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Talento argentino (II): Marcelo Bielsa

A los 56 años revolucionó el fútbol español con el Athletic de Bilbao. Condujo a un equipo joven y sin estrellas a jugar dos finales de las tres competiciones que disputó. Y lo hizo con coraje. Guardiola lo postuló para dirigir al Barcelona.

Por Redacción EG ·

03 de julio de 2012
             Nota publicada en la edición de junio de 2012 de El Gráfico  

Imagen MARCELO BIELSA en Bilbao
MARCELO BIELSA en Bilbao
 El teléfono sonó al otro lado del Atlántico. El cura Luis Mari Segurola, a cargo de la parroquia de Zumarraga, percibió el particular acento de quien mencionaba su nombre. Contaba con un dato: su primo Santiago Segurola, uno de los periodistas deportivos más prestigiosos de España, le había pedido unos días atrás que atendiera a un argentino que “quería hacerle unas preguntas”.

La conversación fue larga. El argentino quería saber todo sobre Euskadi (País Vasco). Le preguntó por las costumbres del lugar, la situación política, también por cuestiones de fe. Agotado, el cura pensaba por qué ese hombre tenía tantas inquietudes. Pero por respeto a su primo siguió contestando. El argentino, respetuoso y agradecido, omitió revelar su identidad. Unos meses después, la contingencia los unió: el día del funeral de la mamá del Segurola periodista, toda la plana mayor del Athletic Bilbao estuvo presente; tras el oficio religioso, dos personas pidieron saludar a Luis Mari, que había presidido la ceremonia. Uno era Jorge Valdano. El otro, Marcelo Alberto Bielsa, entrenador del Athletic. Sólo entonces, el recién llegado a Euskadi le recordó aquella conversación telefónica. Los tres rieron cuando el cura reconoció que no había cortado “de milagro”. A ese hombre algunos le dicen loco. Para el propio Valdano, nada es más inapropiado: “La única locura que le reconozco es la del exceso de virtudes”, definió hace un tiempo.

La anécdota de la llamada, recogida del diario vasco Deia, explica a Bielsa. Atento a los detalles, eligió llamar a su amigo Segurola para saber más sobre la cultura de San Sebastián cuando recibió la propuesta de dirigir a la Real Sociedad. Fue unos meses antes de firmar, vueltas de la vida mediante, con el Athletic. El amplio bagaje de información, en efecto, le vino bien cuando se le presentó Josu Urrutia, entonces precandidato presidencial del club bilbaíno.

Pasó un año de aquellos tanteos iniciales. Hoy, cuando estas páginas estén impresas, ya habrá terminado la temporada del fútbol europeo. Y 63 partidos oficiales después, el Athletic habrá concluido un año inolvidable tras la final de la Copa del Rey que disputaba contra el Barcelona al cierre de esta edición. Aunque contradiga las leyes de la competencia, ganar o perder no cambiaría nada; en Bilbao, los deseos de que el maestro Bielsa renovara su contrato se habían convertido en ruegos. Jugadores, junta directiva, prensa y afición clamaban por lo mismo.

Llevar al club a una final europea después de 35 años fue un hito; dotar al equipo de una identidad indeleble, del que se pudo advertir la marca Bielsa en cualquier estadio, valió muchísimo más. El Athletic fue dinámico, ofensivo, valiente. Fue alegre. El encuentro entre Bielsa y el Athletic fue la concreción de un idilio que podía adivinarse. Un hombre de profundas convicciones éticas llegaba a un club impar, defensor de un modo de ver las cosas ya en desuso. El club vasco es único en el mundo en eso de utilizar solo jugadores de su cantera o provenientes de equipos que no excedan los límites geográficos de Euskadi. El sentido de pertenencia, por decantación, se corporiza en esos futbolistas como un valor natural. Y encima son jóvenes, con mucho por absorber: el plantel tiene una media de 23 años, el más bajo de la última liga española. A ellos, Bielsa les calzó como un guante de seda. Bien lo dijo José Luis Chilavert en el El País: “Cuanta más gente joven tenga dentro del grupo, mejor. Para él, el Athletic debe ser como cuando llevan a un chico de cuna pobre de Sudamérica a Disney”. Cuando aterrizó en Bilbao para hacerse cargo del equipo, había visto dos veces cada uno de los 41 partidos del Athletic de la temporada anterior. Y repasado las caras de todos los jugadores, “por si me toca saludarlos”, se justificó.

Esos jóvenes fueron el material esencial para que pudiera repetir hasta lo indecible sus maneras tan particulares. Las prácticas fueron intensas. Desconocidas para la mayoría. Pero sin sus ansias de aprender, Bielsa no podría haber desplegado las 36 maneras diferentes de relacionarse a través del pase ni los 11 modos de definir, según su manual.

La comunión jugadores-entrenador fue tan grande que Javi Martínez, el grandote al que transformó en defensor central, unos días antes de la final contra el Barça eligió contestar con el corazón: “Si ustedes quieren saber que va a pasar con él, imagínense lo intrigados que estamos nosotros”.
Durante toda la temporada, Bielsa mantuvo algunas costumbres propias que lleva adonde vaya. Se levantó muy temprano cada día en el hotel Embarcadero, ubicado en Las Arenas, a orillas de la playa de Getxo. Desde allí emprendió largas caminatas al costado de la ría de Bilbao, esa especie de costanera que aparece en los libros turísticos de la ciudad. A veces, incluso, vieron su andar cabizbajo y ensimismado por el Puente Colgante de la ciudad. Se trenzó en algunas conversaciones de madrugada con los pescadores del puerto, también. A su lucha contra el sobrepeso la combatió con asiduas visitas a restaurantes. Una noche irrumpió en uno, y al ver un grupo de personas reunidas pidió permiso para sentarse con ellas. Lejos del tono monocorde de sus conferencias de prensa, se permitió hacer chistes. Y hasta extendió un papel para que los comensales, invariables hinchas del Athletic, escribieran a qué jugadores elegirían como titulares. Fue común que eligiera a niños del público para hacerlos parte de las prácticas en Lezama, el laboratorio futbolístico del club. “Me pidió que le ordenara a Susaeta que centrara más fuerte”, contó Javier Nieves, feliz, después de haberse entremezclado con sus ídolos una mañana.

Al principio vivió en Lezama, donde montó una oficina austera. Allí, su obsesión por que el pasto estuviera cortado al ras lo llevó a tener charlas técnicas hasta con Iñaki, el canchero del predio. La llegada de Laura Bracalenti, su esposa, lo empujó a mudarse al hotel. Y a hacer algunos paseos turísticos –a bordo del modesto auto que eligió al llegar– en los que mostró su lado más sociable. Siempre lejos de las cámaras de la prensa, claro. Como cuando hizo famosas a las hermanas del Monasterio Santa Clara, a quienes visitó y luego homenajeó con carteles colgados en el banco de suplentes durante un partido.

Todo, todo, lo hizo enfundado en un chándal (jogging) gris; nada más alejado de los trajes de etiqueta que luce Guardiola, su admirador. Caminatas mañaneras, entrenamientos, maratónicas sesiones de video, partidos y cenas, dio igual. En cada aparición pública y privada se lo vio con ese uniforme que pronto fue motivo de burla en los programas humorísticos. La ropa, qué duda cabe, a Bielsa nunca le importó.