una bendición puede transformarse en tortura?

Por Elías Perugino ·

05 de julio de 2012
Nota publicada en la edición de junio de 2012 de El Gráfico  

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 La primera vez que el chico se paró debajo de un arco grande fue en la cancha del club San Martín de Monte Grande, cuando tenía 10 u 11 años. El chico no jugaba en San Martín, ni era hincha de San Martín, ni tenía la menor idea de que la camiseta de San Martín era parecida a la de su homónimo tucumano, roja y blanca a bastones verticales. Había llegado hasta allí llevado por su padre y por su tío, dos tanos fanáticos del fútbol que, de tanto recorrer la ciudad con sus trabajos de herrería, siempre se enteraban cuando en esa cancha sin tribunas se presentaba algún equipo importante. Por entonces –mediados de la década del 70-, esos equipos importantes no eran otros que los veteranos de River, Boca o Independiente, que llegaban a la ciudad para despuntar el vicio y, de paso, ayudar a recaudar fondos con fines benéficos. Si el chico había logrado colarse en el mismísimo terreno, y pararse debajo del arco grande, y acariciar la red como Luis Salinas[1] a una guitarra, y poner sus pies sobre el justiciero punto del penal, era nada más y nada menos porque ese día estaban por jugar las glorias de Independiente y la gente podía moverse libremente con tal de que se pusieran detrás de las líneas cuando la pelota comenzara a rodar.

Su padre y su tío le contaban que varios de esos señores algo canosos y panzones, aunque no pareciera, habían sido campeones y todo. Y así debía ser porque los vecinos que habían ido con camisetas y banderas del Rojo se volvían locos con todos ellos salvo por uno, el arquero, al que gastaban con llamativa saña y que resultó ser un tal Ante Garmaz[2]. Cuando Garmaz enfiló hacia el área, el chico ya había sacado dos conclusiones que le afiebraron el pensamiento durante varios días: el arco grande, visto desde la línea y desde debajo del travesaño, más que grande era inmenso, gigantesco, inabarcable, pero si uno lo miraba desde el punto del penal, se empequeñecía hasta parecer uno de esos arcos de handball[3] que estaban en el patio del colegio. Desde la línea, parecía imposible que un arquero pudiera atajar un penal. Desde el punto, parecía muy difícil que el pateador la pudiera mandar a guardar. Muchos y muchos atardeceres después, charlando en el baldío de los picados, los amigos del chico, que nunca se habían parado en un arco grande, sostenían que meter un penal era lo más sencillo del mundo. El chico no estaba tan seguro…

Unos diez años después, el chico se hizo periodista y pudo agregarle un capítulo más al misterio de los benditos penales. Una noche de tormenta como para filmar una película de naufragios, lo mandaron de Diario Popular al estadio Amalfitani para cubrir un partido de Vélez. Llovía tanto que no habían llegado ni los vestuaristas de la transmisión del Gordo Muñoz[4]. Impiadoso y burlón, seco y cómodo detrás de su escritorio, el jefe de Deportes había lanzado una orden-sentencia: “Seguro que lo suspenden. Si el árbitro entra a inspeccionar el campo, mandate con él y tratá de hacerle una nota, porque si no, no sé con qué vamos a llenar la página”. El árbitro era Abel Gnecco, un señor retacón que hablaba con la voz del Pingüino de Batman y que, para muchos jugadores, era realmente un villano. El tipo largó la carcajada cuando le preguntó si lo podía acompañar: “Pibe, vos estás loco… ¿Para qué te vas a empapar? Si querés, vení y metete debajo de este cachito de paraguas”. El muchacho nunca había salido por un túnel ni había pisado una cancha de verdad, encima mundialista y con tribunas de cemento. Salieron desde la tribuna del tablero y antes de llegar al área de General Paz, el agua le había trepado desde la botamanga hasta la mitad de la pierna, convirtiendo el jean en una armadura. El campo era una pileta olímpica sin andariveles. Pero la cal de las líneas no se había lavado del todo. Tampoco el punto penal. Ahí se paró Gnecco y soltó la pelota, que se clavó como si la hubiera largado arriba de un pote de dulce de leche. “Pibe, nos vamos para casa. Acá solo se puede jugar al waterpolo”, dijo Gnecco antes de girar con el paraguas, y esas fueron sus únicas declaraciones para una página que debió llenarse con otra cosa. Hecho sopa, al muchacho ya no le importó el paraguas y se paró en el punto penal como aquella vez en la cancha de San Martín. El arco le seguía pareciendo pequeño e imaginaba que se vería más ínfimo aún con la gente desgañitándose en la tribuna. Después caminó hasta la línea y le pareció tan inmenso como cuando se le acercó Ante Garmaz para sacarlo carpiendo. La visión del chico coincidía con la del muchacho. No era pavada meterlo; parecía descabellado atajarlo.

Años después, se le dio una charla larga con Sergio Goycochea, el Goyco de los penales heroicos en la Selección[5]. Si un humano podía aportar una visión más ajustada para la tesis penalera, ese era Goyco, el arquero más temido por los pateadores del mundo: “Olvidate: el arco es una estancia. En un penal, nosotros estamos al horno. Si te ponen la pelota entre el palo y 60 centímetros para adentro, no la saca ni Dios, como me hizo Brehme[6] en la final del Mundial de Italia”. Otro día le tocó entrevistar a Antonio Mohamed en el mismísimo césped de la cancha de Huracán. El Globo pintaba para subir de la B Nacional a Primera y por ese costado iría la charla. El Turco puso una pelota en el punto penal y se sentó arriba. El cronista ni siquiera sacó el tema, habló él, como quien hace un comentario al pasar antes de ir al grano: “Mirá qué chiquito se ve el arco desde acá. No es joda meter un penal, ¿eh? Y ni te digo en una definición: la caminata desde la mitad de la cancha no se termina más, llegás muerto como si hubieras hecho la peregrinación a Luján[7]”. ¿Y los que la meten picándosela a los arqueros? “Esos son locos de la guerra… O tienen un talento de la puta madre”, remató con pedagogía urbana. Goyco y el Turco, dos relatos para el mismo misterio.

El mes pasado transportó las sensaciones a fojas cero, se reabrieron los interrogantes. Le atajaron a Messi, falló Cristiano Ronaldo, no pudo Kaká y Robben despilfarró el tiro que podía valer una Champions... Hubo comunicadores que hasta se animaron a afirmar que figuras que cobran millones no tienen derecho a malograr un penal. Entonces la memoria evocó a Maradona, Zico, Baggio, Platini[8] y tantos otros, que no dejaron de ser lo que fueron, ni devolvieron el sueldo por ese desliz. Entonces el cronista recordó que en 2004 vio a los jugadores de Boca meter todos los penales en la semifinal de la Libertadores contra River y, quince días después, desperdiciarlos también a todos en la final con Once Caldas… ¡Qué cosa rara son los penales! ¿Por dónde pasará el secreto? ¿Son fáciles o difíciles? ¿Por qué es tan estrecha la distancia entre la bendición y la tortura? Se lo viene preguntando sistemáticamente el chico que se paró por primera vez en un arco grande en la cancha del club San Martín de Monte Grande. Y nadie –empezando por el fútbol- se lo ha podido responder.

Por Elías Perugino

TEXTOS AL PIE


1- Genial guitarrista nacido en Monte Grande, Salinas recibió en 2005 el Premio Konex como Mejor Solista Instrumental de la última década.

2- Modelo, diseñador y conductor de tv, tenía muchos amigos en el mundo del fútbol y solía atajar para los veteranos de Boca e Independiente.

3- El arco de handball mide 3 metros de largo por 2 de alto, mientras que el de fútbol mide 7,32 de largo por 2,44 de alto.

4- Conocido como “El relator de América”, José María Muñoz fue el narrador más popular de la década del 70 y un bastión de La Oral Deportiva, de Radio Rivadavia.

5- Goyco explotó en el Mundial 90, atajando penales decisivos ante Yugoslavia e Italia. También fue determinante en las definiciones por la Copa Artemio Franchi 93 y en la Copa América de 1993.

6- Además de ser el verdugo argentino en la final de Italia 90, ganó la Euro 96 con su selección. Jugó en cuatro clubes de su país, el Inter italiano y el Zaragoza.

7- La peregrinación juvenil a Luján se desarrolla desde 1975. Cada edición se realiza bajo un lema. En 2011 fue “Madre, ayúdanos a cuidar la vida”. Sale de Liniers y recorre 56,410 kilómetros.

8- Diego no convirtió contra Yugoslavia en Italia 90 y tuvo una racha de cinco consecutivos sin marcar en el Clausura 96 con Boca. Platini y Zico no señalaron en México 86. Baggio tampoco pudo en la final de USA 94 y Brasil fue campeón.

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